Wade Davis: coca, la hoja de los dioses
En esta serie de ensayos, el reconocido antropólogo y etnobotánico comparte su viaje a través de la historia de una planta con una larga tradición cultural, luego convertida en foco de controversias políticas y de la guerra antidrogas. Primera entrega.
Wade Davis * / Especial para El Espectador
Al caer la noche, el chamán encendió una antorcha empapada de resina, y un resplandor rojizo alumbró el círculo de pequeñas butacas, donde como todas las noches se habían reunido los hombres barasanas. Desde el otro extremo de la maloca, la casa comunal, provenía el murmullo de mujeres y niños preparándose para dormir. (Recomendamos: Entrevista con Wade Davis sobre su más reciente libro sobre el río Magdalena).
Un joven tocaba un instrumento hecho con la cabeza de un venado; otro soplaba suavemente una caracola, un sonido para despertar a los espíritus. A un costado un muchacho atizaba el fuego bajo una gran paila de barro, sobre la cual había puesto las hojas que habíamos cosechado durante el día. Removía la coca a un ritmo constante, cantando y murmurando. Su hermano barrió el piso de tierra y procedió a prenderle fuego a una gran pila de hojas de yarumo secas. Las llamas se alzaron por encima de su cabeza, se extinguieron enseguida y dejaron un montículo de ceniza blanca.
Se repartió el tabaco, un rapé poderoso que ponía la cabeza a dar vueltas y hacía que las yemas de los dedos comenzaran a sudar. Cuando las hojas de coca estuvieron ligeramente tostadas y quebradizas, los hermanos metieron varios puñados en la boca de un mortero de madera grande y, por turnos, comenzaron a molerlas con un mazo largo. Era una labor ardua y constante, y el sudor no tardó en correr por sus frentes. En cuanto la coca había sido reducida a un polvo verde brillante, vertieron el contenido del mortero en una totuma grande y lo mezclaron con un poco de ceniza, más o menos un puñado por cada dos puños de coca.
El color adquirió un tono verde grisáceo e intenso. El siguiente paso implicaba envolver el polvo en fibra de palma, atar aquel envuelto a un palo y sacudir su contenido vigorosamente dentro de una vasija cubierta. A medida que pequeñas nubes de polvo verde llenaban el aire, uno de los hombres me preguntó si ya había probado el mambe. En ese entonces solo estaba familiarizado con la coca del altiplano andino, donde las hojas se mastican enteras, añadiéndole un alcalino a la mascada. Mi nuevo amigo se estremeció de solo pensarlo.
“Qué barbaridad”, dijo. Me pasó la totuma. Seguí sus indicaciones y coloqué una cucharada grande del polvo delicadamente sobre mi lengua. En pocos segundos comencé a toser y grandes bocanadas de humo verde salieron expulsadas de mi boca y mi nariz. Los barasanas estallaron en carcajadas. No hables, me dijeron, solamente espera y deja que el mambe se condense.
Traté de nuevo, y pronto pude sentir cómo la coca se deslizaba por mi garganta. El sabor era ahumado y delicioso. En pocos minutos el interior de mi cachete estaba ligeramente adormecido y un leve sentimiento de bienestar se había extendido por todo mi cuerpo. Fue una sensación sutil que duró hasta bien entrada la noche, aun mientras los hombres hablaban de la travesía primordial de los Ayawas, los truenos, los cuatro héroes culturales que trajeron el orden y la armonía al mundo, junto con los obsequios de la Anaconda, las plantas sagradas: el tabaco, el yagé y la coca.
A la mañana siguiente partimos temprano por el bosque. Fortalecido por una buena porción de mambe, me movía por un terreno accidentado sin ningún esfuerzo y, por primera vez, sintiéndome realmente ajeno al calor tropical. De manera célebre, el legendario explorador botánico Richard Evans Schultes, mi profesor en Harvard, recurrió a la coca cada día durante sus 12 años en el Amazonas, desde 1941. No era de extrañar.
