Providencia: isla chica, Caribe grande
Por décadas, la Veeduría Cívica de Old Providence ha trabajado para proteger del despojo al pueblo raizal de las islas de Providencia y Santa Catalina. A través de su labor buscan resguardar el idioma creole y las prácticas culturales tradicionales, la médula del vínculo isleño con su territorio.
Santiago Ardila (*)
Desde 2019 Providencia no celebraba un carnaval. Por eso, la penúltima semana de junio, la isla se entregó a una suerte de expectativa colectiva que por fin estalló el 22 de ese mes. “Carnaval” es solo una forma de referirse al Festival Folclórico Cultural y Deportivo Old Providence y Santa Catalina, la conmemoración oficial de la anexión de la isla a Colombia. Debido a la pandemia y al huracán Iota, los raizales llevaban años sin poder organizar esta enorme fiesta.
Aunque no hay registros de ningún tipo, la historia oficial cuenta que el 23 de junio de 1822 la isla se adhirió a la Constitución de Cúcuta. Es por esa falta de documentación que Josefina Huffington, presidenta del Movimiento de Veeduría Cívica de Old Providence, insiste en que no hay nada que celebrar en dicho carnaval, pues la anexión de la isla a Colombia solo ha traído incontables problemas.
Josefina es enfermera de profesión, pero una incisiva abogada de vocación: se sabe de memoria los artículos de la Constitución que protegen al pueblo raizal y siempre lleva a la conversación los procedimientos judiciales que por más de 40 años ha adelantado la Veeduría. Desde 1980, el movimiento que ella representa se ha enfrentado a innumerables intentos de despojo que diversas élites económicas y políticas han intentado ejercer sobre la isla, un paraíso terrenal ideal para los grandes proyectos turísticos.
Sobre esto han consistido la mayoría de luchas de la Veeduría, de evitar que a través de maromas burocráticas se apropien de la isla para hacer proyectos turísticos. Entre tantos litigios y pugnas, que evidencian la insistencia de las personas que quieren aprovecharse de la isla, Josefina recuerda que durante los años de la Constitución de 1991, la Veeduría impidió la construcción de 17 megaproyectos hoteleros, algo que parece un chiste de pésimo gusto cuando se habla de una isla de 17 kilómetros cuadrados. Desde que el padre Martín Taylor la fundó en 1980, la Veeduría ha tenido que enfrentar a los grandes poderes políticos y económicos, muchas veces representados en grandes cadenas hoteleras, políticos de alto nivel y, hasta no hace mucho, a la Armada Nacional. A pesar de que los logros han sido inmensos, las derrotas también han sido golpes dolorosos.
Providencia está lejos, muy lejos, de Colombia continental. Es el territorio habitado más septentrional del país, lo cual permite que sus aguas territoriales compartan fronteras con el resto del Caribe: Jamaica, Haití, República Dominicana, Honduras, Costa Rica y Nicaragua. Con este último el conflicto ha sido grande, pues el país centroamericano consideró hasta no hace mucho las islas como parte de su territorio; de ahí el fallo del Tribunal Internacional de La Haya de 2011 que obligó a Colombia a entregarle 75.000 kilómetros cuadrados de mar territorial.
El fallo significó una ruptura aún mayor de la identidad raizal, resquebrajada por la pugna entre dos países que se disputan el territorio. Josefina recuerda que el pueblo isleño no solo se asienta en San Andrés y Providencia, también hay raizales en Bluefields y en las Corn Islands, que están en suelo nicaragüense, pero cuya población habla el mismo tipo de creole: una mezcla de lenguas de África occidental, inglés y español. La decisión del Tribunal de La Haya no significó una mayor pérdida para Colombia, considera Josefina, si se le compara con el daño que se le hizo a la población raizal, que depende de la pesca en esas aguas. Incluso sabe que este escenario favorece al despojo que ciertas élites colombianas llevan intentando ejercer desde mediados del siglo XX, pues alimenta el discurso colonial, de propiedad colombiana, sobre las islas. Josefina repite como un mantra, “a (las élites de) Colombia no les interesa la gente raizal, solo el territorio”.
Después del huracán… ¿Viene la calma?
Ya han pasado casi tres años desde que el huracán Iota arrasó con las islas de Providencia y Santa Catalina. Aunque no se había visto algo de tal magnitud en tiempos recientes, el pueblo raizal siempre ha lidiado con estas tormentas. A pesar de que el inmenso arrecife de coral que compone la reserva de la biósfera del Seaflower hace que las olas del mar lleguen con una calma perezosa a sus costas, lo cierto es que Providencia está en una ruta usual de huracanes: antes de Iota pasaron Beta, en 2005; Joan, en 1988, y Hattie, en 1961. Así, una incontable suma de ciclones anotados desde hace tiempo. Por saber convivir con la fuerza del mar por siglos, los habitantes de la isla se salvaron el 19 de noviembre de 2020.
Providencia es una isla en donde hay pocas precipitaciones, así que antes del huracán cada casa contaba con una enorme cisterna para guardar agua lluvia que usaban mientras pasaba el verano. Al momento de un huracán, esas cisternas se podían desaguar y las personas podían usarlas como bunkers. Eso, sumado a que muchas casas contaban con zonas seguras, usualmente los baños, hizo que solo tres personas fallecieran en la noche de Iota. No obstante, cuando la reconstrucción inició en cabeza del Gobierno colombiano, las cisternas remanentes fueron destruidas y reemplazadas por tanques plásticos de 2.000 litros, insuficientes para guardar agua durante todo un verano e inservibles a la hora de resguardarse de futuras tormentas.
Lo irónico de esta situación es que el Gobierno no consultó a la comunidad a la hora de construir las casas, un derecho constitucional que tienen por ser minoría étnica, y apenas les preguntó a algunas personas en mesas informales para desconocer de todos modos las peticiones de la población. Ahora varias casas prefabricadas se están pudriendo y muchas otras no cuentan con la estructura necesaria para soportar siquiera tormentas leves. Por ello, con la asesoría de Dejusticia, la Veeduría interpuso una tutela que llegó a la Corte Constitucional. A través de la sentencia T-333, la Corte ordenó al Estado reparar los daños en los que había incurrido y, de manera novedosa, que la isla fuera reconstruida de tal forma que sus habitantes puedan adaptarse gradualmente al cambio climático.
Para Jade Lunazzi, quien hace parte del equipo jurídico de la Veeduría, esta sentencia marcó un hito en la jurisprudencia nacional y su implementación podría sentar un precedente en cómo el Estado puede proteger a las minorías étnicas del cambio climático. Resalta que “en Colombia nunca había existido una sentencia sobre huracanes” y que las directrices que da la Corte tienen en cuenta los cambios crecientes en el clima y la necesidad de que las poblaciones se adapten.
Caribe insular, Caribe grande
A pesar de las prevenciones que el carnaval pudiese generar en algunas personas, es verdad que su objetivo consiste en resaltar la cultura raizal. Las carrozas, la comida, la música, la danza, todo es una oportunidad para revivir la identidad étnica raizal. Por ello, Zully Archbold y Jennifer Archbold, quienes hacen parte de la Junta Directiva de la Veeduría, sugirieron visitar a algunas personas para entender el alcance del compromiso de esta organización.
En Santa Catalina vive Elvina Webster y está reconstruyendo su restaurante “Big Mamma”, en honor a una salsa secreta que prepara desde hace años. Para ella, el carnaval significa trabajar más de 15 horas al día: en su puesto vende albóndigas de caracol y pescado, piezas de pollo y cerdo fritos, papas rellenas y un sinnúmero de delicias locales. Cangrejo no había, porque es tiempo de veda y los isleños saben que deben proteger el equilibrio con la naturaleza. Hace poco estuvo en Trinidad y Tobago aprendiendo de resiliencia climática y se sorprendió al ver la increíble semejanza que tenían con un pueblo a miles de kilómetros de distancia, de otra isla del Caribe.
Muy cerca de ahí, en el sector de Santa Isabel, vive un carpintero retirado. Adolf Henry se jubiló hace años, pero al ver que los ingenieros y arquitectos de la reconstrucción no tenían en cuenta la arquitectura y necesidades raizales, decidió retomar su oficio. Él mismo escogió la madera que llegaba al puerto y recicló muchas tablas buenas para rehacer su hogar. Ahora, satisfecho, siente que la casa podrá durar 30 años sin necesidad de reparaciones. El tiempo libre lo dedica a preparar sus cotton boats y su cat boat —embarcaciones artesanales para realizar competencias deportivas— para las siguientes carreras. Son divertimentos raizales que invitan a la juventud a divertirse en el mar. Frente a su casa, de madera pintada con colores pastel, está la tarima del carnaval.
La música resuena sobre el terreno que alguna vez ocupó el Hotel Aury, una joya arquitectónica destruida por el huracán y desechada como basura por los agentes de la reconstrucción. Al final, eso era lo que Zully y Jennifer querían mostrar, que la Veeduría busca proteger la cultura ancestral y las prácticas tradicionales, una identidad en riesgo gracias al ejercicio colonial del Estado colombiano. Pero, también, que el pueblo raizal tiene un punto a favor, solo ellos saben cómo habitar la isla y protegerla de la depredación, mantener la armonía con todo el archipiélago y en el resto del Caribe insular. El trabajo de la Veeduría solo tiene sentido si la cultura raizal pervive; su lucha consiste en que las futuras generaciones conserven y repliquen los conocimientos autóctonos de personas como Miss Elvina y Mr. Adolf.
(*) Periodista de Dejusticia
Este artículo hace parte del especial #TejidoVivo, producto de una alianza periodística entre el centro de estudios Dejusticia y El Espectador.
Desde 2019 Providencia no celebraba un carnaval. Por eso, la penúltima semana de junio, la isla se entregó a una suerte de expectativa colectiva que por fin estalló el 22 de ese mes. “Carnaval” es solo una forma de referirse al Festival Folclórico Cultural y Deportivo Old Providence y Santa Catalina, la conmemoración oficial de la anexión de la isla a Colombia. Debido a la pandemia y al huracán Iota, los raizales llevaban años sin poder organizar esta enorme fiesta.
Aunque no hay registros de ningún tipo, la historia oficial cuenta que el 23 de junio de 1822 la isla se adhirió a la Constitución de Cúcuta. Es por esa falta de documentación que Josefina Huffington, presidenta del Movimiento de Veeduría Cívica de Old Providence, insiste en que no hay nada que celebrar en dicho carnaval, pues la anexión de la isla a Colombia solo ha traído incontables problemas.
Josefina es enfermera de profesión, pero una incisiva abogada de vocación: se sabe de memoria los artículos de la Constitución que protegen al pueblo raizal y siempre lleva a la conversación los procedimientos judiciales que por más de 40 años ha adelantado la Veeduría. Desde 1980, el movimiento que ella representa se ha enfrentado a innumerables intentos de despojo que diversas élites económicas y políticas han intentado ejercer sobre la isla, un paraíso terrenal ideal para los grandes proyectos turísticos.
Sobre esto han consistido la mayoría de luchas de la Veeduría, de evitar que a través de maromas burocráticas se apropien de la isla para hacer proyectos turísticos. Entre tantos litigios y pugnas, que evidencian la insistencia de las personas que quieren aprovecharse de la isla, Josefina recuerda que durante los años de la Constitución de 1991, la Veeduría impidió la construcción de 17 megaproyectos hoteleros, algo que parece un chiste de pésimo gusto cuando se habla de una isla de 17 kilómetros cuadrados. Desde que el padre Martín Taylor la fundó en 1980, la Veeduría ha tenido que enfrentar a los grandes poderes políticos y económicos, muchas veces representados en grandes cadenas hoteleras, políticos de alto nivel y, hasta no hace mucho, a la Armada Nacional. A pesar de que los logros han sido inmensos, las derrotas también han sido golpes dolorosos.
Providencia está lejos, muy lejos, de Colombia continental. Es el territorio habitado más septentrional del país, lo cual permite que sus aguas territoriales compartan fronteras con el resto del Caribe: Jamaica, Haití, República Dominicana, Honduras, Costa Rica y Nicaragua. Con este último el conflicto ha sido grande, pues el país centroamericano consideró hasta no hace mucho las islas como parte de su territorio; de ahí el fallo del Tribunal Internacional de La Haya de 2011 que obligó a Colombia a entregarle 75.000 kilómetros cuadrados de mar territorial.
El fallo significó una ruptura aún mayor de la identidad raizal, resquebrajada por la pugna entre dos países que se disputan el territorio. Josefina recuerda que el pueblo isleño no solo se asienta en San Andrés y Providencia, también hay raizales en Bluefields y en las Corn Islands, que están en suelo nicaragüense, pero cuya población habla el mismo tipo de creole: una mezcla de lenguas de África occidental, inglés y español. La decisión del Tribunal de La Haya no significó una mayor pérdida para Colombia, considera Josefina, si se le compara con el daño que se le hizo a la población raizal, que depende de la pesca en esas aguas. Incluso sabe que este escenario favorece al despojo que ciertas élites colombianas llevan intentando ejercer desde mediados del siglo XX, pues alimenta el discurso colonial, de propiedad colombiana, sobre las islas. Josefina repite como un mantra, “a (las élites de) Colombia no les interesa la gente raizal, solo el territorio”.
Después del huracán… ¿Viene la calma?
Ya han pasado casi tres años desde que el huracán Iota arrasó con las islas de Providencia y Santa Catalina. Aunque no se había visto algo de tal magnitud en tiempos recientes, el pueblo raizal siempre ha lidiado con estas tormentas. A pesar de que el inmenso arrecife de coral que compone la reserva de la biósfera del Seaflower hace que las olas del mar lleguen con una calma perezosa a sus costas, lo cierto es que Providencia está en una ruta usual de huracanes: antes de Iota pasaron Beta, en 2005; Joan, en 1988, y Hattie, en 1961. Así, una incontable suma de ciclones anotados desde hace tiempo. Por saber convivir con la fuerza del mar por siglos, los habitantes de la isla se salvaron el 19 de noviembre de 2020.
Providencia es una isla en donde hay pocas precipitaciones, así que antes del huracán cada casa contaba con una enorme cisterna para guardar agua lluvia que usaban mientras pasaba el verano. Al momento de un huracán, esas cisternas se podían desaguar y las personas podían usarlas como bunkers. Eso, sumado a que muchas casas contaban con zonas seguras, usualmente los baños, hizo que solo tres personas fallecieran en la noche de Iota. No obstante, cuando la reconstrucción inició en cabeza del Gobierno colombiano, las cisternas remanentes fueron destruidas y reemplazadas por tanques plásticos de 2.000 litros, insuficientes para guardar agua durante todo un verano e inservibles a la hora de resguardarse de futuras tormentas.
Lo irónico de esta situación es que el Gobierno no consultó a la comunidad a la hora de construir las casas, un derecho constitucional que tienen por ser minoría étnica, y apenas les preguntó a algunas personas en mesas informales para desconocer de todos modos las peticiones de la población. Ahora varias casas prefabricadas se están pudriendo y muchas otras no cuentan con la estructura necesaria para soportar siquiera tormentas leves. Por ello, con la asesoría de Dejusticia, la Veeduría interpuso una tutela que llegó a la Corte Constitucional. A través de la sentencia T-333, la Corte ordenó al Estado reparar los daños en los que había incurrido y, de manera novedosa, que la isla fuera reconstruida de tal forma que sus habitantes puedan adaptarse gradualmente al cambio climático.
Para Jade Lunazzi, quien hace parte del equipo jurídico de la Veeduría, esta sentencia marcó un hito en la jurisprudencia nacional y su implementación podría sentar un precedente en cómo el Estado puede proteger a las minorías étnicas del cambio climático. Resalta que “en Colombia nunca había existido una sentencia sobre huracanes” y que las directrices que da la Corte tienen en cuenta los cambios crecientes en el clima y la necesidad de que las poblaciones se adapten.
Caribe insular, Caribe grande
A pesar de las prevenciones que el carnaval pudiese generar en algunas personas, es verdad que su objetivo consiste en resaltar la cultura raizal. Las carrozas, la comida, la música, la danza, todo es una oportunidad para revivir la identidad étnica raizal. Por ello, Zully Archbold y Jennifer Archbold, quienes hacen parte de la Junta Directiva de la Veeduría, sugirieron visitar a algunas personas para entender el alcance del compromiso de esta organización.
En Santa Catalina vive Elvina Webster y está reconstruyendo su restaurante “Big Mamma”, en honor a una salsa secreta que prepara desde hace años. Para ella, el carnaval significa trabajar más de 15 horas al día: en su puesto vende albóndigas de caracol y pescado, piezas de pollo y cerdo fritos, papas rellenas y un sinnúmero de delicias locales. Cangrejo no había, porque es tiempo de veda y los isleños saben que deben proteger el equilibrio con la naturaleza. Hace poco estuvo en Trinidad y Tobago aprendiendo de resiliencia climática y se sorprendió al ver la increíble semejanza que tenían con un pueblo a miles de kilómetros de distancia, de otra isla del Caribe.
Muy cerca de ahí, en el sector de Santa Isabel, vive un carpintero retirado. Adolf Henry se jubiló hace años, pero al ver que los ingenieros y arquitectos de la reconstrucción no tenían en cuenta la arquitectura y necesidades raizales, decidió retomar su oficio. Él mismo escogió la madera que llegaba al puerto y recicló muchas tablas buenas para rehacer su hogar. Ahora, satisfecho, siente que la casa podrá durar 30 años sin necesidad de reparaciones. El tiempo libre lo dedica a preparar sus cotton boats y su cat boat —embarcaciones artesanales para realizar competencias deportivas— para las siguientes carreras. Son divertimentos raizales que invitan a la juventud a divertirse en el mar. Frente a su casa, de madera pintada con colores pastel, está la tarima del carnaval.
La música resuena sobre el terreno que alguna vez ocupó el Hotel Aury, una joya arquitectónica destruida por el huracán y desechada como basura por los agentes de la reconstrucción. Al final, eso era lo que Zully y Jennifer querían mostrar, que la Veeduría busca proteger la cultura ancestral y las prácticas tradicionales, una identidad en riesgo gracias al ejercicio colonial del Estado colombiano. Pero, también, que el pueblo raizal tiene un punto a favor, solo ellos saben cómo habitar la isla y protegerla de la depredación, mantener la armonía con todo el archipiélago y en el resto del Caribe insular. El trabajo de la Veeduría solo tiene sentido si la cultura raizal pervive; su lucha consiste en que las futuras generaciones conserven y repliquen los conocimientos autóctonos de personas como Miss Elvina y Mr. Adolf.
(*) Periodista de Dejusticia
Este artículo hace parte del especial #TejidoVivo, producto de una alianza periodística entre el centro de estudios Dejusticia y El Espectador.