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Más allá de nuestras ciudades, de lo que llamamos “la civilización”, más allá de Cali y de los cañaduzales del Valle del Cauca, en las estribaciones de la cordillera Central, el mundo cambia si te dejas guiar por una mano cobriza que se extiende para invitarte a conocer Nasa Kiwe, la madre tierra de los indios paeces.
En el año 2000 fui por primera vez al Proyecto Nasa, porque acababa de recibir el Premio Nacional de Paz. Emprendí el viaje en una chiva repleta de nativos, mercados y alegría. Los indígenas colgaban de las ventanas de madera y se apilaban sobre el techo como racimos de plátano. Camino al norte del departamento del Cauca, la imagen de edén que tenía en mi cabeza se desdibujaba a medida que aparecían, en vallas y tiendas de vereda, consignas de victoria de la guerrilla de las Farc y las primeras amenazas de los grupos paramilitares, ya patrocinados los dos, a conveniencia, por narcotraficantes y terratenientes.
Desde que traspasamos las talanqueras de la guardia indígena noté tensión en el rostro de los encargados de garantizar la seguridad. Ellos sólo cuentan con un bastón de madera, adornado con anillos y tejidos inspirados en el arco iris, y con su coraje para enfrentar a los grupos alzados en armas que siempre han querido apropiarse de sus dominios. Mientras se ocupaban de detectar cualquier peligro, los pasajeros tratábamos de superar el miedo que nos producía la sensación de que la chiva podría irse a botes por la espiral de abismos que bordeaban la carretera.
Me sentí a bordo de una nave única en travesía hacia el centro de la tierra. No al submundo fantástico que imaginó Julio Verne, sino al que soñó para estas montañas ariscas el padre Álvaro Ulcué Chocué, asesinado en 1984 por sicarios de terratenientes que buscaban frenar el proceso de recuperación de las fincas que pertenecían a los paeces.
Era el sacerdote indígena de Toribío, un pueblo que está a dos horas de camino y una botella de aguardiente, el mejor remedio para mitigar el vértigo. Nos recibió en la plaza principal Ezequiel Vitonás, alma de esta historia y en ese entonces alcalde local. Había coordinado el Proyecto Nasa durante los años 90, se estaba amenazado de muerte por la guerrilla y aún así no dejaba, y todavía no deja, de sonreír y de enfrentar el miedo con buenos chistes. El Premio Nacional de Paz ya se había convertido en el escudo de protección que necesitaban los paeces para seguir en el empeño de construir su propio tejido social.
Según me contó por esos días la ex canciller María Emma Mejía, fue por cuenta del Premio que su amigo, el famoso juez español Baltasar Garzón —gestor de la Fundación por los Pueblos Indígenas— quiso venir a Colombia para conocer este laboratorio de paz y desarrollo. Mi segundo viaje al mundo nasa fue en junio de 2001, junto con el superjuez y con la ex canciller. Aquella vez la primera parada antes de subir a Toribío fue en la vereda La María, en Piendamó, lugar sagrado donde los paeces se reúnen en asamblea general para moldear su “plan de vida”.
Garzón dedicó el día a oír denuncias de los indígenas sobre los atropellos de la guerrilla, los paramilitares y las Fuerzas Armadas. Lo impactó el relato de los sobrevivientes de matanzas como la del Alto Naya, donde un centenar de personas fueron asesinadas por los paramilitares, y la de El Nilo, donde 20 paeces más fueron sacrificados por narcos que querían arrebatarles una finca.
Garzón fue nombrado embajador internacional de los indígenas colombianos y los paeces le entregaron expedientes para que desde su posición de juez transnacional les ayudaran a hacer justicia por los crímenes en su contra. Él les dijo que lo que les había sucedido “es más grave que las caravanas de la muerte del dictador chileno Augusto Pinochet” y, aunque les advirtió que él no tenía competencia para investigar, se comprometió a que pondría los casos en conocimiento de la Corte Penal Internacional.