Me sonreí al recordar la manera en que, como un sommeliere recomienda una cosecha favorita, me había urgido a que buscara el mambe de los tanimukas, una receta exquisita, me aseguraba, enriquecida con la resina aromática de un árbol forestal poco común. Schultes una vez sacó una lata de mambe en una fiesta de alta sociedad en Bogotá. De manera comedida, le explicó a cualquiera que estuviera dispuesto a oírlo que la ceniza predilecta provenía de las grandes hojas palmeadas de la Cecropia sciadophylla, y no del follaje claramente inferior de la Cecropia peltata. Por supuesto, tenía del bueno.
* * *
En octubre 31 de 2020, WPVI Action News, una filial de ABC en Filadelfia, abrió su reporte de la tarde con un informe sensacionalista sobre una extraña redada antidrogas en el aeropuerto internacional de Filadelfia. Unos agentes de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos (CBP) habían incautado más de 12 libras de algo descrito como “cocaína verde”, junto con una misteriosa “sustancia alquitranosa” que había dado positivo para nicotina. El polvo había dado positivo para cocaína.
De acuerdo con las autoridades, el color verde pretendía camuflar la droga, la cual, mediante un proceso químico que implicaba el uso de gasolina, amoníaco y otros químicos, podía volverse blanca; es decir, que cada gramo de ella no era más que la cocaína de siempre, teñida de otro color. “Esta incautación”, reportó Casey Durst, director de la sucursal de Baltimore de la CBP, “ilustra perfectamente la manera en que los agentes de Aduanas y Protección Fronteriza utilizan un instinto agudo y un análisis científico profesional para interceptar las peligrosas drogas que se introducen ilegalmente en nuestras comunidades”.
En Cincinnati, el director del puerto de entrada, Richard Gillespie, elogió a aquellos que lograron “mantener este peligroso polvo verde fuera de nuestros vecindarios”. Bajo la pose justiciera, sin embargo, había una farsa digna de Moliere. Conocía bien la fuente de la nicotina reportada en el operativo. Se trataba del ambil, una pasta nativa con una concentración muy alta de tabaco, una droga adictiva y potencialmente letal que, al fumarse, es responsable de la muerte de unos 4.800 estadounidenses cada año.
Siendo legal el tabaco, esta sustancia no era motivo de preocupación para los agentes de aduanas. El polvo verde en cuestión era mambe. Ya desde 1957, Schultes había reportado su uso como un estimulante suave y un componente esencial del régimen nutricional de los pueblos del noroeste del Amazonas. Su consumo diario satisfacía con creces la ingesta diaria recomendada de calcio, hierro, fósforo, vitamina A y riboflavina.
Preparado a partir de una variedad de coca amazónica con una concentración notablemente baja del alcaloide, menos del 0,5 % de su peso seco, el mambe es tanto un alimento como un estimulante, tan inocuo como una taza de café o de té negro, y mucho mejor para la salud. Los reportes de noticias de WPVI señalaron que la “cocaína verde” había sido enviada a laboratorios en Savannah y Newark para ser analizada. Lo que no reportaron fueron los resultados concretos de aquellas pruebas: cantidades triviales de cocaína equivalentes a las concentraciones de cafeína en un grano de café.
Si cualquiera hubiera tratado de inhalar el polvo, simplemente se habría atascado las fosas nasales de la manera más desagradable con una sustancia de la misma consistencia del talco; el mambe siempre se consume oralmente. Sugerir que los contrabandistas podrían importar mambe para extraerle la cocaína, incluso asumir que esto era posible pese a las grandes cantidades de ceniza en la mezcla, tiene tanto sentido como sugerir que alguien podría importar Don Perignon para obtener extractos puros de alcohol etílico mediante su procesamiento químico.
Como la champaña, el mambe es un artículo especial, hecho a pequeña escala por individuos capacitados, es el resultado de un proceso arduo y minucioso que arroja un producto natural único y altamente cotizado. Los carteles de droga que han importado toneladas de cocaína a Estados Unidos de manera exitosa durante casi 50 años no están ansiosos por perder el tiempo con él.
Lo que ocurrió en el aeropuerto de Filadelfia fue un operativo antidrogas que equivaldría a Eliot Ness confundiendo una camionada de papas con el vodka mismo y confiscando todo y camión por violar la ley Volstead. Una cosa es percatarse con remordimiento de que, después de 50 años de guerra contra las drogas, hay más personas en más lugares consumiendo peores drogas de peores maneras que nunca antes. Otra muy distinta es reconocer que tras haber invertido miles de millones de dólares al año en esta cruzada sin sentido -un billón en total- nuestra vanguardia de defensores todavía no entiende la diferencia entre un alcaloide puro, extraído a modo de droga por primera vez en 1860, y la coca, una planta benigna y altamente nutritiva, venerada hoy por millones de indígenas y celebrada hace siglos por las civilizaciones antiguas de Suramérica como la hoja sagrada de la inmortalidad.
