Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
La guerra contra las drogas comenzó en 1971, cuando Richard Nixon se aprovechó del miedo y lo transformó en un movimiento político. Poco preocupado por el consumo de drogas, como reconocería después John Ehrlichman, su asesor de política interna más cercano, Nixon fabricó la crisis como una estrategia política para estimular a sus votantes antes de su campaña de reelección de 1972.
En esa época, la mayoría de los estadounidenses jamás había hablar oído de la cocaína. El tráfico ilícito, tal como ocurría entonces, estaba en manos de viajeros independientes: jóvenes que deambulaban por Colombia, El Salvador y Perú, atraídos por la buena vida, la cual financiaban introduciendo a los Estados Unidos pequeños paquetes de cocaína, ocultos en su equipaje o camuflados de manera incómoda en sus orificios corporales.
Hoy, cincuenta años después, se produce y se trafica más cocaína que nunca. Gracias a la prohibición, Estados Unidos es el único país desarrollado en tener más ciudadanos con antecedentes penales que con títulos universitarios. En Colombia, una verdadera guerra, financiada casi exclusivamente por las ganancias del tráfico de drogas, dejó 260.000 muertos y siete millones de desplazados. En las últimas cinco décadas, millones han abandonado el país, algunos por elección, otros desesperados por escapar de la violencia.
La cocaína ha sido la maldición de Colombia, pero el motor del comercio siempre ha sido el consumo. Los carteles surgieron de los barrios y clubes sociales de Medellín y Cali, pero la principal responsabilidad de las agonías de Colombia en gran medida recae sobre cada persona que ha comprado cocaína en la calle y en cada nación extranjera que ha facilitado el mercado ilícito, prohibiendo la droga sin tomar medidas contundentes para reducir su consumo.
Aun si la supresión de la planta fuera deseable, es muy improbable que países como Colombia y Perú puedan llegar a eliminar del todo su cultivo. Los incentivos económicos para las familias de agricultores campesinos son demasiados altos, y las tierras con potencial para la siembra demasiado extensas e inaccesibles, especialmente en las zonas altas y ecológicas donde mejor se dan las especies de cultivo.
Los programas de sustitución de cultivos son ilusorios. La coca produce tres cosechas al año, y genera ingresos que hacen que los de cualquier otro cultivo parezcan insignificantes. La erradicación aérea también está condenada al fracaso, además de poner en riesgo bosques prístinos y contaminar los suelos y ríos con toxinas.
Juan Manuel Santos, laureado con el Premio Nobel de la Paz en 2016, fue ministro de Defensa en uno de los gobiernos de Álvaro Uribe y elegido presidente de Colombia dos veces. Nadie en el mundo, como él mismo señaló recientemente en un pódcast, ha sido responsable de eliminar más plantas de coca que él y su gobierno; una política que, en sus propias palabras, demostró ser un fracaso absoluto. Santos ahora aboga por la única solución racional: la estocada purificadora de la legalización, sin la cual la influencia corrosiva de la cocaína jamás desaparecerá. La guerra contra las drogas no solo ha sido un fracaso grotesco, sino que también ha mancillado el nombre de una de las plantas más beneficiosas conocidas por la ciencia botánica y nos ha privado de la posibilidad de recurrir a ella.
Cuando Weil y Plowman trataron de desarrollar productos basados en coca que tuvieran el potencial de apartar a los estadounidenses de su adicción al café y al tabaco, en 1970, se vieron censurados por un gobierno empecinado en aplicar nefastas políticas que han hecho que una mala situación empeore cada año.
En su libro clásico, La marcha de la locura, Barbara Tuchman definió la locura como las acciones de líderes políticos que, pese a conocer todos los hechos, adoptan políticas contrarias a los mejores intereses de su gente y sus naciones. Bajo cualquier criterio objetivo, la guerra contra las drogas ha sido la cruzada más desacertada en la historia de las políticas públicas, salvo tal vez por las Cruzadas mismas, y todos sabemos cómo terminó aquello.