El año pasado, después de centenares de muertos en medio del fuego cruzado, volví a encontrar a los paeces o nasas con la misma coherencia social y política. De nuevo en minga comunitaria en Piendamó, en torno a una olla gigante de delicioso mote, esta vez actualizando el expediente de sus desventuras para entregárselo al relator de las Naciones Unidas James Anaya, quien los escuchó y comprobó que la situación seguía siendo “crítica”, porque los actores de la guerra se negaban a entender y respetar su neutralidad.
Indígenas del siglo XXI
Mi cuarta visita la coordiné con las mujeres paeces. Vilma Almendra y Dora Salas me pusieron en contacto con la moderna organización en que se convirtieron con el paso de los años. Llegué a Santander de Quilichao, a la sede de Radio Pa’yumat, donde encontré a un grupo de jóvenes concentrados en afinar detalles para salir al aire enlazados —desde la cordillera Central— con emisoras de Estados Unidos y Europa.
Vi a los paeces hablando por teléfono celular y planeando actividades con la ayuda de computadores portátiles. Hasta hace pocos años preferían comunicarse voz a voz y confiarles todas las actividades al lápiz, al papel y a la memoria profunda que heredaron de sus antepasados.
Me reencontré con el eterno optimista Ezequiel Vitonás, más gordo, con 50 años y todavía como una de las cabezas del Proyecto Nasa, que ya no debería llamarse proyecto porque es palpable. Lo acompañé durante un día de trabajo y puedo dar fe de que el sueño que Álvaro Ulcué Chocué es una realidad en expansión.
A diferencia de los encuentros anteriores, esta vez Ezequiel estaba dedicado al seguimiento de hechos cumplidos. Les dio total crédito a la visibilidad y al respeto que ganaron con el Premio Nacional de Paz: “Aparte de protegernos ayudó a incidir en nuestra gente para que creyera que podíamos consolidar el proyecto”.
Las amenazas de los violentos acechando. Para 32 líderes como él, la Organización de Estados Americanos reclamó medidas cautelares permanentes con el fin de que el Estado proteja su vida.
“No sé cómo no estamos muertos a pesar de tanta acción humanitaria que hemos hecho”, destacó al recordar las mingas comunitarias con las que se expulsó, una y otra vez, a guerrilleros, paramilitares y narcotraficantes de la región. También se les obligó a devolver secuestrados.
Él y su gente se sienten más protegidos, pero no menos vulnerables. Ya no dependen solamente del sonido de alerta de los cuernos ni del lenguaje de los tambores, sino de una red que incluye a la Cruz Roja y a organizaciones internacionales de derechos humanos que en cuestión de minutos ponen sobre aviso a las autoridades. Aunque el gobierno nacional les dio teléfonos celulares azules para que pidan auxilio a una línea de emergencia de la Policía, ellos prefieren sus radios y el apoyo inicial de entidades neutrales.
Ezequiel Vitonás insistió en que la seguridad es vital, pero no la única cara que identifica al Proyecto Nasa, pues su prioridad es el desarrollo integral de las 110 mil personas de 19 cabildos y ocho municipios que lo integran con el lema: “Gente consciente, educada, organizada y unida”.
La tierra, eterno problema
Para los nasa la recuperación de la tierra que les expropiaron los terratenientes es prioritaria. A pesar de que la Constitución de 1991 les devolvió ese derecho ancestral, el Gobierno todavía no les ha cumplido del todo.
Corría el mismo 1991 cuando ocurrió la matanza de El Nilo, en la que murieron 20 indígenas. El Estado colombiano fue condenado por esta masacre en la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Ordenó que los indígenas del norte del Cauca fueran indemnizados. Sin embargo, 19 años después siguen luchando para que cada gobierno de turno respete el cronograma de asignación de tierras.
El último incumplimiento fue en 2005 por parte del gobierno de Álvaro Uribe. Debía comprar 15.663 hectáreas para los nasas y les quedó debiendo 2.300. Lo que más indigna a los paeces es que el acta de compromiso fue firmada por el ex ministro del Interior y de Justicia Sabas Pretelt, durante un acto en la finca La Emperatriz, el lugar donde, según paramilitares, se planeó la masacre.
