Y si Colombia valorara su mestizaje...
En la segunda parte de su ensayo, el escritor William Ospina aventura la visión de un desarrollo para Colombia que aproveche e integre la riqueza de ser uno de los países más mestizos del continente.
Como en la novela Luz de Agosto de Faulkner, el mestizo, que encarnaba la fusión de las razas enfrentadas, no obtuvo precisamente el favor de ambas sino que por el contrario despertaba el rechazo de unos y de otros; el símbolo del amor prohibido se convertía en objeto de todas las repulsiones.
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Como en la novela Luz de Agosto de Faulkner, el mestizo, que encarnaba la fusión de las razas enfrentadas, no obtuvo precisamente el favor de ambas sino que por el contrario despertaba el rechazo de unos y de otros; el símbolo del amor prohibido se convertía en objeto de todas las repulsiones.
Durante siglos el mestizaje, fruto de la momentánea confusión de los invasores y los invadidos, de víctimas y verdugos, era lo más difícil de asimilar. Las supuestas razas, que se refugiaban en la superstición de la pureza, veían en el mestizaje algo sucio, una profanación, la prueba de un contacto prohibido, y por lo tanto, como diría Nietzsche, un rebajamiento de su propio tipo.
Por eso se entiende que haya sido tan lento, tan demorado, el surgimiento del orgullo mestizo, la valoración de la riqueza de la complejidad, del privilegio de ser herederos de tradiciones distintas. Más fácil es tomar partido por uno de los componentes de esa mixtura: jugar a ser europeos o jugar a ser indios, y pretender impedir que ocurra lo que ya hace siglos ha ocurrido, salir a las playas en 1992 a decirle a Colón que no desembarque.
El principal temor que los mueve es que el mestizaje borre la originalidad y el valor de cada cultura que entra en el diálogo, pero la aparición de una música nueva, como el tango o el jazz, no tiene por qué borrar la fuerza y la integridad de las tradiciones que allí convergieron.
En Colombia la dificultad era extrema, porque en América hay países mayoritariamente blancos europeos como Estados Unidos, Canadá o Argentina, países mayoritariamente indígenas, como México o Bolivia, países mayoritariamente africanos o mulatos como Haití o Brasil. Colombia no tiene ese predominio de ninguno de sus componentes: es uno de los países más mestizos del continente, pero creció bajo el relato estrecho de ser una nación blanca, castiza, católica, de muebles vieneses y de humor británico, donde todo lo originario de la naturaleza americana carecía de estatuto poético, donde las cigüeñas y los camellos, los cipreses y los pinares eran dignos de la poesía, pero no las dantas ni los chigüiros, los gualandayes ni los sietecueros.
Y lo que se dio en la Independencia no fue la reivindicación de lo indígena, de lo africano, ni de lo americano, sino el europeísmo de la casta criolla, que ni siquiera se creía mestiza. Había que dejar de ser España, pero preferiblemente para ser Francia o Inglaterra, o en el caso del clero, una mera sucursal del Vaticano.
Ya en la Colonia vivíamos la espectralidad de no formar parte del cuerpo del imperio, de ser su periferia fantasmal. Llevábamos la lengua como un traje prestado, que se avergonzaba de nuestro cuerpo y servía menos para expresarnos que para ocultarnos. Podíamos tener la mayor variedad de aves del mundo, pero el pájaro de nuestras canciones era el ruiseñor, que aquí solo existía en el diccionario, y que nos parecía, como dijo después Borges, más afín al ángel que a la calandria. Ni los toches ni los sinsontes ni los barranqueros cabían del todo en los poemas. Y ya sabemos qué cara habían puesto en España cuando nuestros poetas se atrevieron a decir anaconda, chigüiro, jaguar, armadillo, lulo o guanábana. Tuvo que pasar mucho tiempo para que Barba Jacob pudiera decir: La piña y la guanábana aroman el camino/ Y un vino de palmeras aduerme el corazón.
