Wade Davis: las diferencias entre coca y cocaína
Uno es el uso de la coca que enseñan las comunidades indígenas y otro el consumo social y la adicción a la cocaína. La advertencia de un genocidio cultural. Cuarta entrega.
Wade Davis * / ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR
El antropólogo Enrique Mayer una vez dijo en broma que la diferencia entre la coca y la cocaína era la diferencia entre viajar en mula o en jet. Una ocurrencia ingeniosa, pero que aun así elude un punto esencial. El efecto de la coca y el de la cocaína no son comparables. Ambas aportan una sensación de bienestar, pero mientras que la cocaína asalta el sistema nervioso central, el efecto de la coca es alterado por un sinnúmero de compuestos naturales que se hallan en la hoja y no están presentes en la cocaína. (No se pierda la primera parte de estos ensayos sobre la coca).
Los pueblos indígenas que tradicionalmente han usado y celebrado la coca no muestran ninguna preferencia por hojas con altos niveles del alcaloide. Las hojas predilectas siempre han sido las más ricas en componentes aromáticos, aceites esenciales y bajas cantidades de cocaína. El mambe se hace a partir de hojas que poseen las concentraciones más bajas de cocaína entre todas las especies cultivadas. Es más, la cultura del consumo de coca y la de la cocaína no podrían ser más diferentes. (Lea aquí la segunda entrega de estos ensayos).
Lo que atrae a las personas a la cocaína es la decadencia exótica, la mística de una droga de ricos, el ritual de un pequeño grupo de elegidos que se escabulle a la sombra de una fiesta para inhalar unos cuantos gramos de un cristal misterioso que hoy podría ser prácticamente cualquier cosa. Ser incluido en este círculo cerrado, en el rincón de la sala, en un baño o en una oficina privada, indica que uno ha sido acogido. (El reto del nuevo gobierno para regular la coca y la cocaína, según los expertos).
Todos en la fiesta saben lo que está pasando, lo cual también es intencional. Uno de los privilegios de ser miembro de una sociedad secreta, como los antropólogos hace mucho han sostenido, es el derecho a hacer alarde ocasional de su secretismo. De otra manera, ¿cuál sería el punto de pertenecer a ella? Un legado persistente de la cultura de la cocaína de los años 80 es una pequeña epidemia de hepatitis C, contraída por aquellos a los que en su juventud les parecía glamuroso meterse en la nariz un billete de cien dólares, humedecido con la mucosa de un extraño.
La coca, por el contrario, más que un subidón provoca un estado de meditación. Usada en la Amazonia colombiana a modo de mambe, es más habitual que la planta se consuma masticando las hojas enteras, manteniendo la mascada en la boca durante unos 40 minutos y después sacándola para depositarla en el suelo con un gesto respetuoso y reflexivo. Para masticar la coca, o por lo menos para absorber la poca cantidad del alcaloide de las hojas de manera efectiva, uno debe modificar la saliva humana agregándole un alcalino. Cualquier compuesto básico, como bicarbonato de sodio, ceniza o cal, puede usarse con este fin.
Los barasanas y los makunas queman hojas de yarumo para obtener la ceniza. Los koguis y los arhuacos de la Sierra Nevada de Santa Marta, una montaña que se alza casi seis mil metros por encima de la llanura costera del Caribe colombiano, prefieren las conchas de mar, las cuales obtienen mediante trueque o recolectan durante laboriosas peregrinaciones al océano.
Para los mamos, los sacerdotes del Sol koguis y arhuacos, la masticación del hayo representa la más profunda expresión de su cultura. Su ideal espiritual sería abstenerse del sexo, la comida y el sueño mientras pasan la noche en vela, mascando las hojas y cantando los nombres de sus ancestros. Como guardianes del mundo, creen que sus rituales y sus cantos mantienen la armonía cósmica y ecológica de la naturaleza. En la noche, antes de irse a dormir, saborean las hojas sumidos en una contemplación profunda del día que acaba de pasar, y en la mañana el hayo le da la bienvenida a un nuevo amanecer. Cada hombre adulto consume cerca de una libra de hojas al día, a partir de su matrimonio y hasta su último aliento.
En las montañas del sur de los Andes la distancia no se mide en kilómetros, sino en cocadas, la extensión de tiempo que un caminante puede mantenerse andando con una sola mascada de hojas.
