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Hay personas que están presentes durante toda nuestra vida o, al menos, por un buen rato. Unos se vuelven grandes amigos, otros no tanto, con otros vivimos agarrados, a otros los admiramos profundamente, a otros nos los aguantamos, a otros les damos palo, de otros nos alejamos consciente o inconscientemente, a otros casi no los vemos, otros pasan desapercibidos (a veces, no nos fijamos bien) y otros, claro, son circunstanciales, aunque sean parte de nuestra historia. Pero hay otras que aparecen en el camino, aunque solo estén por un ratico, cruzándose en algún momento, a veces sorpresivamente, y que, como una supernova, llegan, impactan, explotan, contagian y, finalmente, se marchan para siempre, sin que lo esperemos. (Recomendamos: Una entrevista de Olga Behar a Jorge Lara Restrepo para El Espectador).
Esa es la sensación que deja en mí la temprana partida de Jorge Lara Restrepo, a quien conocí no hace tanto tiempo, tal vez hace dos años, y con quien hice una bacanísima y cercana amistad por cuenta de su generosidad, buena onda y, sobre todo, ganas de jugársela hasta el fondo por cambiar a su país —y al mundo— de una manera que me pareció siempre admirable. “¡Querido Petrit!”, me decía siempre que me encontraba, con una sonrisa sincera y una alegría genuina que no ocultaba muchas de sus luchas internas, que eran varias.
Con Jorge charlé intensamente, coincidí en muchos temas y supe admirar esa osadía que le llevaba a recorrer todo el país sin temores, miedos o recelos, conociendo a la gente, buscando darles alternativas para tener una vida digna, disfrutando del mundo de la calle, la selva, la montaña, la playa, el campo, los pueblos y las ciudades y, sobre todo, denunciando a muchos de esos poderosos que, sustentados en sus privilegios, pasan por encima de los derechos de los demás, sin cuestionamiento alguno o ruborizarse un poquito, como si todo lo terrible que hacen –por acción u omisión— fuera parte de su derecho divino sobre las personas y las cosas.
Total, Jorge les daba palo (un montón), pues andaba siempre jugándosela por sus convicciones sin importar de quién se tratara y nunca estaba quieto, pues andaba siempre en algún lugar del mundo por una de sus buenas causas. Es que un día podíamos saber de Jorge en el Cauca escoltando a una caravana de turistas extranjeros en el comienzo de la pandemia, otro lo veíamos en las playas de la Guajira grabando un documental con la población Wayúu, otro día andaba por los barrios populares de Medellín dando conferencias y apostando por los acuerdos de paz en todo contexto y territorio, otro lo observábamos jugándosela por denunciar a las empresas que contaminaban el agua en la sábana de Bogotá, otro estaba en París o en Londres grabando un material audiovisual y otro día estaba en una pequeña cabaña de alguna montaña editando, leyendo, escribiendo y botando corriente con gente de todo el universo (de verdad verdad).
En todo eso andaba él y todo eso era lo que representaba, pues, sin problema alguno, agarraba a María Natas, su perrita y arrancaba de madrugada en su camioneta para cualquier lugar, andando y andando, manejando, grabando, compartiendo con las personas que iba conociendo, ayudando a quien pudiera y, sobre todo, denunciando las profundas injusticias que se viven en esta tierra. Y con todo hacía ruido e incomodaba a algunos en sus redes sociales, documentales, entrevistas y, por supuesto, conversaciones con gente que, como yo, tuvo el privilegio de conocerlo y, en algún momento, compartir sus sueños, así fuera por un ratico.