La Independencia, lo sabemos muy bien, quedó en deuda con los pueblos indígenas y con los hijos de los africanos esclavizados. Pero también volvió a quedar en deuda con el territorio. No nos hizo americanos: pretendió solo hacernos hijos de la Revolución Francesa, como si se pudiera ser hijo de una revolución que no se ha vivido, hacernos hijos del mercantilismo inglés, hacernos más que nunca súbditos del papa, y rompió con los pocos sincretismos y las pocas ganancias de una sociedad de varios siglos.
Una vez más el pasado parecía proscrito, los símbolos eran borrados, una vez más habíamos roto el espejo. Ahora no solo había que odiar al mundo indígena, al mundo africano y a la naturaleza americana, sino que también había que odiar a España, a pesar de la lengua recibida y enriquecida, a pesar de las arquitecturas, a pesar de tantas costumbres, a pesar de los apellidos, de las leyendas, de las pasiones. Es asombroso cuán ausentes están de nuestra memoria los tres siglos de la Colonia.
Y así empezó ese tiempo extraño y convulso que fue el siglo XIX, en una república que no sabía ni cómo llamarse, ni cómo definirse, ni cómo organizarse; donde cada quien tenía una idea distinta del orden territorial, de la economía, de la cultura, y hasta los que se atrincheraban en las provincias fingían hacerlo en nombre de alguna verdad universal pero en realidad escondían un interés mezquino.
Después de unos días de visibilidad, por ser de los primeros luchadores contra el colonialismo, el mundo nos perdió de vista. Después de la estatura continental de Simón Bolívar, el propio libertador, a partir de su triunfo, empezó a estorbar por todas partes, pues solo lo quisieron mientras lo necesitaron, cuando era el símbolo indoblegable de la lucha contra España y el único capaz de articular un discurso en el que momentáneamente todos se reconocían. Claro que también él quedó en deuda con el mundo indígena, con los esclavizados, con el territorio, con el espíritu laico, con la civilidad, pero por lo menos supo mirar más lejos que sus generales, y creyó que podíamos ocupar un lugar singular en la historia.
Cuando ya cada quien vio posible armar su pequeña república, cada vez les resultaba más fastidioso aquel soñador de la unión continental, que algo entendía de la necesidad de una lectura más original del territorio y de una interlocución con el mundo marcada por la autenticidad y por el carácter. Había hablado con Humboldt, sabía que lo primero que alentó aquí el sueño de la independencia fue la voz de las flores, el grito de las selvas, el iris diciéndole cosas proféticas sobre la cima del Chimborazo.
Lo primero que tenía que hacer la Independencia era escuchar la voz del territorio, de los suelos, los climas, las aguas, las montañas, las selvas, y a partir de esa afirmación fundar una economía, construir un relato, dejar aflorar una cultura. Pero con más fuerza todavía que en la Colonia arreciaron las cartillas venidas de lejos, los catecismos, los manuales, así como empezaron a necesitarse los empréstitos, que naturalmente empezaron a desaparecer en bolsillos privados.
Diálogo con nosotros mismos
Sobre todo nadie sintió que era verdad lo que decía Simón Rodríguez, que había que dialogar con nosotros mismos, que había que dejar hablar a los árboles y a los ríos, que el diálogo con el mundo exterior sólo podía darse desde un rostro preciso, desde un piso firme, desde una situación geográfica e histórica.
Mientras pretendiéramos ser franceses, o ingleses o italianos, o después incluso norteamericanos, seguiríamos siendo tan irrelevantes como cuando fingíamos ser españoles, con la gran diferencia de que por lo menos algo de España sí había en nosotros. Fue así como se obró la segunda herida, y así fue como la Independencia también quedó en deuda con la Ilustración, en la que se había inspirado.
Y lo que sigue es todavía más difícil de decir, porque las búsquedas del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX fueron muchas, y lo más probable es que hayan sido bienintencionadas, pero partían de esa herencia inauténtica y empobrecedora que fue el alimento de todas las discordias: la ceguera frente al territorio, la exclusión de nobles comunidades humanas, la falta de un relato que interpretara con grandeza nuestra complejidad.
Los protagonistas de aquella historia abnegada pero pequeña, pertinaz pero carente de humanidad profunda, se enfrascaban en debates que no siempre consultaron sus convicciones sino la conveniencia política de ser bandos enemigos, de jugar a ser contemporáneos y parecerse a los mundos ilustres, de beneficiar a unos grupos económicos o a otros. Así convirtieron en incesantes y feroces y sanguinarias guerras de aldea la oposición entre esclavistas y abolicionistas, entre centralistas y federalistas, entre proteccionistas y librecambistas, entre liberales y conservadores.
Un relato complejo de nuestra realidad habría permitido conjurar muchas de esas guerras. Los excluidos se convirtieron en carne de cañón de todas las carnicerías, las provincias apenas en escenario de conflictos, las ideas no en argumentos para el debate sino en combustible para las conflagraciones; y seguíamos viviendo la lengua como algo prestado, que no servía para unirnos sino apenas para enardecernos y descalificarnos recíprocamente.
Cada veinte o treinta años el país cambiaba de nombre, hasta que en 1886 empezó a llamarse República de Colombia, el nombre que todavía lleva y que al parecer nadie quiere ya cambiar. Una serie de aventuras científicas y artísticas en la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX nos llevaban por el camino de reconciliarnos con el territorio y de valorar su diversidad.
La comisión corográfica, coordinada por Manuel Ancízar, y su gran libro La peregrinación de Alpha; la expedición de Jorge Isaacs por el territorio y su novela María, que es el reconocimiento bello y sensible de una región del país; las colonizaciones campesinas y la formación de la zona cafetera; la expedición de Rafael Reyes; las expediciones de José Eustasio Rivera y su tremenda novela La Vorágine; la aventura verbal de reconocimiento de la sociedad antioqueña hecha por Tomás Carrasquilla; el original esfuerzo filosófico de Fernando González; el trazado de los ferrocarriles, la apertura de caminos, la aceptación de la vocación agraria del territorio; la llegada de los antropólogos Paul Rivet y Gerardo Reichel Dolmatoff y las exploraciones de Ernesto Guhl; la formación entrañable del país vallenato; los esfuerzos modernizadores en obras públicas, en el comercio, en la industria; la obra de Luis Carlos López, la obra de Aurelio Arturo, la obra de Álvaro Mutis; todo trabajaba para la construcción de ese relato nacional tan largamente aplazado, que por fin nos daría conciencia de nosotros mismos, el clima de entendimiento para las grandes tareas de la modernidad, la superación de las mezquinas guerras tribales, un rostro firme y sereno para hablar con el mundo.
El último coletazo de la antigua discordia iba ser la Guerra de los Mil Días, después de la cual el país desangrado vio cómo su conflicto interno lo debilitaba tanto que le impedía evitar el cercenamiento oprobioso del territorio mediante la secesión de Panamá, alentada por los Estados Unidos para hacerse al canal interoceánico del que ya hablaban a comienzos del siglo XIX Humboldt y Goethe.
México había hecho su reforma liberal en la segunda mitad del siglo XIX, Ecuador y Argentina en las primeras décadas del siglo XX, Colombia también se preparaba para su propia reforma liberal, que por fin pusiera en primer lugar de la agenda republicana la gente y sus riquezas humanas y culturales, el territorio, la memoria, la herencia indígena, el inmenso aporte africano, el valor de las comunidades inmigrantes, la diversidad regional, la exuberancia de la flora equinoccial que ya había estudiado temprano la Expedición Botánica de Mutis y que nos había susurrado desde sus flores el deber de la Independencia.
En 1930 se formuló el primer propósito en ese sentido: la llamada Revolución en marcha de Olaya Herrera y de López Pumarejo. El entusiasmo de los excluidos era inmenso, pero el temor de las viejas fuerzas, no solo de los terratenientes y del país clerical sino del viejo relato excluyente, discriminador, exotista, subordinado a las grandes metrópolis, el viejo poder de las castas que se habían beneficiado de la ausencia del pueblo y del territorio en la leyenda nacional, todo eso reaccionó con violencia. Los líderes liberales le bajaron el volumen a su proyecto, y a partir del gobierno de Eduardo Santos lo declararon en pausa eterna. Pero como la gran transformación era necesaria, Jorge Eliécer Gaitán encarnó de repente la esperanza de que ese relato largamente postergado surgiera.
Gaitán. No lo mató simplemente una persona: lo mató esa vieja idea de que el pueblo es un peligro para la república, esa idea de que la periferia es un peligro para el centro, los fantasmas de la conquista, el odio a los indios, el odio a los negros, el desprecio por el pueblo, esa vieja idea de la pureza, de la verdad obligatoria, la negación de la diversidad, la condena de la alegría. Todos los fantasmas acumulados durante siglos, todas las tareas no cumplidas reaccionaron entonces con locura y frustraron el sueño del relato liberador.
Pero aquella muerte se cumplió en un escenario donde estaban ocurriendo otras cosas. Acababa de terminar la Segunda guerra mundial, acababa de ser diseñado el nuevo orden de la posguerra, y en ese orden nuestro papel sería el de países subdesarrollados, es decir, que no podían trazarse un rumbo propio sino que tenían que asumir el de los países hegemónicos como el único rumbo posible, del que nuestro deber era apenas ser los tributarios.
Lo que llamamos desarrollo
¿A qué llamaron entonces desarrollo? A la destrucción de la sociedad campesina, a la urbanización creciente, a la transformación de las selvas y los ecosistemas en bodegas de recursos para la gran industria multinacional. En Bogotá se estaba fundando el nuevo orden panamericano, y Colombia era el país ideal para implantarlo, porque estábamos hechos a los manuales y a las cartillas que llegaban de afuera; no teníamos una dirigencia capaz de leer el país y de proponer un ordenamiento y una dinámica económica y social nacidos de su propio conocimiento.
No había un Benito Juárez, no había un Roca o un Irigoyen, no había un Eloy Alfaro. El sacrificio de Gaitán nos dejaba irremediablemente en manos de Ospina Pérez, de Laureano Gómez y de Alberto Lleras, para quienes la civilización era la iglesia católica, o la España franquista, o los Estados Unidos. Para quienes Colombia solo podía existir como obediente ejecutora de los modelos de desarrollo que nos dictaran las potencias mundiales.
No podía ser para bien. Lo primero que se permitió fue el exterminio de la población campesina y el sacrificio de la vocación agraria. Lo que siguió a las trompetas del desarrollo fue la violencia en los campos, estimulada por los partidos, que secretamente seguía la consigna de que las ciudades tenían que crecer. Y lo que siguió fue que en las ciudades no hubo industrialización, a pesar de toda la mano de obra que llegaba, porque no estaba en la cartilla del desarrollo que nos volviéramos sociedades industriales. No hubo proyectos agrarios para la población campesina.
Si no se sacrificó del todo la zona cafetera fue porque de eso vivíamos, aunque no respondiera de un modo ortodoxo a la nueva teoría del desarrollo. Esos cultivos familiares, refinados, artesanales, delicados, aún tenían su lugar en el mercado internacional: por lo pronto los tolerarían. No entendieron que era eso lo que había que replicar, aliar el conocimiento con las propiedades del territorio; pero el territorio no estaba en la agenda de nadie, salvo en los proyectos de saqueo de recursos naturales para la gran industria de las metrópolis.
Y así se consumó la tercera herida, la herida del desarrollo, que nos relegó durante décadas a un papel subalterno: el de países subdesarrollados, es decir, que estaban para siempre en la lista de aspirantes a ser Estados Unidos o Francia o Inglaterra, la más vieja vocación de nuestras élites, y que no podían siquiera soñar con un proyecto propio, que consultara su propio ser, para dialogar y negociar con el mundo. El haber cancelado la vocación agraria del país, y el cerrar la posibilidad de una vocación industrial, nos hizo más dependientes todavía de un mercado mundial al que teníamos que comprarle todo pero al que no podíamos ofrecerle casi nada, salvo el suelo desnudo.
Y fue eso lo que obligó a sectores emprendedores de las clases medias a optar por algo que cabe perfectamente en el gran modelo del capitalismo internacional: la economía clandestina, las industrias ilegales, la droga. Por esa grieta del capitalismo de las metrópolis que son los incontables consumidores de drogas, se infiltró la economía de rebusque que era la única que nos dejaban, y nuestros empresarios mafiosos demostraron que podían hacer ingresar al país un torrente de divisas, al precio de bañar en sangre el territorio, corromper la política, carcomer las instituciones y destruir los valores que quedaban del viejo e ingenuo mundo campesino.
Lo que nadie esperaba es que al cabo de medio siglo de teoría del desarrollo el modelo empezara a hacer agua de un modo tan alarmante como ocurre hoy, hasta el punto de que ya nadie piensa que el futuro sea de verdad la sociedad hirperurbanizada e hipertecnológica; que de verdad tenga algún futuro el mundo sin un nuevo pacto con la naturaleza, sin el retorno a unos mínimos valores de convivencia, sin un abandono del modelo industrial depredador que altera el clima, calienta el planeta, amenaza con un colapso inminente, llena las ciudades de males cada vez más insolubles, y por otra parte arrasa las selvas, envenena los ríos, destruye los páramos, altera las condiciones básicas de la vida, destruye el equilibrio natural del planeta y amenaza no solo a los humanos sino a la vida en su conjunto.
Todos los países están ahora releyendo su realidad, y preguntándose cómo vamos a construir un modelo nuevo, donde la economía no solo sea un factor de convivencia y de prosperidad, sino donde sea posible salvar el mundo y lograr que la civilización prevalezca.
Entonces nos volvemos a mirar lo que hemos sido y lo que somos, entonces comprendemos cuantas cosas valiosas hubo siempre en nuestro territorio y en nuestras culturas para enfrentar este momento crucial de la historia contemporánea. Todavía tenemos naturaleza, tenemos el privilegio de una inmensa fábrica de agua que debemos salvar, tenemos el tesoro de mitos milenarios y su diálogo profundo con la naturaleza, tenemos selvas que proteger, que son el pulmón de la tierra, la mitad de los páramos de este planeta, tesoros de la memoria que hay que rescatar, un relato pendiente que ya no solo podría salvarnos a nosotros sino que tendría mucho que enseñarle al mundo.
Esas son las razones por las cuales necesitamos con urgencia un nuevo relato nacional, en el que quepa nuestra increíble riqueza natural, el mayor banco de biodiversidad imaginable, donde quepa el poder filosófico y estético de los mitos naturales de los pueblos milenarios, donde quepa el largo aprendizaje de ese laboratorio de mestizajes y de sincretismos que fue nuestra Colonia, y el tesoro de búsquedas y hallazgos que los mejores colombianos han protagonizado durante siglos y que el orden mental imperante no supo escuchar ni aprovechar.
Es la hora de la memoria. Es la hora del territorio. Es la hora de los saberes mestizos. Es la hora de las grandes tareas éticas y estéticas. La hora de aliar el conocimiento con la imaginación. Ahora ya no pueden llegarnos cartillas de afuera, ni manuales, ni catecismos. Ahora los que tenemos que hablar somos nosotros.
Si se la perdió, aquí puede encontrar la primera parte de este ensayo: En busca de la Colombia perdida (1)