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Salvar el territorio sagrado: la apuesta de Dwiarinmarku

La cosmovisión (forma de percibir sobre el territorio) de Dwiarinmarku Diomedes Izquierdo Mejía, el primer y único arqueólogo del pueblo arhuaco, quien busca tejer un diálogo entre la ciencia occidental y la arqueología indígena.

Ricardo Ávila Palacios
05 de abril de 2022 - 02:13 a. m.
Salvar el territorio sagrado: la apuesta de Dwiarinmarku
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Siendo niño, Diomedes Izquierdo miraba de reojo a sus antepasados. Cuando aprendió a escribir en la escuela intentó transcribir al papel, como tratando de preservar el esplendor de la civilización del pueblo arhuaco, las historias que le contaban sus padres y su abuela en torno a una fogata noche a noche.

El pueblo arhuaco o iku habita las cuencas altas de los ríos Aracataca, Fundación y Ariguaní, en la vertiente occidental de la Sierra Nevada de Santa Marta, en jurisdicción de los departamentos de Cesar, La Guajira y Magdalena, en una extensión territorial de 196.480 hectáreas, en donde viven cerca de 50.000 indígenas de esta etnia.

Izquierdo -cuyo nombre tradicional es Dwiarinmarku, que significa padre de la luz o de la claridad- es uno de ellos, pues nació en 1992 en Besameina, sector de Makogeka-Nabusimake.

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La Confederación Indígena Tayrona, según un documento de 2015, relata que la Sierra Nevada es concebida como un cuerpo humano: la cabeza son los picos nevados; el corazón, las lagunas de los páramos; los ríos y las quebradas, las venas y las arterias; las rocas, los huesos; las capas de tierra los músculos, y los árboles, palmas y pajonales, el cabello y las vellosidades del cuerpo. La nieve es el mundo de las almas y es masculino; el mar y las aguas son el principio femenino. Así, la filosofía común de la sierra se basa en la vida, cuya fertilidad esta expresada en el agua de las nieves, el mar, los ríos, las quebradas y las lluvias.

“Mis padres me hablaban en el idioma autóctono, que se le denomina ikun. En el transcurso de mi infancia fui comprendiendo los usos y las costumbres de la comunidad dentro del territorio ancestral del pueblo arhuaco. Se trata de una manera de entender la territorialidad desde los mandatos de nuestros padres espirituales y la Ley de Origen. Este conocimiento milenario lo fui adquiriendo desde mi padre, que es un mamo sabedor de las siete líneas del conocimiento. Así comprendí las dinámicas y el vínculo que las comunidades presentan con los elementos e integrantes culturales que hay en el territorio ancestral. Fue esa la base de formación que me indicó las rutas a seguir, y vivir el ser arhuaco en el lugar donde vivo”.

Dwiarinmarku explica así, en su tesis de grado con la que accedió al título de arqueólogo de la Universidad Externado, la educación que recibió en sus primeros años. Y comprendió la misión de su vida: “Proteger el territorio ancestral de la Sierra Nevada de Santa Marta, no solamente viéndolo como ‘Patrimonio Nacional’, sino comprendiéndolo desde la cosmovisión a través de las enseñanzas de los mamos, nuestros guías espirituales”.

¿Pero protegerlo contra quién o qué? Parte de la respuesta la hallamos dándole un vistazo al cerro El Alguacil o Inarwa (en lengua iku: padre de la semilla), ubicado en el sector del municipio Pueblo Bello (Cesar), territorio ancestral arhuaco de la Sierra Nevada de Santa Marta, que desde 1962 es ocupado por edificaciones militares, antenas, torres y subestaciones instaladas. El acceso al predio está limitado y los indígenas no pueden subir a Inarwa para efectuar sus ceremonias y ritos de pagamento, situación que afecta esta cultura.

“El cerro Inarwa lo vemos ajeno a nuestro territorio, porque las nuevas generaciones no hemos podido visitarlo para hacer la retribución espiritual”, precisa Dwiarinmarku, víctima de esa restricción que le impidió hacer allí un trabajo de campo en el que implementaría la arqueología indígena en su anteproyecto de tesis de grado.

Y esos obstáculos se presentan pese a que desde tiempos inmemorables el pueblo arhuaco ha habitado las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta, que en su cosmovisión es el corazón del mundo, y explican su presencia en esa zona geográfica del norte del país no como algo casual, sino como parte de la misión que les fue encomendada por la Madre en la “Ley de Origen”, que consiste en mantener el equilibrio de la naturaleza, de ahí la importancia de sus prácticas tradicionales, ceremonias y rituales.

En la Sentencia T-005 de 2016, la Corte Constitucional precisó que los límites del territorio ancestral arhuaco van más allá de los títulos de propiedad y de la delimitación efectuada por la nación al crear el resguardo indígena, porque sus fronteras están establecidas por la línea negra de delimitación periférica de los sitios sagrados, entendidas como un concepto colectivo de reivindicación territorial de los cuatro grupos indígenas que habitan la Sierra Nevada de Santa Marta (arhuacos, kogis, wiwas y kankuamos), que separa mundos culturales distintos, el de ellos y el del resto.

En el cerro El Alguacil los arhuacos tienen al padre Inarwa, que es el “gobierno de los alimentos”, a quien le deben la germinación de las semillas y la producción de los alimentos para la población de la Sierra Nevada, siendo necesaria la compensación a través de rituales, bailes y conversación directa con los padres y madres para obtener la correspondencia entre lo físico y lo espiritual. Es una forma de agradecer la preservación de la humanidad.

¿Arqueólogos o saqueadores?

Dwiarinmarku es un convencido de que en la arqueología encontrará una herramienta efectiva para la defensa del territorio arhuaco. “Mi recorrido por la vida académica me mostró que las voces de los llamados grupos minoritarios han sido invisibilizadas en el mundo occidental; hemos sido vistos como sociedades de laboratorio que deben ser investigadas, sin que se tengan en cuenta nuestros aportes desde la cosmovisión, cosmologías y cosmogonías”.

Un ejemplo de esto son las maneras en las que se ha hecho la arqueología en la Sierra Nevada, basadas primordialmente en el raciocinio occidental. “Esto ha dejado por fuera las consideraciones éticas sobre el territorio ancestral, que lamentablemente no ha sido siempre valorado ni protegido”, comentó Dwiarinmarku en su ceremonia de graduación.

En ese sentido, lamenta que la mayoría de investigadores de la Sierra Nevada, incluyendo a los arqueólogos de las décadas de los 70 y 80, se hayan llevado un sinnúmero de objetos de gran significado cultural en excavaciones hechas por los hermanos menores sin conciencia sobre el manejo del patrimonio ancestral y biocultural”. Y los hermanos menores (blancos) llegaron después de los hermanos mayores (mestizos), los primeros pobladores de la Sierra Nevada, encargados de cuidar y preservar el mundo.

Esa imagen no es una mera impresión. En el mundo cunden los casos de esta forma de control simbólico sobre el pasado al adueñarse de sitios arqueológicos importantes. Pero en 1875, según narra el antropólogo Niko Besneir en el libro Antropología del deporte, el arqueólogo Ernst Curtius se convirtió en una excepción al negociar con el gobierno griego que en la excavación de Olimpia, sitio de los Juegos Olímpicos de la antigüedad, todos los artefactos, excepto algunas réplicas seleccionadas, permanecerían en Grecia. Y lo hizo en una época en que millones de objetos se expatriaban a museos occidentales.

“Los mamos decían que los hermanos menores son curiosos, son coleccionistas, y ellos nos desordenan la casa (territorio). No ven que en ese territorio hay un orden regido por la “Ley de Origen”, que contempla que la vida es universal y única. Todas las especies animales, así como los vegetales, minerales y humanos proceden de un mismo origen y cada cosa en su lugar cumple una misión y al moverla o extraerla, sin necesidad, el lugar pierde sentido, y si se llevan a un museo los mamos dicen que no cumple ninguna función”, comenta.

Dwiarinmarku recuerda que cuando le anunció a su comunidad que estaba estudiando arqueología se asustaron, porque creían que “iba a saquear lo último que nos queda, pero dije que la arqueología tenía que entenderse como la principal portadora de conocimiento sobre el pasado”.

“Estaba en medio de dos mundos, porque tenía que convencer a mi comunidad como arqueólogo y también a la universidad con la nueva propuesta para hacer investigaciones y aportar información en el campo científico. Entonces, a mi gente comencé a decirle que la arqueología que planteo no es invasiva y que mi propuesta nos va a permitir tener herramientas para defender nuestro territorio como patrimonio ancestral”, dijo en entrevista para El Espectador, vía telefónica.

El estudio del pasado, para Dwiarinmarku, no solo tiene que hacerse por medio de la excavación. “Mis padres y abuelos hacen arqueología de una manera sabia, y propongo una arqueología sin excavar”.

En ese sentido, para que la vida sea posible, debe conservarse el orden de origen, “algo que los hermanos menores no entienden, porque siempre están pensando en el dinero y no en una vida a largo plazo, no piensan en sus generaciones. Nuestros territorios sagrados han sido saqueados y usados para hacer extracción minera y las multinacionales han arrasado con lo poco que nos queda”.

En ese escenario el pueblo arhuaco tiene clara una premisa: “El día que no aprendas a sembrar una gota de agua no serás parte de la naturaleza”.

“Nos estamos autodestruyendo por falta de conciencia, y tener ese conocimiento de la arqueología me brindará esa forma de mostrar el valor sobre el territorio para las comunidades que no lo reconocen. Ojalá ese conocimiento se pueda replicar no solo para los indígenas, sino que los hermanos menores puedan comprender esa forma de percibir el territorio. Si entre todos nos damos la mano, seguramente la historia del mundo cambiaría”, reflexiona Dwiarinmarku.

Y aclara que “la arqueología indígena incluye la arqueología tradicional o método científico occidental y las cosmovisiones de los pueblos originarios; lo aborigen y no aborigen; lo comunitario y lo académico. Lo pueden aplicar no solo los indígenas sino grupos que no sean indígenas”.

Por eso, gran parte de su apuesta como arqueólogo es generar un conocimiento híbrido que ayude a entender que en el planeta Tierra somos uno y nos regimos bajo unos principios que amerita atender acorde a esa naturaleza del ser indígena y del ser del hermano menor, teniendo claro ese respeto por nuestra Madre Tierra.

Será a través de este tejido entre el conocimiento occidental y el conocimiento milenario, como lo pretende Dwiarinmarku, que la arqueología indígena generará un diálogo con la ciencia occidental para valorar y reconocer el territorio como sujeto sagrado y evitar el exterminio del pueblo arhuaco. “Esa es la apuesta con los mamos y eso es lo que más me motiva y me mantiene orgulloso”.

El aporte de Dwiarinmarku

Carlos del Cairo, exdocente de la Universidad Externado y quien en su momento fue profesor de Dwiarinmarku, considera que lo interesante de su trabajo académico “es que pudo combinar las dos formas de pensamiento, las dos formas de aprender y de conocer las cosas: desde la arqueología tradicional que aprendió en la academia y él tener a capacidad de traducir esa información que aprendió en la universidad para aplicarla a su entorno con su sistema de pensamiento y su cosmogonía. Y eso es muy difícil, porque es dividirse en dos para comprender las facetas de su mundo”.

En ese sentido, relata Del Cairo, uno de los mayores aportes de Dwiarinmarku es el relacionado con estas formas de conocimiento que desde la arqueología tradicional no lo teníamos en cuenta, como el sistema de conocimiento de la cosmología y esa relación de cómo ver el pasado desde unas comunidades que tienen un sistema de conocimiento diferente al nuestro.

“Bogotá, una ciudad absorbente”

Dwiarinmarku Diomedes Izquierdo Mejía nos compartió las primeras experiencias que tuvo en las calles de Bogotá y se sorprendió por el vértigo de la ciudad.

“Mi primera impresión de Bogotá fue cuando salí al centro a comprar algunas cosas y vi que todo el mundo corría, y no entendía por qué. Dentro de las multitudes nadie conocía a nadie y pensé que uno siempre andaba solo y que al mismo tiempo era peligroso. Estaba acostumbrado a una vida tranquila, en una comunidad en la que no se maneja el tiempo, pero allá observé que todos miran sus teléfonos y relojes. Vi que era una ciudad absorbente que cansaba mucho.

Otra impresión fue cuando me hablaban de calles y direcciones, y no sabía nada de eso, porque en la sierra uno se ubica con las montañas, por la dirección del Sol, pero en Bogotá esa forma de ubicarse me pareció compleja”.

Ahora, Dwiarinmarku está sorprendido porque debido a que no fue becado los dos primeros semestres de la carrera, tiene una deuda con el Icetex por $6 millones y llegó a un compromiso de pago para graduarse. Durante su estadía en Bogotá, fueron poscas las veces que desayunó por falta de dinero.

Para sobrevivir recibió el apoyo de uno de sus hermanos, al tiempo que vendía mochilas arhuacas a $300.000. “A veces me decían que estaban muy caras, pero más que vender un objeto es lo que representa: el lenguaje de la Sierra Nevada de Santa Marta para visibilizar nuestra cultura ligada al conocimiento milenario”.

Es un eterno agradecido con su hermano mayor. “Él asumió el papel de segundo padre y me compartía su dinero. Le debo todo y me respaldó desde pequeño. Me acompañó en el grado a recibir el diploma”.

Ricardo Ávila Palacios

Por Ricardo Ávila Palacios

Periodista bogotano y abogado en uso de buen retiro. Creador de Tip Legal, con la pretensión de difundir pedagogía jurídica como una forma de servicio a la comunidad de lectores de El Espectador. Autor de los libros “Derecho a la información” (2005) y “La fabulosa historia del atletismo colombiano” (2019).@ricardoavilapalaciravila@elespectador.com

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