Ante la ineficacia política optaron por la vía judicial y le pidieron a la Fiscalía General de la Nación la expropiación del predio. Pero esto tampoco ha sido posible. Por eso, los nasa bajan en minga y cortan la caña que los terratenientes siembran en ese lugar que debería estar en sus manos. Ezequiel denuncia: “No nos han cumplido con las tierras ni con la indemnización plena para nuestro plan de vida y mucho menos con justicia, porque los acusados o no fueron condenados o se escaparon de la cárcel”.
El 8 de marzo de 2008, la entonces viceministra del Interior, María Isabel Nieto, estuvo en el corregimiento de Huellas y allí volvió a comprometerse como gobierno no sólo en materia de tierras, sino en mejorar la asistencia en salud, educación y producción económica. Tampoco cumplió. Así lo denuncia el Acuerdo de Cooperación 2008-2009 entre el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca (ACIN). Advierte: apenas el 40% de las tierras recibidas por los nasa entre 1991 y 2005 son aptas para la producción agrícola. El 60% restante son “áreas con fuertes pendientes, sitios sagrados y zonas erosionadas”.
Desarrollo integral
Con la tierra los nasa ponen en marcha su plan de vida con el precepto de “crecimiento en todas dimensiones de vida, siempre en equilibrio y respeto hacia la madre tierra”. Los proyectos se han multiplicado. Ahora están consolidados cinco más: Proyecto Global, en Jambaló; Unidad paz, en Miranda y Corinto; Proyecto Integral, en Caloto; Yaluch o hijo del agua, en Santander de Quilichao, y Satu Frinxi Kiwe, en Buenos Aires y Suárez.
Y cuando sus dirigentes no cumplen es el mismo pueblo el que los somete a juicio, les quita el poder y los fuetea delante de sus electores. No sólo las autoridades nacionales, sino en especial ellos están obligados a cumplir “las leyes del centro de la tierra”, dictadas a los caciques históricos nacidos del agua, como Juan Tama.
Sus parcelas tienen dos niveles de producción: uno familiar, para que en ninguna casa falte la comida, y otro agroindustrial, del que se benefician todos los miembros. El trabajo que en 2000 se concentraba en una gran finca en Toribío hoy se multiplicó a través de granjas integrales y proyectos asociativos, desde tiendas en veredas hasta empresas ganaderas y de producción de frutas y verduras.
Pasaron de una concepción campesina a una empresarial sin atentar contra los principios que rigen la convivencia y la supervivencia nasa. Me mostraron orgullosos, con razón, las truchas marca Juan Tama, los jugos Sifinze —que ellos llaman agüita refrescante—, los mármoles extraídos de las minas La Manuela, el yogur y el queso que producen en Lácteos San Luis. La autonomía alimentaria que a comienzos de los años 90 era casi una utopía.
Conmueve también asistir a una audiencia en la que se aprueba la gestión de un dirigente dándole un banano o se desaprueba con un limón o una naranja ácida. Los mayores —reconocidos por la Unesco como maestros de sabiduría— no miran a los inculpados sino al piso para percibir sus pulsaciones y la sinceridad de su defensa. Sólo entonces saben si debe ser castigado o refrescado con algunas de las plantas sagradas. Ezequiel destaca: “Esto no se encuentra en los libros, sólo se aprende aquí viviendo nuestras costumbres, conversando como nos gusta, viendo que un mundo en comunión de paz es posible”.
Le recuerdo que en 2001 el juez Baltasar Garzón se sumió en un profundo silencio, asombrado al ver la eficacia de los procesos orales de los nasa, comparados con los extensos sumarios que él manejaba. Quedó tan afectado que durante su segunda noche en Toribío se reunió en privado con los consejeros paeces para pedirles consejo: ¿debía continuar trabajando como juez o dedicarse a ayudar a los indígenas?
La decisión fue salomónica. Desde entonces no descuida sus obligaciones judiciales ni a los paeces, a quienes asesora en la Escuela de Derecho Propio que recoge la historia de la justicia indígena y de las injusticias de las que siguen siendo víctimas.