Cuando hombres y mujeres se encuentran en el camino, se detienen a intercambiar kintus de coca, tres hojas lozanas dispuestas en forma de cruz. Luego se vuelven en dirección al más cercano de los apus, las deidades protectoras de las montañas que sobrevuelan sobre cada comunidad y dirigen los destinos de todos los que nacen a su sombra. Con los ojos levantados hacia los picos, se llevan las hojas a la boca y soplan suavemente, un ritual de invocación que retorna la esencia de la planta a la tierra, la comunidad, los lugares sagrados y las almas de los ancestros.
El intercambio de hojas es un gesto social, una manera de reconocer una conexión humana. Pero soplar el phukuy, como se le llama, es un acto de reciprocidad espiritual, pues al entregarse desinteresadamente a la tierra el individuo garantiza que con el tiempo la energía de la coca complete su ciclo, con la misma seguridad que la lluvia que cae sobre un prado inevitablemente renacerá como nube. La sutileza de este gesto es, a su modo, una oración por el bienestar del mundo entero.
La etiqueta del hallpay, la totalidad del acto de usar la coca -el intercambio y los saludos, la manera en que uno se lleva las hojas a la boca, la actitud de respeto y reverencia-, define lo que significa ser un runakuna, un hijo de la Pachamama. En todo el mundo andino, como la antropóloga Catherine Allen advierte: “Uno no puede funcionar como un ser social a menos que participe en el ritual, y debe hacerlo apropiadamente”.
Nada ofende más que los turistas y los viajeros que se atiborran la boca de hojas, como caballos comiendo heno. Tanto si las hojas se consumen en presencia de un amigo o un extraño, en soledad o junto con toda la comunidad, mascar coca, hallpay, es trascender el propio ser y volverse parte del vínculo social, moral y espiritual que en los Andes le da sentido a la vida.
La coca de por sí facilita la comunicación directa con lo divino, por lo que algunos dicen que la primera en probar las hojas fue la Santísima María, madre de Cristo, quien de acuerdo con la leyenda perdió a su divino hijo y mascó las hojas para aliviar su pena. Por tanto, para los pueblos de los Andes no tener coca es una forma de muerte social y espiritual, una excomunión de la existencia misma.
Todas las medidas diseñadas para negarles el acceso a las hojas a los runakunas, como la erradicación de los cultivos tradicionales, no son análogas a la prohibición, por ejemplo, de la cerveza en Alemania, del café en Oriente Medio o de la masticación del buyo en la India. Son políticas de genocidio cultural.
* Traducción del inglés de Diego Uribe. Espere mañana otra entrega de estos ensayos.
El antropólogo Enrique Mayer una vez dijo en broma que la diferencia entre la coca y la cocaína era la diferencia entre viajar en mula o en jet. Una ocurrencia ingeniosa, pero que aun así elude un punto esencial. El efecto de la coca y el de la cocaína no son comparables. Ambas aportan una sensación de bienestar, pero mientras que la cocaína asalta el sistema nervioso central, el efecto de la coca es alterado por un sinnúmero de compuestos naturales que se hallan en la hoja y no están presentes en la cocaína. (No se pierda la primera parte de estos ensayos sobre la coca).
Los pueblos indígenas que tradicionalmente han usado y celebrado la coca no muestran ninguna preferencia por hojas con altos niveles del alcaloide. Las hojas predilectas siempre han sido las más ricas en componentes aromáticos, aceites esenciales y bajas cantidades de cocaína. El mambe se hace a partir de hojas que poseen las concentraciones más bajas de cocaína entre todas las especies cultivadas. Es más, la cultura del consumo de coca y la de la cocaína no podrían ser más diferentes. (Lea aquí la segunda entrega de estos ensayos).
Lo que atrae a las personas a la cocaína es la decadencia exótica, la mística de una droga de ricos, el ritual de un pequeño grupo de elegidos que se escabulle a la sombra de una fiesta para inhalar unos cuantos gramos de un cristal misterioso que hoy podría ser prácticamente cualquier cosa. Ser incluido en este círculo cerrado, en el rincón de la sala, en un baño o en una oficina privada, indica que uno ha sido acogido. (El reto del nuevo gobierno para regular la coca y la cocaína, según los expertos).
Todos en la fiesta saben lo que está pasando, lo cual también es intencional. Uno de los privilegios de ser miembro de una sociedad secreta, como los antropólogos hace mucho han sostenido, es el derecho a hacer alarde ocasional de su secretismo. De otra manera, ¿cuál sería el punto de pertenecer a ella? Un legado persistente de la cultura de la cocaína de los años 80 es una pequeña epidemia de hepatitis C, contraída por aquellos a los que en su juventud les parecía glamuroso meterse en la nariz un billete de cien dólares, humedecido con la mucosa de un extraño.
