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La selva tiene sus secretos. La migración transnacional también guarda los suyos. En la región del Darién, esos misterios se suman y crean una realidad que la mayoría de las personas en el mundo desconoce, determinada por el anhelo de una vida mejor, pero atravesada por el miedo, el dolor y la muerte. Quien viaja a ese espeso y pantanoso bosque tropical entre Colombia y Panamá, que interrumpe la carretera Panamericana, encuentra casi siempre un rosario de desdichas. (Recomendamos: El fenómeno detrás del caso de Necoclí).
Los pobladores que ven a los migrantes pasar a cada rato por esa región cuentan historias tremendas de cadáveres arrumados contra las rocas en una playa; de una mujer que murió de repente en medio del camino; de una muchacha violada por asaltantes, y hasta de una madre que se tiró al abismo cuando se dio cuenta de que el bebé que llevaba en los brazos ya no vivía.
Mientras la trocha se va abriendo entre los huracanes de mosquitos y el calor sofocante, la memoria va grabando un mensaje reiterado: todos los caminantes, antes de entregarse a vivir o morir en el Darién, reclaman la ausencia de una mirada humanitaria de los Estados colombiano y panameño. En 2019, pasaron por allí 2.318 personas de Camerún, 1.195 de India, 193 de la República Democrática del Congo, 703 de Bangladesh, 914 de Angola, 306 de Sri Lanka, 103 de Eritrea, 201 de Nepal, 150 de Pakistán, 173 de Ghana, 112 de Guinea, y 99 de Mauritania. (Más: La crisis migratoria de Necoclí en video).
Se trata de las 6.457 personas, africanas o asiáticas, que pidieron permisos oficiales para atravesar el territorio colombiano. Pero centenares más de esos migrantes extracontinentales atraviesan esa frontera hostil sin que ninguna autoridad los registre. En 2020, debido a la pandemia por el coronavirus, las restricciones mundiales a la movilidad y los cierres de fronteras, el flujo de migrantes fue mucho menor. Pero en 2021 retomó su ritmo y para marzo en Panamá calculaban que más de siete mil viajeros, incluidos los haitianos y cubanos, que son la mayoría, habían cruzado la peligrosa frontera del Darién.
En esa selva, hogar de comunidades indígenas de ambos países y uno de los lugares más biodiversos de la Tierra, también se cruzan las opacidades de la sociedad humana. Es una zona por donde las autoridades de ningún país se atreven a patrullar, porque los hombres armados dominan los pasos. “La última vez que anduve por esa trocha —dice monseñor Hugo Torres, obispo de la Diócesis de Apartadó, la ciudad más grande de esa región—, nos topamos con tres calaveras. Les dimos cristiana sepultura y oramos por sus almas. Solo eso pudimos hacer”. Torres también dice que esa ruta debería declararse camposanto.
Noches sin luna
Para acomodarse el pelo, una turista se mira en la pantalla de su teléfono celular. Después se limpia de la cara el exceso de protector solar, se quita la camiseta y se acomoda los senos para asegurarse de que el tatuaje en uno de ellos salte a la vista. Luego le da el aparato a una amiga y le pide que le tome unas fotos. “Amiguis, que no salgan las tiendas de campaña ni los negritos, pero sí el catamarán y las olas”, le advierte. Las amigas están en Necoclí, un puerto sobre el golfo de Urabá, al oriente de donde comienza el llamado Tapón del Darién, la selva húmeda tropical. (Le puede interesar: El fenómeno empieza por el sur del país. El drama en Nariño).
Van a tomar un bote que cruza las aguas del golfo y las lleva hasta Capurganá, un pueblo en la otra orilla, ya muy cerca a la frontera panameña. Al escuchar por el altavoz el llamado a embarcar, las tres jóvenes suspenden la sesión de fotos para publicar en Instagram, toman su morral y se ponen en la fila. Una vez en la taquilla, mientras paga los cien mil pesos (unos veintiocho dólares) que cuesta el trayecto en un yate cómodo y seguro hasta Capurganá, sin retirar la mirada del celular, la joven del tatuaje pregunta: “¿Esos migrantes viajan con nosotros?”. El funcionario mecánicamente responde que no, que cuando les den un permiso ellos viajarán de otra manera.
En las crisis migratorias de 2016 y 2018, las quejas de los turistas obligaron a las empresas de transporte marítimo de Turbo y Necoclí, los puertos principales de la zona, a trasladar a los migrantes en embarcaciones distintas. Un curtido capitán de panga, entrevistado en Necoclí para este reportaje, revela sus prejuicios: “Uno no sabe qué enfermedades traen. Algunos pueden ser portadores del virus del Ébola”. Luego añade que las personas suelen pagar por viajar tranquilas, “no para estar con migrantes”.
Los amaneceres son esplendorosos en este pueblo, uno de los once municipios que conforman la región del Urabá, en la costa caribeña de Antioquia, en Colombia. De sus setenta mil habitantes, muchos viven de la pesca o del turismo. Pero la región ha vivido durante décadas la violencia del conflicto armado interno colombiano y los golpes del narcotráfico. En la zona nació el Frente Élmer Cárdenas de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), el grupo armado paramilitar que rigió la vida de las personas en el Darién entre 1996 y 2006.
Hoy el Clan del Golfo, otro grupo armado ilegal dedicado principalmente al narcotráfico, ha tomado su lugar. Por los largos cierres de fronteras decretados en Panamá y Colombia durante la pandemia, en Necoclí quedaron varados miles de migrantes. Y por esos días de enero, cuando las jóvenes turistas se aprestaban a embarcarse, se veían decenas de carpas desparramadas en un espacio de escasos doscientos metros, a lado y lado del muelle.
Por tramos, se veía entre las carpas un fogón de leña comunitario. En esas tiendas de campaña multicolores, que aluden a las estéticas tradicionales africanas y caribeñas, había al menos mil ochocientos migrantes atrapados en enero de 2021, según las autoridades locales. Sin documentos y a miles de kilómetros de sus países, hombres, mujeres y niños en el campamento cargan una identidad ultrajada. Saben que lo que se aproxima, el paso por esa selva, por esos pantanos y por esas lomas, les traerá la libertad o la muerte. Andan sin un peso, pero no mendigan. Solo tienen esperanzas.
A las once de la noche del 3 de enero de 2020, uno de los autores de esta historia estaba en Necoclí y vio un bus blanco detenerse frente al puerto. José, un vendedor ambulante, fumaba mientras observaba la escena. La compuerta se abrió y descendió un grupo de migrantes de Bangladesh, Cuba, Haití y Nigeria. Algunos cargaban el equipaje en la espalda, unas mujeres llevaban a sus bebés en los brazos, y otros tripulantes, tras casi treinta horas de viaje desde Ipiales, una ciudad en la frontera con Ecuador, al extremo sur de Colombia, aprovechaban para darle una mirada al mar, que lucía negro en esa noche sin luna.
Germán Ceballos, el conductor del bus, contó que hacía ese mismo viaje varias veces al mes, por encargo de una agencia dedicada a trasladar migrantes desde el puente de Rumichaca, en Ecuador, hasta allí por mil doscientos kilómetros de carreteras no siempre en buen estado. Ceballos, un hombre de pocas palabras, no dio detalles sobre el dinero que recibía o sobre quiénes lo contrataron. Solo agregó que nunca había sabido muy bien qué sucedía con esas personas que traía después de que se bajaban del bus. Pocos minutos después, desapareció. Sentados en la baranda que separaba la vía de la playa, unos migrantes conversaban y miraban el oleaje. Iban a tener que pasar la noche ahí o, si tenían con qué pagar, dormir en alguno de los hospedajes que les abrían sus puertas.
Unos niños colombianos serpenteaban entre ellos y les ofrecían alojamiento barato. “¡Ocho dólares por persona!”. Lo decían primero en español y luego lo repetían en inglés. “Pobre gente”, decía José, el vendedor ambulante, mientras la colilla que había arrojado aún encendida a la arena se resistía a apagarse. Minutos después, estaba negociando con unos cubanos la venta de una carpa. Les ofreció también “repelente contra las culebras”. El líquido, según explicaba, debía rociarse todas las noches alrededor de la carpa. Solo así quedaría protegida para poder pasar la noche unos días más tarde en la selva. Las chaquetas gruesas que habían usado para resguardarse del frío en la cordillera de los Andes ya les empezaban a estorbar. En Necoclí, las noches son cálidas y los días, a veces sofocantes. Esa noche, los migrantes intentaban entonces ponerse cómodos, aclimatarse a un lugar del que no sabían casi nada y cuya lengua la mayoría de ellos no hablaba ni entendía.
Un año antes, cuando estos mismos reporteros vinieron a contar esta historia para un reportaje periodístico, no había tanta gente aglomerada. Entonces, los migrantes se quedaban apenas tres o cuatro días, y seguían su viaje. En este mismo lugar, vimos por esos días a Kamal Hossain, un hombre de Bangladesh que no hablaba español y cuyo inglés era difícil de entender por el fuerte acento de su propia lengua. Viajaba solo y no confiaba en nadie. Eso se lo había recomen[1]dado su hermano antes de despedirse y se lo repitieron los coyotes que lo habían llevado a la frontera entre Colombia y Ecuador.
Los zapatos de Kamal eran apropiados para caminar por una calle, pero no por la selva que lo esperaba. Allá, en el Darién, si tuvo suerte, debió de haber pasado cinco días. Ese día nos dijo que no sabía nada sobre lo que venía. “No sé muy bien qué me traerá el destino —decía—, pero debo seguir a los que me guían. Volver atrás no es una opción”. Descansaba bajo un árbol junto a la playa, recostado en un costal con sus pocas pertenencias. Nos dio su número de celular y nos mandó un mensaje de despedida por WhatsApp antes de penetrar en la selva. Nunca más supimos de él.
“Solo Alá sabrá”
Al terminar su salat matutino, Mohamed sacude la arena de un pequeño tapete, luego lo enrolla, envuelve en él su brújula y guarda todo cuidadosamente en una bolsa de lino. El tapete y la brújula son reliquias de su familia y su patria, las únicas que conserva. Prefiere no decir dónde nació, pero sí cuenta que es hijo de una de las cuatro esposas de un musulmán ortodoxo. Explica que tenía quince años cuando su padre descubrió que era homosexual y le dio un castigo brutal. Luego, una noche de 2007, sus hermanos fueron a buscarlo para matarlo. “Cuando mi padre descubrió mi condición —dice—, él ya tenía problemas de corazón. Pero tuvo una complicación y murió. Mi familia me acusa de haberle causado la muerte”.
Mohamed se pone de pie. Da unos pasos, se detiene y regresa. Habla un portuñol pausado, pero de repente sube el tono: “Mi familia no me acepta. Ellos dicen que, desde tiempos de nuestros ancestros hasta hoy, nadie ha hecho ese tipo de cosas, que soy el primero en hacerlo. Me siento mal porque mi familia debió entender que yo no quise ser ese tipo de persona. No entiendo cómo pretenden que cambie. Yo no lo elegí, yo nací así”. Esa noche de 2007, su madre lo ayudó a esconderse durante tres días en una de las plantaciones de marañón de su padre.
En la madrugada del cuarto día, ella le dio mil dólares, que le sirvieron para atravesar la República Democrática del Congo, Zambia y Mozambique, donde trabajó en una mina de rubí. Le pagaban el día con dos platos de avena o arroz, un poco de yogur y un catre para dormir. Un año soportó la esclavitud, luego huyó. Para llegar a Necoclí recorrió trece países, siempre con el temor de que su orientación sexual lo convirtiera nuevamente en blanco de violencia.
“Es que solo con un examen médico pueden descubrir qué soy —explica—. Solo Alá sabrá cuánto más me tocará andar para encontrar el lugar donde me acepten como soy, donde pueda ser yo mismo”. Ese día de enero de 2021, mientras conversa con uno de los autores de esta historia en Necoclí, Mohamed ya lleva treinta y cinco días varado en una de las carpas. Está a solas en la playa, sentado sobre un tronco arrojado por el mar y tiene la mirada clavada en el horizonte negro. Detrás de esa oscuridad, al otro lado del golfo de Urabá, está el Tapón del Darién.
En pocos minutos, un grupo grande de personas de su campamento intentará cruzar. Han hecho algún trato clandestino con los traficantes. Mohamed se reprocha por no estar ahí, pero pronto dice que desistió de unirse a ese grupo al recordar unas palabras de su madre: “Ya ha esperado lo más, espere lo menos”.
¡Naufragio!
En la fila había mujeres con niños pequeños en los brazos y hombres con pesadas bolsas negras a cuestas. Dos policías estaban absortos en sus celulares. Eso no cambió cuando el grupo de migrantes irregulares pasó junto a ellos. Apenas habían caminado treinta metros y ya las siluetas poco a poco se iban perdiendo en el manglar. Un viento bajó del Darién y produjo un fuerte oleaje. Las cuatro pequeñas pangas subían y bajaban sobre el agua. Del espeso manglar, protegidas por la oscuridad, salieron ocho sombras. “Necesito a los cuatro líderes”.
Uno de los autores de este relato le escuchó dar esa orden a uno de los hombres que aparecieron, que necesitaba poder negociar con ellos la tarifa del viaje clandestino. “La vuelta vale cuatrocientos dólares por persona”, dijo. Resignada, la gente se esculcó la ropa y entregó el dinero. Un joven que parecía ser el que mandaba les dio una palmada en la espalda como confirmación del recibo del pago y les ordenó subir a las embarcaciones. Luego guardó el dinero en un bolso negro que lleva terciado y partió en una moto. Sin salvavidas, los migrantes se amontonaron en los pequeños botes pesqueros.
Unas tablas cruzadas les servían de asiento a las embarazadas, mientras los demás se arremolinaban como podían a lado y lado de la quilla. Por fuerza de los remos, la panga se alejó. Después de un rato, se oyó el arranque del motor. A las 9:30 a. m. del día siguiente, el capitán de un catamarán lleno de turistas gritó: “¡¡Naufragio!!”, y viró bruscamente en dirección a unas difusas figuras que luchaban por mantenerse a flote en el movido mar de enero.
Rescataron a dieciséis migrantes, pero también el cadáver de una mujer embarazada y el de una niña de seis años. Entonces, se supo que en esas pangas originalmente habían salido sesenta y dos migrantes, incluidos los niños. Al hacer una multiplicación, es posible pensar que el jefe pudo haber guardado hasta veintiocho mil dólares en el bolso que llevaba esa noche. Al otro día, no obstante, su moto apareció tirada en la arena y la gente contó que se habían llevado al joven coyote en una camioneta. Poco después del naufragio, uno de los autores de este relato vio a un sobreviviente africano y a su hijo aferrados a una fosa en el cementerio de Capurganá. Se estaban despidiendo de la hija y hermana, de seis años.
* Compre el libro para leer la historia completa. Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. El proyecto “Migrantes de otro mundo” fue dirigido por la periodista colombiana María Teresa Ronderos.
* Autores de este reportaje: Juan Arturo Gómez nació en Medellín, pero desde hace treinta años vive en la región del Darién. Es corresponsal en Colombia del portal Diario de Cuba y ha sido colaborador de Semana, Universo Centro, De la Urbe y Pacifista. También ha sido productor local de documentales para ICU-Documentaries (Holanda), Vice News (Estados Unidos) y Arte (Francia y Alemania). Eduardo Contreras, también colombiano, es periodista y director de documentales. Ha recibido cuatro premios nacionales de periodismo Simón Bolívar en Colombia y fue nominado al premio Emmy en 2007. Cuando trabajó para esta historia, era director multimedia de Semana.