Jorge era uno de los hijos de Rodrigo Lara Bonilla, el inmolado Ministro de Justicia cuyo asesinato en 1984 partió en dos la historia de Colombia, porque, de ahí en adelante, la guerra contra el narcotráfico se recrudeció convirtiéndose además en el chivo expiatorio para definir lo bueno y lo malo, lo bonito y lo feo, lo correcto y lo incorrecto. Jorge, por supuesto, se sentía muy orgulloso del legado de su padre, ya que este se la jugó a fondo, casi de manera suicida y con la ambigüedad de algunos de sus compañeros de gabinete (Presidente de la República incluido), contra la mafia en Colombia, pero ojo, no solo contra los que aparecían en los carteles de “Se Busca”, sino, sobre todo, contra los que están detrás y que muchas veces no se tocan, es decir, la clase política, algunos militares de alto rango, ciertos miembros del aparato judicial, no pocos empresarios y, por supuesto, los funcionarios que cohonestaban con cualquiera que les fuera de utilidad para defender por todos los medios un orden particular, así este fuera injusto, desigual, violento y sin espacio para oír nuevas voces y conocer otras visiones del mundo.
Así, Jorge me decía con orgullo que su padre buscó averiguar quiénes eran los que daban licencias de vuelo sospechosas (y ahí me miraba sabiendo de lo que estaba hablando), recibían a manos llenas dineros embolatados para sus campañas a todo nivel, eran las conexiones políticas y empresariales de los dueños de los grandes laboratorios, acallaban las voces disidentes y, por supuesto, no querían la paz –y la verdad— en este país porque –obvio— no les convenía. Por eso, vale decir, a Lara lo mataron y no solo a él, sino a muchos más (yo vi las agendas de Lara Bonilla que Jorge atesoraba y que, incluso 36 años después de su asesinato, podrían dar pistas sobre muchas cosas).
Jorge, obviamente, fue marcado por el asesinato de su padre, lo cual le dejó una tristeza imborrable en el alma que muchas veces afloraba, sin embargo, no capitalizó ese sentimiento de culpa que tiene el Estado y la sociedad (o, al menos, una parte de esta) buscando privilegios, abriéndose puertas, accediendo a altos cargos o agarrando votos a la lata. No. Por el contrario, anduvo siempre desde abajo, sobre el asfalto, sin ambigüedades y con la gente del común, buscando comprender las cosas para intentar cambiarlas, tal vez ingenuamente, pero con esa mirada que tienen los soñadores, esos que caminan y se la juegan generosamente por los demás sin esperar algo a cambio. Mejor dicho, Jorge era, en el buen sentido, un quijote; un luchador permanente, una fuerza de la naturaleza y una llama que se apagó muy pronto con sus deseos de hacer un mundo mejor, su búsqueda de nuevos caminos, la certeza de que la solidaridad es fundamental y el convencimiento de que denunciar a la injusticia es una misión en la vida.
Jorge Lara Restrepo, el cineasta, director de videos musicales, activista, amigo y compañero de causas nobles, el hombre solitario, pero con mucho afecto en el corazón, murió en París a sus 44 años y todavía no lo creo. Tal vez estaba enfermo, pero no lo sabíamos. O posiblemente tenía la certeza (o, al menos, la esperanza) de que le quedaban muchas más batallas por luchar, muchos otros caminos por recorrer y muchos más sueños por cumplir. Íbamos a vernos pronto, o ese era el plan, pues teníamos varios proyectos por sacar adelante, pero otra vez me di cuenta de que nada ni nadie es eterno, que no siempre habrá tiempo para todo lo que uno espera y que nuestra finitud es inevitable. Se quedaron pendientes, entre muchas otras cosas, un documental sobre su padre que ya estaba bien avanzado y otro sobre los páramos en Colombia donde denunciaba algunas políticas gubernamentales. Ojalá los podamos ver.
Me quedo con su grato recuerdo que me hace decir claramente que su vida valió mucho la pena, pues su ejemplo, así algunos jamás tengamos su misma osadía y valentía, nos hará caminar, al menos un poquito más lejos de lo que caminábamos antes. Y ojalá que su lucha continué, por lo menos por parte de quienes compartimos con él, lo conocimos y que, por eso mismo, lo extrañaremos por siempre.
¡Buen viaje al infinito, querido amigo!
* Petrit Baquero es historiador y politólogo. Autor de los libros El ABC de la Mafia. Radiografía del Cartel de Medellín (Planeta, 2012), Manual de Derechos Humanos y Paz (Cinep/PPP, 2015), La Nueva Guerra Verde (Planeta, 2017) y Memoria Institucional del FONCEP (Alcaldía de Bogotá, 2020).