Historia de los estimulantes
Las drogas nuevas tienden a alterar el orden social. La Revolución Francesa fue provocada, al menos en parte, por la cafeína. Durante generaciones, había sido imposible beber agua en cualquier ciudad europea por temor a sucumbir a una enfermedad, cólera y disentería en particular. La gente saciaba su sed con alcohol: ginebra, ron, whisky, vino, cerveza y aguamiel. El continente entero vivía ligeramente alicorado, lo cual estaba bien siempre y cuando las principales actividades económicas siguieran siendo la agricultura y la manufactura artesanal.
Entonces, en el transcurso de varias décadas, aparecieron tres tesoros botánicos, todos ellos estimulantes del sistema nervioso: té de India y China, chocolate de Guatemala y café de Abisinia por vía de Brasil y las tierras tropicales del Nuevo Mundo. Todos debían prepararse con agua hirviendo, lo cual mataba los patógenos y la hacía potable. Como cada uno era una mercancía muy cotizada, especialmente durante los primeros años del comercio, su venta se concentraba en tiendas que, con el tiempo, se convirtieron en centros de intrigas intelectuales y políticas, atrayendo a figuras como Voltaire, Rousseau, Isaac Newton y Christopher Wren.
En vez de perder el tiempo en la taberna local con el ceño inclinado sobre una cerveza, aquellos que acudían a estos nuevos establecimientos se engancharon a la cafeína y no podían parar de hablar. Los escritos de Alexander Pope, Samuel Pepys y Jonathan Swift están notablemente imbuidos por la droga. Los cafés de Londres y Oxford comenzaron a denominarse como “universidades del penique”, una referencia al precio de admisión y la presencia de las mentes más brillantes de la época que allí sostenían debates y discusiones abiertas.
Los de París sirvieron como fuentes de revolución cuando hombres igual de conversadores notaron que el Palacio de Versalles era un poco más grande que sus humildes viviendas. El llamado a las armas que condujo a la toma de la Bastilla se originó en el Café de Foy, el lugar favorito de Voltaire. Allí se congregó la multitud y salió a marchar.
No sorprende que aquellos al mando, la realeza de toda Europa y más allá, hicieran todo lo posible por restringir el uso de la droga. En 1633, habiendo impuesto la pena de muerte a los bebedores de café en todo el Imperio otomano, el sultán Murad IV acechaba las calles de Estambul encubierto, aprestado a decapitar a cualquiera que fuera sorprendido con el brebaje.
Carlos II infiltraba espías en los cafés de Londres; en 1675 ordenó la clausura de todos. Incluso en 1777, Federico el Grande de Alemania trató de prohibir el café para que su gente volviera a la cerveza, la cual engendraba una sociedad más decente y manejable.
Una fuerza de trabajo embotada y pasiva era de hecho lo último que la economía industrial emergente necesitaba. Uno podía cosechar un campo tras unas cuantas pintas de cerveza, pero a duras penas podía operar una máquina despiadada. Junto con el vapor y el carbón, la Revolución Industrial fue impulsada por el café y el té, dos estimulantes que mantenían a los trabajadores alertas, a la vez que les proveían de raros momentos de alivio y satisfacción. Una taza de té se convirtió en el bálsamo para cualquier crisis, y el descanso para el café terminó por institucionalizarse en cada oficina corporativa, sede sindical, escuela, hospital, estación de bomberos e iglesia prioral; una breve pero inviolable suspensión del trabajo que les permitía a los empleados beber otra dosis de la droga con una regularidad previsible.
Para el siglo XIX, el café, inicialmente usado solo como medicina, y después convertido en una chispa sediciosa, había sido amansado y domesticado, en buena medida porque permitía a hombres y mujeres trabajar, y a la producción industrial prosperar. Su farmacología, su potencial en bruto para el bien o el mal, no había cambiado. Las ratas a las que se les dan grandes dosis de cafeína se tornan agresivas y violentas; una rata trastornada por la cafeína puede incluso atacarse a sí misma y desgarrar su propia piel.
El potencial innegable de la droga para causar daño, sin embargo, no condujo finalmente a su prohibición; la cafeína era necesaria y, por tanto, su esencia química tuvo que reconfigurarse y redefinirse culturalmente. Como consecuencia, hoy no existe un mercado negro con precios extorsivos que pueda llevar a los bebedores de café a la quiebra y conducir a los más desesperados entre ellos a vidas de crimen, además de proporcionarles enormes ganancias a aquellos que controlarían el nefasto comercio.
En cambio el café se vende a precios que reflejan un mercado saludable y dinámico, que genera a la vez empleos legítimos e ingresos fiscales importantes a países y gobiernos en todo el mundo. Es más, el fácil acceso al producto natural -granos de café y hojas de té en decenas de sabores y fusiones- ha impedido la emergencia de un mercado significativo para extractos químicos de cafeína, lo cual es una fortuna. Es un axioma de la farmacología que entre más pura la droga, mayor es su potencial de abuso.
* Espere mañana otra entrega de esta investigación. La primera vez que Wade Davis pisó Colombia tenía 14 años, hoy tiene 68. Su madre, profesora en Canadá, había hecho un esfuerzo para mandarlo a estudiar español. Luego de volver a su país, y de convertirse en un antropólogo cansado de leer sobre los indígenas en sus libros de Harvard, decidió cruzar una vez más el continente para llegar al Amazonas colombiano. Siguiendo los pasos de Richard Evans Shultes, un legendario explorador y botánico que dedicó gran parte de su vida a estudiar nuestra selva, publicó en el año 2002 El río, su primera obra sobre Colombia (sello Crítica). Luego, durante cinco años, se dedicó a recorrer en moto las trochas y las veredas, a ponerse las botas de caucho para subir a páramos y montañas, a andar por caminos de arrieros a lomo de mula y a navegar por brazos y ciénagas del Magdalena, viendo en el río el reflejo del espíritu nacional. Magdalena. Historias de Colombia tituló su viaje de 1.500 kilómetros desde el macizo colombiano hasta Bocas de Ceniza.
* Traducción de Diego Uribe y Tomás Uribe.
Al caer la noche, el chamán encendió una antorcha empapada de resina, y un resplandor rojizo alumbró el círculo de pequeñas butacas, donde como todas las noches se habían reunido los hombres barasanas. Desde el otro extremo de la maloca, la casa comunal, provenía el murmullo de mujeres y niños preparándose para dormir. (Recomendamos: Entrevista con Wade Davis sobre su más reciente libro sobre el río Magdalena).
Un joven tocaba un instrumento hecho con la cabeza de un venado; otro soplaba suavemente una caracola, un sonido para despertar a los espíritus. A un costado un muchacho atizaba el fuego bajo una gran paila de barro, sobre la cual había puesto las hojas que habíamos cosechado durante el día. Removía la coca a un ritmo constante, cantando y murmurando. Su hermano barrió el piso de tierra y procedió a prenderle fuego a una gran pila de hojas de yarumo secas. Las llamas se alzaron por encima de su cabeza, se extinguieron enseguida y dejaron un montículo de ceniza blanca.
Se repartió el tabaco, un rapé poderoso que ponía la cabeza a dar vueltas y hacía que las yemas de los dedos comenzaran a sudar. Cuando las hojas de coca estuvieron ligeramente tostadas y quebradizas, los hermanos metieron varios puñados en la boca de un mortero de madera grande y, por turnos, comenzaron a molerlas con un mazo largo. Era una labor ardua y constante, y el sudor no tardó en correr por sus frentes. En cuanto la coca había sido reducida a un polvo verde brillante, vertieron el contenido del mortero en una totuma grande y lo mezclaron con un poco de ceniza, más o menos un puñado por cada dos puños de coca.
El color adquirió un tono verde grisáceo e intenso. El siguiente paso implicaba envolver el polvo en fibra de palma, atar aquel envuelto a un palo y sacudir su contenido vigorosamente dentro de una vasija cubierta. A medida que pequeñas nubes de polvo verde llenaban el aire, uno de los hombres me preguntó si ya había probado el mambe. En ese entonces solo estaba familiarizado con la coca del altiplano andino, donde las hojas se mastican enteras, añadiéndole un alcalino a la mascada. Mi nuevo amigo se estremeció de solo pensarlo.
“Qué barbaridad”, dijo. Me pasó la totuma. Seguí sus indicaciones y coloqué una cucharada grande del polvo delicadamente sobre mi lengua. En pocos segundos comencé a toser y grandes bocanadas de humo verde salieron expulsadas de mi boca y mi nariz. Los barasanas estallaron en carcajadas. No hables, me dijeron, solamente espera y deja que el mambe se condense.
Traté de nuevo, y pronto pude sentir cómo la coca se deslizaba por mi garganta. El sabor era ahumado y delicioso. En pocos minutos el interior de mi cachete estaba ligeramente adormecido y un leve sentimiento de bienestar se había extendido por todo mi cuerpo. Fue una sensación sutil que duró hasta bien entrada la noche, aun mientras los hombres hablaban de la travesía primordial de los Ayawas, los truenos, los cuatro héroes culturales que trajeron el orden y la armonía al mundo, junto con los obsequios de la Anaconda, las plantas sagradas: el tabaco, el yagé y la coca.
A la mañana siguiente partimos temprano por el bosque. Fortalecido por una buena porción de mambe, me movía por un terreno accidentado sin ningún esfuerzo y, por primera vez, sintiéndome realmente ajeno al calor tropical. De manera célebre, el legendario explorador botánico Richard Evans Schultes, mi profesor en Harvard, recurrió a la coca cada día durante sus 12 años en el Amazonas, desde 1941. No era de extrañar.
Me sonreí al recordar la manera en que, como un sommeliere recomienda una cosecha favorita, me había urgido a que buscara el mambe de los tanimukas, una receta exquisita, me aseguraba, enriquecida con la resina aromática de un árbol forestal poco común. Schultes una vez sacó una lata de mambe en una fiesta de alta sociedad en Bogotá. De manera comedida, le explicó a cualquiera que estuviera dispuesto a oírlo que la ceniza predilecta provenía de las grandes hojas palmeadas de la Cecropia sciadophylla, y no del follaje claramente inferior de la Cecropia peltata. Por supuesto, tenía del bueno.
* * *
En octubre 31 de 2020, WPVI Action News, una filial de ABC en Filadelfia, abrió su reporte de la tarde con un informe sensacionalista sobre una extraña redada antidrogas en el aeropuerto internacional de Filadelfia. Unos agentes de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos (CBP) habían incautado más de 12 libras de algo descrito como “cocaína verde”, junto con una misteriosa “sustancia alquitranosa” que había dado positivo para nicotina. El polvo había dado positivo para cocaína.
De acuerdo con las autoridades, el color verde pretendía camuflar la droga, la cual, mediante un proceso químico que implicaba el uso de gasolina, amoníaco y otros químicos, podía volverse blanca; es decir, que cada gramo de ella no era más que la cocaína de siempre, teñida de otro color. “Esta incautación”, reportó Casey Durst, director de la sucursal de Baltimore de la CBP, “ilustra perfectamente la manera en que los agentes de Aduanas y Protección Fronteriza utilizan un instinto agudo y un análisis científico profesional para interceptar las peligrosas drogas que se introducen ilegalmente en nuestras comunidades”.
En Cincinnati, el director del puerto de entrada, Richard Gillespie, elogió a aquellos que lograron “mantener este peligroso polvo verde fuera de nuestros vecindarios”. Bajo la pose justiciera, sin embargo, había una farsa digna de Moliere. Conocía bien la fuente de la nicotina reportada en el operativo. Se trataba del ambil, una pasta nativa con una concentración muy alta de tabaco, una droga adictiva y potencialmente letal que, al fumarse, es responsable de la muerte de unos 4.800 estadounidenses cada año.
Siendo legal el tabaco, esta sustancia no era motivo de preocupación para los agentes de aduanas. El polvo verde en cuestión era mambe. Ya desde 1957, Schultes había reportado su uso como un estimulante suave y un componente esencial del régimen nutricional de los pueblos del noroeste del Amazonas. Su consumo diario satisfacía con creces la ingesta diaria recomendada de calcio, hierro, fósforo, vitamina A y riboflavina.
Preparado a partir de una variedad de coca amazónica con una concentración notablemente baja del alcaloide, menos del 0,5 % de su peso seco, el mambe es tanto un alimento como un estimulante, tan inocuo como una taza de café o de té negro, y mucho mejor para la salud. Los reportes de noticias de WPVI señalaron que la “cocaína verde” había sido enviada a laboratorios en Savannah y Newark para ser analizada. Lo que no reportaron fueron los resultados concretos de aquellas pruebas: cantidades triviales de cocaína equivalentes a las concentraciones de cafeína en un grano de café.
Si cualquiera hubiera tratado de inhalar el polvo, simplemente se habría atascado las fosas nasales de la manera más desagradable con una sustancia de la misma consistencia del talco; el mambe siempre se consume oralmente. Sugerir que los contrabandistas podrían importar mambe para extraerle la cocaína, incluso asumir que esto era posible pese a las grandes cantidades de ceniza en la mezcla, tiene tanto sentido como sugerir que alguien podría importar Don Perignon para obtener extractos puros de alcohol etílico mediante su procesamiento químico.
Como la champaña, el mambe es un artículo especial, hecho a pequeña escala por individuos capacitados, es el resultado de un proceso arduo y minucioso que arroja un producto natural único y altamente cotizado. Los carteles de droga que han importado toneladas de cocaína a Estados Unidos de manera exitosa durante casi 50 años no están ansiosos por perder el tiempo con él.
Lo que ocurrió en el aeropuerto de Filadelfia fue un operativo antidrogas que equivaldría a Eliot Ness confundiendo una camionada de papas con el vodka mismo y confiscando todo y camión por violar la ley Volstead. Una cosa es percatarse con remordimiento de que, después de 50 años de guerra contra las drogas, hay más personas en más lugares consumiendo peores drogas de peores maneras que nunca antes. Otra muy distinta es reconocer que tras haber invertido miles de millones de dólares al año en esta cruzada sin sentido -un billón en total- nuestra vanguardia de defensores todavía no entiende la diferencia entre un alcaloide puro, extraído a modo de droga por primera vez en 1860, y la coca, una planta benigna y altamente nutritiva, venerada hoy por millones de indígenas y celebrada hace siglos por las civilizaciones antiguas de Suramérica como la hoja sagrada de la inmortalidad.
Historia de los estimulantes
Las drogas nuevas tienden a alterar el orden social. La Revolución Francesa fue provocada, al menos en parte, por la cafeína. Durante generaciones, había sido imposible beber agua en cualquier ciudad europea por temor a sucumbir a una enfermedad, cólera y disentería en particular. La gente saciaba su sed con alcohol: ginebra, ron, whisky, vino, cerveza y aguamiel. El continente entero vivía ligeramente alicorado, lo cual estaba bien siempre y cuando las principales actividades económicas siguieran siendo la agricultura y la manufactura artesanal.
Entonces, en el transcurso de varias décadas, aparecieron tres tesoros botánicos, todos ellos estimulantes del sistema nervioso: té de India y China, chocolate de Guatemala y café de Abisinia por vía de Brasil y las tierras tropicales del Nuevo Mundo. Todos debían prepararse con agua hirviendo, lo cual mataba los patógenos y la hacía potable. Como cada uno era una mercancía muy cotizada, especialmente durante los primeros años del comercio, su venta se concentraba en tiendas que, con el tiempo, se convirtieron en centros de intrigas intelectuales y políticas, atrayendo a figuras como Voltaire, Rousseau, Isaac Newton y Christopher Wren.
En vez de perder el tiempo en la taberna local con el ceño inclinado sobre una cerveza, aquellos que acudían a estos nuevos establecimientos se engancharon a la cafeína y no podían parar de hablar. Los escritos de Alexander Pope, Samuel Pepys y Jonathan Swift están notablemente imbuidos por la droga. Los cafés de Londres y Oxford comenzaron a denominarse como “universidades del penique”, una referencia al precio de admisión y la presencia de las mentes más brillantes de la época que allí sostenían debates y discusiones abiertas.
Los de París sirvieron como fuentes de revolución cuando hombres igual de conversadores notaron que el Palacio de Versalles era un poco más grande que sus humildes viviendas. El llamado a las armas que condujo a la toma de la Bastilla se originó en el Café de Foy, el lugar favorito de Voltaire. Allí se congregó la multitud y salió a marchar.
No sorprende que aquellos al mando, la realeza de toda Europa y más allá, hicieran todo lo posible por restringir el uso de la droga. En 1633, habiendo impuesto la pena de muerte a los bebedores de café en todo el Imperio otomano, el sultán Murad IV acechaba las calles de Estambul encubierto, aprestado a decapitar a cualquiera que fuera sorprendido con el brebaje.
Carlos II infiltraba espías en los cafés de Londres; en 1675 ordenó la clausura de todos. Incluso en 1777, Federico el Grande de Alemania trató de prohibir el café para que su gente volviera a la cerveza, la cual engendraba una sociedad más decente y manejable.
Una fuerza de trabajo embotada y pasiva era de hecho lo último que la economía industrial emergente necesitaba. Uno podía cosechar un campo tras unas cuantas pintas de cerveza, pero a duras penas podía operar una máquina despiadada. Junto con el vapor y el carbón, la Revolución Industrial fue impulsada por el café y el té, dos estimulantes que mantenían a los trabajadores alertas, a la vez que les proveían de raros momentos de alivio y satisfacción. Una taza de té se convirtió en el bálsamo para cualquier crisis, y el descanso para el café terminó por institucionalizarse en cada oficina corporativa, sede sindical, escuela, hospital, estación de bomberos e iglesia prioral; una breve pero inviolable suspensión del trabajo que les permitía a los empleados beber otra dosis de la droga con una regularidad previsible.
Para el siglo XIX, el café, inicialmente usado solo como medicina, y después convertido en una chispa sediciosa, había sido amansado y domesticado, en buena medida porque permitía a hombres y mujeres trabajar, y a la producción industrial prosperar. Su farmacología, su potencial en bruto para el bien o el mal, no había cambiado. Las ratas a las que se les dan grandes dosis de cafeína se tornan agresivas y violentas; una rata trastornada por la cafeína puede incluso atacarse a sí misma y desgarrar su propia piel.
El potencial innegable de la droga para causar daño, sin embargo, no condujo finalmente a su prohibición; la cafeína era necesaria y, por tanto, su esencia química tuvo que reconfigurarse y redefinirse culturalmente. Como consecuencia, hoy no existe un mercado negro con precios extorsivos que pueda llevar a los bebedores de café a la quiebra y conducir a los más desesperados entre ellos a vidas de crimen, además de proporcionarles enormes ganancias a aquellos que controlarían el nefasto comercio.
En cambio el café se vende a precios que reflejan un mercado saludable y dinámico, que genera a la vez empleos legítimos e ingresos fiscales importantes a países y gobiernos en todo el mundo. Es más, el fácil acceso al producto natural -granos de café y hojas de té en decenas de sabores y fusiones- ha impedido la emergencia de un mercado significativo para extractos químicos de cafeína, lo cual es una fortuna. Es un axioma de la farmacología que entre más pura la droga, mayor es su potencial de abuso.
* Espere mañana otra entrega de esta investigación. La primera vez que Wade Davis pisó Colombia tenía 14 años, hoy tiene 68. Su madre, profesora en Canadá, había hecho un esfuerzo para mandarlo a estudiar español. Luego de volver a su país, y de convertirse en un antropólogo cansado de leer sobre los indígenas en sus libros de Harvard, decidió cruzar una vez más el continente para llegar al Amazonas colombiano. Siguiendo los pasos de Richard Evans Shultes, un legendario explorador y botánico que dedicó gran parte de su vida a estudiar nuestra selva, publicó en el año 2002 El río, su primera obra sobre Colombia (sello Crítica). Luego, durante cinco años, se dedicó a recorrer en moto las trochas y las veredas, a ponerse las botas de caucho para subir a páramos y montañas, a andar por caminos de arrieros a lomo de mula y a navegar por brazos y ciénagas del Magdalena, viendo en el río el reflejo del espíritu nacional. Magdalena. Historias de Colombia tituló su viaje de 1.500 kilómetros desde el macizo colombiano hasta Bocas de Ceniza.
* Traducción de Diego Uribe y Tomás Uribe.