La coca, por el contrario, más que un subidón provoca un estado de meditación. Usada en la Amazonia colombiana a modo de mambe, es más habitual que la planta se consuma masticando las hojas enteras, manteniendo la mascada en la boca durante unos 40 minutos y después sacándola para depositarla en el suelo con un gesto respetuoso y reflexivo. Para masticar la coca, o por lo menos para absorber la poca cantidad del alcaloide de las hojas de manera efectiva, uno debe modificar la saliva humana agregándole un alcalino. Cualquier compuesto básico, como bicarbonato de sodio, ceniza o cal, puede usarse con este fin.
Los barasanas y los makunas queman hojas de yarumo para obtener la ceniza. Los koguis y los arhuacos de la Sierra Nevada de Santa Marta, una montaña que se alza casi seis mil metros por encima de la llanura costera del Caribe colombiano, prefieren las conchas de mar, las cuales obtienen mediante trueque o recolectan durante laboriosas peregrinaciones al océano.
Para los mamos, los sacerdotes del Sol koguis y arhuacos, la masticación del hayo representa la más profunda expresión de su cultura. Su ideal espiritual sería abstenerse del sexo, la comida y el sueño mientras pasan la noche en vela, mascando las hojas y cantando los nombres de sus ancestros. Como guardianes del mundo, creen que sus rituales y sus cantos mantienen la armonía cósmica y ecológica de la naturaleza. En la noche, antes de irse a dormir, saborean las hojas sumidos en una contemplación profunda del día que acaba de pasar, y en la mañana el hayo le da la bienvenida a un nuevo amanecer. Cada hombre adulto consume cerca de una libra de hojas al día, a partir de su matrimonio y hasta su último aliento.
En las montañas del sur de los Andes la distancia no se mide en kilómetros, sino en cocadas, la extensión de tiempo que un caminante puede mantenerse andando con una sola mascada de hojas.
Cuando hombres y mujeres se encuentran en el camino, se detienen a intercambiar kintus de coca, tres hojas lozanas dispuestas en forma de cruz. Luego se vuelven en dirección al más cercano de los apus, las deidades protectoras de las montañas que sobrevuelan sobre cada comunidad y dirigen los destinos de todos los que nacen a su sombra. Con los ojos levantados hacia los picos, se llevan las hojas a la boca y soplan suavemente, un ritual de invocación que retorna la esencia de la planta a la tierra, la comunidad, los lugares sagrados y las almas de los ancestros.
El intercambio de hojas es un gesto social, una manera de reconocer una conexión humana. Pero soplar el phukuy, como se le llama, es un acto de reciprocidad espiritual, pues al entregarse desinteresadamente a la tierra el individuo garantiza que con el tiempo la energía de la coca complete su ciclo, con la misma seguridad que la lluvia que cae sobre un prado inevitablemente renacerá como nube. La sutileza de este gesto es, a su modo, una oración por el bienestar del mundo entero.
La etiqueta del hallpay, la totalidad del acto de usar la coca -el intercambio y los saludos, la manera en que uno se lleva las hojas a la boca, la actitud de respeto y reverencia-, define lo que significa ser un runakuna, un hijo de la Pachamama. En todo el mundo andino, como la antropóloga Catherine Allen advierte: “Uno no puede funcionar como un ser social a menos que participe en el ritual, y debe hacerlo apropiadamente”.
Nada ofende más que los turistas y los viajeros que se atiborran la boca de hojas, como caballos comiendo heno. Tanto si las hojas se consumen en presencia de un amigo o un extraño, en soledad o junto con toda la comunidad, mascar coca, hallpay, es trascender el propio ser y volverse parte del vínculo social, moral y espiritual que en los Andes le da sentido a la vida.
La coca de por sí facilita la comunicación directa con lo divino, por lo que algunos dicen que la primera en probar las hojas fue la Santísima María, madre de Cristo, quien de acuerdo con la leyenda perdió a su divino hijo y mascó las hojas para aliviar su pena. Por tanto, para los pueblos de los Andes no tener coca es una forma de muerte social y espiritual, una excomunión de la existencia misma.
Todas las medidas diseñadas para negarles el acceso a las hojas a los runakunas, como la erradicación de los cultivos tradicionales, no son análogas a la prohibición, por ejemplo, de la cerveza en Alemania, del café en Oriente Medio o de la masticación del buyo en la India. Son políticas de genocidio cultural.
* Traducción del inglés de Diego Uribe. Espere mañana otra entrega de estos ensayos.