Granada, Antioquia, ejemplo de posconflicto

Si bien las cicatrices del conflicto armado en este municipio del Oriente antioqueño son imborrables, ahora sus habitantes viven un presente pacífico y próspero.

John Saldarriaga * / Especial para El Espectador
12 de mayo de 2019 - 11:00 a. m.
Granada es llamado pueblo de plazas. La principal está situada junto al primer templo de la iglesia de Santa Bárbara. Tiene kiosco de lectura, sillas para el encuentro y espacio para las festividades.
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Gloria García Herrera parece pensarlo bien para decir que en Granada, en alguna fecha imprecisa de 2011, se acostaron una noche en guerra y al otro día amanecieron en paz. Lo que sí tomó tiempo, dice, fue acostumbrarse a estar tranquilos y no saltar de miedo cada vez que escuchaban un ruido súbito como el del cierre de la puerta metálica de una tienda, la caída de la tapa de una olla en la cocina o una explosión que bien podía provenir del escape de un auto. (Habla el alto consejero para el Posconflicto).

Ella, una granadina nacida en la vereda La Aguada el 27 de abril de 1964, creció en la finca paterna, al lado de su familia, pastoreando unas cuantas vacas y trabajando la tierra en cultivos de café, plátano y yuca. Llevaba, pues, una vida sencilla, apenas acosada por la visita esporádica de algunos guerrilleros del Eln o las Farc. Mientras había un solo bando, explica, las cosas no eran complicadas. Pero fueron llegando los otros actores armados, el Ejército y los paramilitares, y se prendió el conflicto. Llegado el decenio de los noventa, este se recrudeció a tal punto que le hizo perder media vida. No media vida medida solamente en los años que le robó de su existencia sumida en la zozobra y alejada de la prosperidad, como a sus coterráneos, sino en que los violentos le arrebataron a cuatro seres muy amados: su padre, dos hermanos y su primer esposo, asesinados en 1993, en una de las 13 masacres que, según informe del Centro Nacional de Memoria Histórica citado por el Salón del Nunca Más, el museo de la memoria de la localidad, ocurrieron allí entre ese año y 2004. Nueve años más tarde, un grupo armado la hizo salir de su predio, junto a los otros sobrevivientes, su madre, su hijo y tres hermanos, y dirigir sus pasos vencidos a la cabecera del municipio. Su capacidad de resiliencia la ha salvado de quedarse llorando sus desgracias. (Navegue por el nuevo Atlas del conflicto, especial de El Espectador).

—Fue el padre Óscar Orlando Jiménez el que no nos dejó llevar de la tristeza.

Se refiere al sacerdote con quien los granadinos vivieron parte de esa época aciaga. Un cura que les hablaba de la necesidad de no sufrir sin propósito. Desde los púlpitos, en las homilías en el campo, al final de los partidos de fútbol en que él también jugaba, desde el micrófono de la emisora donde tenía un programa diario al mediodía, les enseñaba que esas masacres, esas muertes violentas, esas desapariciones forzadas eran lo mejor que podía sucederles, si lo pensaban bien, pues les brindaban la posibilidad de crecer ante Dios, de purificarse y de perdonar a quienes les hicieron tanto mal. Una filosofía un tanto absurda, pero que los granadinos, en su mayoría, fueron incorporando, entendiendo de alguna manera, a tal punto que ahora casi cualquier persona a quien se le pregunte sobre sus estrategias personales de resistencia habla con palabras parecidas a las del religioso. Éste se posesionó como párroco de Santa Bárbara, la iglesia principal, el 21 de diciembre de 2000 y salió, trasladado para Marinilla, el 17 de enero de 2008. Cuando recibió el cargo encontró parte del centro urbano en ruinas: 14 días atrás había sido objeto de una toma guerrillera. Ese infierno de 20 horas, durante las cuales unos 600 insurgentes de las Farc atacaron el pueblo, comenzó con la explosión de un carro bomba frente al comando de Policía, el cual destruyó, no solo la sede policial, sino tres manzanas y dejó un saldo de 19 civiles y seis policías muertos y 21 heridos, pero no marcaba el principio ni el final de la era del miedo en Granada.

—Es extraño. El hueco que dejó el carro bomba de la toma se ha tapado cuatro o cinco veces y siempre vuelve a hundirse el suelo —comenta el alcalde Ómar Gómez Aristizábal, a quien llaman Omitar. Camina por todas partes sin darse humos. Entre los granadinos ya está gastada la broma de que, mientras en otros pueblos el mandatario se le esconde a la gente para que no le pidan favores, allí es preciso escondérsele al alcalde para que él no le venda una boleta.

Unos dicen que la violencia se ensañó con Granada, porque es un corredor hacia los municipios de los embalses —Guatapé, San Rafael, San Carlos— y hacia el Magdalena. Esta posición geográfica privilegiada fue la causa de su desgracia.

Granada fue fundada el 20 de febrero de 1805. Llamada la Atenas de Antioquia, allí el conflicto se vivió entre 1985 y 2011. Lo más enconado del mismo sucedió entre 1993 y 2008. Llegó a contar más de 18.000 habitantes al principio de la pesadilla y menos de 6.000 al final. En la actualidad son poco menos de 10.000. