Cómo acompañé a morir dignamente a “Amoritos”
La Corte Constitucional tramita dos demandas por el derecho a morir dignamente, una de constitucionalidad y otra de tutela. Angélica Lopera es una periodista que, después de 25 años de matrimonio con el abogado Álvaro Mejía, lo acompañó en el camino a una muerte serena. Esta es su historia.
Angie y Álvaro se vieron por primera vez cuando ella tenía 18 años y él 44. Pasarían cuatro años antes del segundo encuentro, el definitivo. En noviembre de 1994, en una ceremonia romántica, él le propuso matrimonio: “Si le preguntaras a Álvaro sobre aquella noche, él te contaría: “y saqué de la nevera una champaña que tenía guardada para una ocasión especial y puse a Prince”, dice ella.
El 15 de diciembre de 1995 se casaron y vivieron juntos en una casona del Centro de Medellín hasta que la muerte los separó en octubre de 2020.
¿En qué momento Álvaro opta por la eutanasia?
Fue a finales de junio de 2020, después de leer este diagnóstico fatal: “Localizado en la cabeza pancreática se observa una lesión redondeada, hipodensa (…) Esta lesión mide 6,7 x 6,8 cm (…) Se sugiere realizar estudio histiológico. Múltiples nódulos pulmonares por enfermedad secundaria”.
¿Cuál fue tu reacción tan pronto él manifestó su decisión de morir?
Al día siguiente de que él se enterara, ambos estábamos en su oficina, y cuando yo estaba terminando de leer el e-mail donde le llegó el diagnóstico, se paró frente a mí y me dijo: “Mira, estuve leyendo anoche un rato largo sobre el cáncer de páncreas. Lo que tengo es muy grave. Yo me voy a morir. Quiero que me atiendan los médicos de la clínica de El Rosario de El Poblado, me voy a practicar la eutanasia y no quiero que nadie sepa”. Yo tenía los ojos inundados de lágrimas. Sin embargo, mi respuesta fue: “Lo que tú decidas Amoritos”. Frente a ese diagnóstico, pensé que tenía toda la razón porque se trataba de una enfermedad terminal. Al igual que él, no creo en Dios y estoy de acuerdo con la eutanasia cuando “vivir” la vida se vuelve un tormento. Como resultado de exámenes adicionales, los primeros días de julio el diagnóstico cambió, fue igual de mortal: “gran lesión focal hepática cuyas características sugieren un compromiso metastásico (…) No defino masas de origen pancreático (…) Múltiples nódulos pulmonares bilaterales no mayores de 1 cm”. El cáncer estaba en el hígado.
(Quizás quiera leer: La eutanasia va a otro “round” en la Corte Constitucional)
¿Cómo fue el procedimiento legal y médico?
Nos fue muy bien. Nunca se presentaron trabas. Gracias a un esfuerzo económico que hicimos durante muchos años, logramos conservar su póliza de salud de Sura. Álvaro también estaba afiliado a la EPS de Sura, la cual suministró los medicamentos, que, para el caso del cáncer, son muy costosos. Esto me hace pensar en las ventajas sociales que tiene nuestro sistema de salud. Resalto, además, el profesionalismo y trato humano del equipo médico, por ciento, conformado por gente muy joven, de la clínica El Rosario, del programa “Médico en casa” de Sura, el cual beneficia también a los usuarios de la EPS, y del equipo del Instituto Colombiano del Dolor, Incodol, que se encargó de la eutanasia. En cuanto a la parte legal, a través del Ministerio de Salud está regulado en Colombia el “Derecho a Morir Dignamente” si se cumplen dos condiciones: que el paciente padezca una enfermedad terminal y que su capacidad mental al momento de solicitar la muerte digna, que en términos más directos se llama eutanasia, esté intacta. Lo que sucede es que ese derecho lo conoce muy poca gente en el país. Incluso existe el Documento de Voluntad Anticipada que puede consultarse en la página de la EPS de Sura y en la de la Fundación Pro Derecho a Morir Dignamente.
¿Qué pasaría con Álvaro sino le practicaban la eutanasia?
Igual hubiera muerto. Quizás unas pocas semanas después o unos cuantos meses más tarde. ¡Pero cuánto hubiera sufrido! Los dolores del cáncer son insoportables. Además, es una enfermedad que literalmente consume el cuerpo. Esto le ocurrió a Álvaro en tan solo unos cinco meses desde la manifestación contundente de la enfermedad.
¿Cómo eran esas conversaciones en torno a la muerte una vez fijaron la fecha?
Muy francas, muy bellas. Este corto diálogo lo ilustra: -Amoritos, ¿entonces tú ya no vas a volver? -Yo me desaparezco. Además, me decía cosas como estas: “Vas a empezar una nueva vida, qué tan bueno”; “mi recuerdo cada vez será más borroso”; “tengo 74 años, ya viví y me gustó la vida”.
¿Álvaro dudó, recayó?
Jamás. Incluso nunca maldijo la vida por la enfermedad que le cayó encima. Pero con esta súplica al médico de Incodol activó la solicitud de la eutanasia: “doctor, yo me la paso todo el día en la cama, cinco minutos para un lado y cinco minutos para el otro, ustedes me tienen que ayudar (a morir)”.
¿A quiénes le comunicaron la decisión (amigos y familia)?
Álvaro decidió informarles a sus hermanos unos 25 días antes del día de la eutanasia. A mi mamá y a mis hermanos pude contarles el día anterior, es decir, a Álvaro le notificaron el viernes 16 de octubre de 2020 que el comité había aprobado el procedimiento y que podían practicarlo al día siguiente, el 17 de octubre. De tal forma que le dije a Álvaro: “Bueno, creo que ya es justo que en mi familia sepan”. Álvaro habló con mi mamá y en medio de la conversación le expresó: “¡Pasé el examen!”.
¿Cómo fue el acompañamiento psicológico que recibieron o buscaron en el proceso?
Fueron tales el estoicismo, la fortaleza y la seguridad de Álvaro en relación con la determinación que tomó, que la psiquiatra que lo evaluó con miras a la autorización de la eutanasia resaltó su lucidez mental. Por su parte, la médica que examinó su estado físico, le dijo: “Álvaro, yo te felicito porque tienes muy claro el sentido de la vida y a ella tienes incorporada la muerte, y es muy difícil encontrar a una persona que piense de esa manera”. Con esto quiero decir que no fue necesario ese acompañamiento sicológico para él y él, a su vez, fue mi acompañamiento sicológico porque me contagió su fortaleza. Pienso que por el gran amor que me tenía, fue que también decidió no mostrarse débil frente a la muerte. Creo que pensó que me hubiera hecho daño una actitud dubitativa o triste de su parte y no me hubiera permitido sortear de la mejor manera posible su enfermedad y su muerte. Una vez que le pregunté al respecto, me contestó: “Me da tristeza de ti, de la casa y de los amigos, pero ante un hecho ineluctable no puedo sentir tristeza, eso no va conmigo”. Una semana después de la muerte de Álvaro, debo decirlo, me llamó una sicóloga de Sura para preguntar por mi estado. Por supuesto, me dio una serie de recomendaciones para manejar mi duelo.
(También sobre este tema: Yolanda, el rostro de la lucha por morir dignamente)
¿Cómo fue el día de la muerte de Álvaro?
Se convirtió en una bellísima ceremonia: en nuestra casa, la misma de la que nunca salí después de que me reencontré con él a mis 22 años, hay un patio que él bautizó con el nombre del Salón Etílico, el lugar de las fiestas. Fue ahí donde decidió que le practicaran la eutanasia. Salimos de nuestra habitación a las 12 del día, él apoyado en mi brazo. Íbamos vestidos según lo habíamos planeado. Yo estaba de luto de pies a cabeza. Él calzaba unas pantuflas azules oscuras de estilo clásico que yo le había regalado. Le hacían juego con el pantalón de su pijama, que combinó con una camiseta blanca. La estatura de 1,78 mts, sumada a la extrema delgadez causada por la enfermedad, lo hacían ver muy estilizado. A la marcha hacia el Salón Etílico se empezaron a unir las 11 personas a quienes Álvaro me dijo que citara para que lo acompañaran en su hora final: sus hermanos, sus cuñados, su primo del alma con su pareja, su ahijada, mi mamá y mis hermanos. Antes de cruzar el umbral de la puerta del Salón Etílico, Álvaro me dijo: “saca una botella de Glenfiddich y sírveme un trago”. A renglón seguido añadió en voz alta para que oyeran los demás: “y quienes quieran un whisky, adelante”. Y yo agregué: “también hay aguardiente para los que quieran”. Nuestros acompañantes se encargaron de esa labor. Al entrar al Salón Etílico estaba esperando el personal de Incodol, conformado por tres mujeres muy jóvenes: una médica, una enfermera y una auxiliar de enfermería. Previamente, yo les había indicado dónde ubicarse con todos sus equipos. Álvaro se recostó en el sofá. Los demás lo rodeamos en una especie de medialuna. Yo me senté a su lado, y nos tomamos de la mano. Hubo una tertulia corta, muy agradable entre él y uno de sus hermanos. Los demás escuchamos. En la mesa de centro, al lado del florero con los claveles que le había encargado por ser su flor preferida, reposaban varias copias del poema póstumo que me dictó esa mañana. Se incorporó para leerlo con entusiasmo a pesar de la debilidad de su voz, que se alcanzó a quebrar con este verso: “… cuando llegó el final, abracé en silencio a mi esposa …”. “Aplausos”, dijo cuando terminó de leer el poema. Le pasé el vaso con el whisky. Bebió un sorbito. “Salud”, dijeron todos. Volvió a recostarse en el sofá y yo lo hice sobre sus piernas. La doctora se acercó con sus ayudantes. Tomé la mano de Álvaro y la otra la puse sobre su vientre porque quería sentir hasta la última palpitación de su corazón. Estirado, ya en posición y listo para morir, me dirigió a mí la última mirada. Le correspondí de inmediato. A pesar de la rapidez, quizás para no permitirse llorar en un momento en que no debía hacerlo, su mirada fue muy profunda. En ella pude notar la tristeza y la impotencia que estaba sintiendo por tener que dejarme; me estaba diciendo algo así como: “adiós, amor mío, ante la muerte no puedo hacer nada”. Subió la mirada y la dejó perder en el techo. “Doctora, ¿cuánto se demora?”, preguntó enseguida. Ella le respondió: “segundos, 20…”. Y Álvaro empezó a contar: “uno, dos, tres, cuatro… siete… diez… trece, catorce, quiiiiinceeeee… ¡mentiras!”. Todos le reprocharon con cariño la chanza de “último minuto” haciéndose el muerto, pero en el segundo 16 el silencio inundó el salón: la sedación había hecho efecto. De mis ojos empezaron a brotar lágrimas mientras posaban la mirada en las jeringas y los líquidos que le inyectaban a través del catéter. Sentí que a las 12:30 del día el abdomen dejó de subir y bajar. Sin embargo, la médica le indicó minutos después a la auxiliar: “12 y 36”. Es la hora que efectivamente aparece en el certificado de defunción. Fue un procedimiento que duró unos ocho minutos, no sé… Fue breve, aunque, claro, de una enorme dimensión. Todos experimentamos, aparte de la profunda tristeza por la muerte de Álvaro, una gran admiración por su inteligencia y coraje. Su serenidad para enfrentar el momento más trascendental de la existencia nos dejó con la boca abierta.
¿Si les hubieran negado la solicitud, te hubieras atrevido a hacerlo por tus propios medios o apelando a médicos?
No la hubieran negado en este caso. Álvaro estaba muy enfermo, en sus cabales y muy convencido de su decisión. Pero respondo la pregunta: ¿lo hubiera hecho por mis propios medios? Es difícil saberlo, hay cosas que solo se deciden en el momento en que se están viviendo.
¿Te has arrepentido de haber ayudado a morir al ser que más amabas?
Fue un acto de amor.
Hoy está la posibilidad de que se abra la eutanasia para pacientes que no sean terminales... ¿estás de acuerdo con eso?
Claro, no solamente la vida puede convertirse en un infierno a causa de una enfermedad terminal.
¿Qué corregirías del proceso?
Debe haber una campaña pedagógica gubernamental fuerte y consistente en el tiempo sobre la eutanasia porque la mayoría de la gente no sabe que tiene acceso a este derecho y en qué consiste. La labor de los medios de comunicación es un apoyo importante en esa ruta. En nuestro caso particular, fue una experiencia que, aunque emocional y físicamente muy dura, fluyó. Además, le permitió a Álvaro descansar con ayuda médica. Eso es una suerte porque el especialista te aplica una inyección que te seda en segundos, otras dos inyecciones con el analgésico para que no haya dolor y al final viene la inyección definitiva, la que frena el corazón sin que se presente sufrimiento. O sea que, literalmente, te quedas dormido para siempre. Es muy hermoso porque la muerte como tal sucede en un estado de total “placidez”. Ahí es cuando también la medicina cumple una función humanitaria de grandes proporciones.
Angie y Álvaro se vieron por primera vez cuando ella tenía 18 años y él 44. Pasarían cuatro años antes del segundo encuentro, el definitivo. En noviembre de 1994, en una ceremonia romántica, él le propuso matrimonio: “Si le preguntaras a Álvaro sobre aquella noche, él te contaría: “y saqué de la nevera una champaña que tenía guardada para una ocasión especial y puse a Prince”, dice ella.
El 15 de diciembre de 1995 se casaron y vivieron juntos en una casona del Centro de Medellín hasta que la muerte los separó en octubre de 2020.
¿En qué momento Álvaro opta por la eutanasia?
Fue a finales de junio de 2020, después de leer este diagnóstico fatal: “Localizado en la cabeza pancreática se observa una lesión redondeada, hipodensa (…) Esta lesión mide 6,7 x 6,8 cm (…) Se sugiere realizar estudio histiológico. Múltiples nódulos pulmonares por enfermedad secundaria”.
¿Cuál fue tu reacción tan pronto él manifestó su decisión de morir?
Al día siguiente de que él se enterara, ambos estábamos en su oficina, y cuando yo estaba terminando de leer el e-mail donde le llegó el diagnóstico, se paró frente a mí y me dijo: “Mira, estuve leyendo anoche un rato largo sobre el cáncer de páncreas. Lo que tengo es muy grave. Yo me voy a morir. Quiero que me atiendan los médicos de la clínica de El Rosario de El Poblado, me voy a practicar la eutanasia y no quiero que nadie sepa”. Yo tenía los ojos inundados de lágrimas. Sin embargo, mi respuesta fue: “Lo que tú decidas Amoritos”. Frente a ese diagnóstico, pensé que tenía toda la razón porque se trataba de una enfermedad terminal. Al igual que él, no creo en Dios y estoy de acuerdo con la eutanasia cuando “vivir” la vida se vuelve un tormento. Como resultado de exámenes adicionales, los primeros días de julio el diagnóstico cambió, fue igual de mortal: “gran lesión focal hepática cuyas características sugieren un compromiso metastásico (…) No defino masas de origen pancreático (…) Múltiples nódulos pulmonares bilaterales no mayores de 1 cm”. El cáncer estaba en el hígado.
(Quizás quiera leer: La eutanasia va a otro “round” en la Corte Constitucional)
¿Cómo fue el procedimiento legal y médico?
Nos fue muy bien. Nunca se presentaron trabas. Gracias a un esfuerzo económico que hicimos durante muchos años, logramos conservar su póliza de salud de Sura. Álvaro también estaba afiliado a la EPS de Sura, la cual suministró los medicamentos, que, para el caso del cáncer, son muy costosos. Esto me hace pensar en las ventajas sociales que tiene nuestro sistema de salud. Resalto, además, el profesionalismo y trato humano del equipo médico, por ciento, conformado por gente muy joven, de la clínica El Rosario, del programa “Médico en casa” de Sura, el cual beneficia también a los usuarios de la EPS, y del equipo del Instituto Colombiano del Dolor, Incodol, que se encargó de la eutanasia. En cuanto a la parte legal, a través del Ministerio de Salud está regulado en Colombia el “Derecho a Morir Dignamente” si se cumplen dos condiciones: que el paciente padezca una enfermedad terminal y que su capacidad mental al momento de solicitar la muerte digna, que en términos más directos se llama eutanasia, esté intacta. Lo que sucede es que ese derecho lo conoce muy poca gente en el país. Incluso existe el Documento de Voluntad Anticipada que puede consultarse en la página de la EPS de Sura y en la de la Fundación Pro Derecho a Morir Dignamente.
¿Qué pasaría con Álvaro sino le practicaban la eutanasia?
Igual hubiera muerto. Quizás unas pocas semanas después o unos cuantos meses más tarde. ¡Pero cuánto hubiera sufrido! Los dolores del cáncer son insoportables. Además, es una enfermedad que literalmente consume el cuerpo. Esto le ocurrió a Álvaro en tan solo unos cinco meses desde la manifestación contundente de la enfermedad.
¿Cómo eran esas conversaciones en torno a la muerte una vez fijaron la fecha?
Muy francas, muy bellas. Este corto diálogo lo ilustra: -Amoritos, ¿entonces tú ya no vas a volver? -Yo me desaparezco. Además, me decía cosas como estas: “Vas a empezar una nueva vida, qué tan bueno”; “mi recuerdo cada vez será más borroso”; “tengo 74 años, ya viví y me gustó la vida”.
¿Álvaro dudó, recayó?
Jamás. Incluso nunca maldijo la vida por la enfermedad que le cayó encima. Pero con esta súplica al médico de Incodol activó la solicitud de la eutanasia: “doctor, yo me la paso todo el día en la cama, cinco minutos para un lado y cinco minutos para el otro, ustedes me tienen que ayudar (a morir)”.
¿A quiénes le comunicaron la decisión (amigos y familia)?
Álvaro decidió informarles a sus hermanos unos 25 días antes del día de la eutanasia. A mi mamá y a mis hermanos pude contarles el día anterior, es decir, a Álvaro le notificaron el viernes 16 de octubre de 2020 que el comité había aprobado el procedimiento y que podían practicarlo al día siguiente, el 17 de octubre. De tal forma que le dije a Álvaro: “Bueno, creo que ya es justo que en mi familia sepan”. Álvaro habló con mi mamá y en medio de la conversación le expresó: “¡Pasé el examen!”.
¿Cómo fue el acompañamiento psicológico que recibieron o buscaron en el proceso?
Fueron tales el estoicismo, la fortaleza y la seguridad de Álvaro en relación con la determinación que tomó, que la psiquiatra que lo evaluó con miras a la autorización de la eutanasia resaltó su lucidez mental. Por su parte, la médica que examinó su estado físico, le dijo: “Álvaro, yo te felicito porque tienes muy claro el sentido de la vida y a ella tienes incorporada la muerte, y es muy difícil encontrar a una persona que piense de esa manera”. Con esto quiero decir que no fue necesario ese acompañamiento sicológico para él y él, a su vez, fue mi acompañamiento sicológico porque me contagió su fortaleza. Pienso que por el gran amor que me tenía, fue que también decidió no mostrarse débil frente a la muerte. Creo que pensó que me hubiera hecho daño una actitud dubitativa o triste de su parte y no me hubiera permitido sortear de la mejor manera posible su enfermedad y su muerte. Una vez que le pregunté al respecto, me contestó: “Me da tristeza de ti, de la casa y de los amigos, pero ante un hecho ineluctable no puedo sentir tristeza, eso no va conmigo”. Una semana después de la muerte de Álvaro, debo decirlo, me llamó una sicóloga de Sura para preguntar por mi estado. Por supuesto, me dio una serie de recomendaciones para manejar mi duelo.
(También sobre este tema: Yolanda, el rostro de la lucha por morir dignamente)
¿Cómo fue el día de la muerte de Álvaro?
Se convirtió en una bellísima ceremonia: en nuestra casa, la misma de la que nunca salí después de que me reencontré con él a mis 22 años, hay un patio que él bautizó con el nombre del Salón Etílico, el lugar de las fiestas. Fue ahí donde decidió que le practicaran la eutanasia. Salimos de nuestra habitación a las 12 del día, él apoyado en mi brazo. Íbamos vestidos según lo habíamos planeado. Yo estaba de luto de pies a cabeza. Él calzaba unas pantuflas azules oscuras de estilo clásico que yo le había regalado. Le hacían juego con el pantalón de su pijama, que combinó con una camiseta blanca. La estatura de 1,78 mts, sumada a la extrema delgadez causada por la enfermedad, lo hacían ver muy estilizado. A la marcha hacia el Salón Etílico se empezaron a unir las 11 personas a quienes Álvaro me dijo que citara para que lo acompañaran en su hora final: sus hermanos, sus cuñados, su primo del alma con su pareja, su ahijada, mi mamá y mis hermanos. Antes de cruzar el umbral de la puerta del Salón Etílico, Álvaro me dijo: “saca una botella de Glenfiddich y sírveme un trago”. A renglón seguido añadió en voz alta para que oyeran los demás: “y quienes quieran un whisky, adelante”. Y yo agregué: “también hay aguardiente para los que quieran”. Nuestros acompañantes se encargaron de esa labor. Al entrar al Salón Etílico estaba esperando el personal de Incodol, conformado por tres mujeres muy jóvenes: una médica, una enfermera y una auxiliar de enfermería. Previamente, yo les había indicado dónde ubicarse con todos sus equipos. Álvaro se recostó en el sofá. Los demás lo rodeamos en una especie de medialuna. Yo me senté a su lado, y nos tomamos de la mano. Hubo una tertulia corta, muy agradable entre él y uno de sus hermanos. Los demás escuchamos. En la mesa de centro, al lado del florero con los claveles que le había encargado por ser su flor preferida, reposaban varias copias del poema póstumo que me dictó esa mañana. Se incorporó para leerlo con entusiasmo a pesar de la debilidad de su voz, que se alcanzó a quebrar con este verso: “… cuando llegó el final, abracé en silencio a mi esposa …”. “Aplausos”, dijo cuando terminó de leer el poema. Le pasé el vaso con el whisky. Bebió un sorbito. “Salud”, dijeron todos. Volvió a recostarse en el sofá y yo lo hice sobre sus piernas. La doctora se acercó con sus ayudantes. Tomé la mano de Álvaro y la otra la puse sobre su vientre porque quería sentir hasta la última palpitación de su corazón. Estirado, ya en posición y listo para morir, me dirigió a mí la última mirada. Le correspondí de inmediato. A pesar de la rapidez, quizás para no permitirse llorar en un momento en que no debía hacerlo, su mirada fue muy profunda. En ella pude notar la tristeza y la impotencia que estaba sintiendo por tener que dejarme; me estaba diciendo algo así como: “adiós, amor mío, ante la muerte no puedo hacer nada”. Subió la mirada y la dejó perder en el techo. “Doctora, ¿cuánto se demora?”, preguntó enseguida. Ella le respondió: “segundos, 20…”. Y Álvaro empezó a contar: “uno, dos, tres, cuatro… siete… diez… trece, catorce, quiiiiinceeeee… ¡mentiras!”. Todos le reprocharon con cariño la chanza de “último minuto” haciéndose el muerto, pero en el segundo 16 el silencio inundó el salón: la sedación había hecho efecto. De mis ojos empezaron a brotar lágrimas mientras posaban la mirada en las jeringas y los líquidos que le inyectaban a través del catéter. Sentí que a las 12:30 del día el abdomen dejó de subir y bajar. Sin embargo, la médica le indicó minutos después a la auxiliar: “12 y 36”. Es la hora que efectivamente aparece en el certificado de defunción. Fue un procedimiento que duró unos ocho minutos, no sé… Fue breve, aunque, claro, de una enorme dimensión. Todos experimentamos, aparte de la profunda tristeza por la muerte de Álvaro, una gran admiración por su inteligencia y coraje. Su serenidad para enfrentar el momento más trascendental de la existencia nos dejó con la boca abierta.
¿Si les hubieran negado la solicitud, te hubieras atrevido a hacerlo por tus propios medios o apelando a médicos?
No la hubieran negado en este caso. Álvaro estaba muy enfermo, en sus cabales y muy convencido de su decisión. Pero respondo la pregunta: ¿lo hubiera hecho por mis propios medios? Es difícil saberlo, hay cosas que solo se deciden en el momento en que se están viviendo.
¿Te has arrepentido de haber ayudado a morir al ser que más amabas?
Fue un acto de amor.
Hoy está la posibilidad de que se abra la eutanasia para pacientes que no sean terminales... ¿estás de acuerdo con eso?
Claro, no solamente la vida puede convertirse en un infierno a causa de una enfermedad terminal.
¿Qué corregirías del proceso?
Debe haber una campaña pedagógica gubernamental fuerte y consistente en el tiempo sobre la eutanasia porque la mayoría de la gente no sabe que tiene acceso a este derecho y en qué consiste. La labor de los medios de comunicación es un apoyo importante en esa ruta. En nuestro caso particular, fue una experiencia que, aunque emocional y físicamente muy dura, fluyó. Además, le permitió a Álvaro descansar con ayuda médica. Eso es una suerte porque el especialista te aplica una inyección que te seda en segundos, otras dos inyecciones con el analgésico para que no haya dolor y al final viene la inyección definitiva, la que frena el corazón sin que se presente sufrimiento. O sea que, literalmente, te quedas dormido para siempre. Es muy hermoso porque la muerte como tal sucede en un estado de total “placidez”. Ahí es cuando también la medicina cumple una función humanitaria de grandes proporciones.