No obstante, la guerra contra las drogas continúa, mes a mes, década tras década, sin que nadie se haga responsable de sus fracasos y sin ningún final a la vista. Seguimos estancados por una simple razón, algo que llegué a comprender hace muchos años, poco después de que regresé de Suramérica en 1975. Había una vacante en la USDA a la que Tim Plowman quería que yo aplicara, aunque me advirtió que si aceptaba el trabajo, me asesinaría. Intrigado, fui al campus de la USDA en Beltsville, Maryland, y me dirigí a la oficina de un burócrata corpulento que claramente no era ningún agente agrícola. Era un agente de la DEA (Administración de Control de Drogas) de pies a cabeza.
Lo primero que noté fue que era un adicto. A duras penas podía ver a través de la habitación debido al humo de cigarrillo. Los estantes de su biblioteca estaban abarrotados con la parafernalia de un drogadicto. Fue como entrar en la oficina de un agente antiporno y encontrar paredes empapeladas con pornografía. Llevaba puesta una chaqueta naranja brillante sobre una camisa con el cuello tan ancho y abierto que revelaba los vellos rojos de su pecho. Difícil saber qué brillaba más: si las cadenas de oro que le colgaban del cuello o la correa dorada de su reloj. Rápidamente entendí que lo que había deducido de nuestra investigación era que Tim y yo éramos buenos encontrando cultivos de coca.
La descripción del cargo indicaba que yo debía regresar a Perú para recolectar cualquier organismo —insecto, hongo o moho— que atacara o dañara las plantas de coca. Debía traerlo de regreso al laboratorio para que pudieran manipularlo genéticamente y después reintroducirlo, al parecer con capacidades más letales. Cuando le sugerí que esta podría ser una misión bastante arriesgada, se metió la mano bajo la camisa y sacó una placa de identificación de oro, grabada con los nombres de los agentes de campo que había perdido.
Cuando la entrevista terminó, comprendí que, pese a que nunca lo había visto antes, lo conocía bien. A principios de los años 70, me topé en Medellín con más de una persona que terminó involucrada en el narcotráfico, y si en aquel entonces el futuro de la industria seguía siendo incierto, la esencia oscura de aquellos hombres y mujeres era más que evidente. Salí de su oficina convencido de que el hombre que me pedía manipular la naturaleza para destruir la coca había sido cortado con la misma tijera que aquellos que hacían fortunas traficando cocaína. Energéticamente, eran la misma cosa, dos caras de una misma moneda: la DEA con sus cruzados antidrogas, y los carteles con sus sicarios.
Ninguno tenía el menor interés en poner fin a la guerra contra las drogas. Los traficantes verían sus imperios desmoronarse cuando sus ganancias se desplomaran. El interés en la cocaína —una droga de mierda, la verdad sea dicha— bien podría desaparecer una vez el aroma del dinero se retirara de la escena. Y en cuanto a los de la DEA, un final victorioso a su obsesiva guerra los dejaría a todos en la calle, en busca de trabajo.
Siempre y cuando logren mantener la farsa, y tener enemigos que perseguir, su asignación presupuestaria será la más garantizada del presupuesto federal de los Estados Unidos, avalada por todas las ramas de la burocracia porque prácticamente cada agencia obtiene un pedazo de esa torta de US$50.000 millones. Por esta sola razón, la guerra contra las drogas jamás terminará, ya que ganar no está entre los intereses de ningún bando. Sobra decir que no acepté el trabajo, pero aparentemente alguien sí lo hizo.
Veinticinco años después de que Tim Plowman, trabajando para la USDA, descubriera que la coca era un estimulante suave y benigno, esencial para la dieta, la cultura y la vida espiritual de los pueblos andinos y amazónicos, Estados Unidos aprobó el uso de un nuevo hongo: Fusarium oxysporum, desarrollado por científicos de la USDA con el objetivo específico de acabar con la coca en cualquier lugar donde se hallara. También experimentaron con una polilla, Eloria noyesi, conocida en todo el Amazonas como “el gringo”, debido a su insaciable apetito por la coca. Al final, para gran decepción de la DEA, el proyecto fue cancelado por Bill Clinton, a quien le preocupaba que el uso unilateral de agentes biológicos fuera percibido diplomáticamente, sobre todo en Latinoamérica, como una forma de armamento biológico; lo cual, por supuesto, es lo que era.
Frustrados en un frente, aquellos empeñados en erradicar la coca recurrieron a los defoliantes. A partir de 1990, y durante más de dos décadas, los contratistas estadounidenses en Colombia rociaron glifosato, comúnmente conocido como Roundup, sobre casi dos millones de hectáreas. El herbicida extermina la flora indiscriminadamente, dejando los bosques, en palabras del botánico colombiano Alberto Gómez, “hechos cenizas”. Gómez trabajó durante siete años en la campaña de erradicación, pero salió de ella desilusionado, convencido de que se lograba poco con la fumigación aérea, salvo la destrucción de la naturaleza y el perjuicio de los campesinos, quienes, enfrentados al hambre a causa de la ruina de sus huertas, se volvían contra el Estado. Tras ser fumigados, advirtió, los cultivos de coca se recogían inmediatamente para salvar la cosecha.
Con el tiempo, todas esas tierras se podían volver a cultivar, lo cual casi siempre sucedía. El impacto sobre la producción de cocaína era insignificante. La cantidad de hectáreas destinadas a la coca en Colombia aumentó de manera constante cada año hasta el 2007, y entonces, incluso cuando los esfuerzos por erradicarla comenzaban a sentirse en algunas regiones, la disminución de la producción total fue contrarrestada por un aumento de productividad en los cultivos saludables.
En 2015, Juan Manuel Santos, presidente de Colombia, suspendió el programa preocupado por la salud de los niños. Se había reportado que el 80 % de los niños expuestos a la fumigación aérea, en algunas comunidades indígenas, habían caído enfermos y padecido sarpullidos, fiebre, diarrea e infecciones en los ojos.
Cada hectárea de coca destruida, si es que no era replantada, solo obligaba a los cultivadores a internarse más en los bosques vírgenes del Amazonas, lo cual resultaba en un aumentó desmedido de los índices de deforestación. En 2019, la producción de cocaína en Colombia alcanzó un nivel sin precedentes, solo para ser superado de nuevo en 2020. Incluso mientras el país luchaba con una de las más grandes crisis humanitarias en la historia del hemisferio, ofreciéndole alimento, vivienda, atención médica, educación y el derecho a trabajar a dos millones de refugiados venezolanos, el gobierno estadounidense amenazó con retirar más de US$500 millones en ayuda externa si el Gobierno colombiano no retomaba la fumigación aérea con glifosato, pese a que un informe de la OMS de 2014 sugería que el defoliante podía ser cancerígeno.
El presidente Iván Duque accedió a ello, convirtiendo a Colombia en el único país Latinoamericano dispuesto a tolerar la presencia de contratistas estadounidenses enteramente dispuestos a saturar el aire y los suelos de la nación con químicos diseñados para exterminar cualquier cosa verde que crezca. “La guerra contra las drogas ha tratado en vano de mantener la cocaína por fuera de las narices de la gente”, declaró Sanho Tree, director del Proyecto de Política de Drogas del Instituto de Estudios Políticos, “pero en cambio podría terminar por calcinar los pulmones de la Tierra”.
* Traducción del inglés de Diego Uribe. Mañana, la última entrega.
Lea las otras entregas de los ensayos de Wade Davis sobre la coca:
https://www.elespectador.com/colombia/wade-davis-coca-la-hoja-de-los-dioses/
https://www.elespectador.com/colombia/wade-davis-la-historia-de-la-coca-es-la-historia-de-los-andes/
https://www.elespectador.com/colombia/wade-davis-las-diferencias-entre-coca-y-cocaina/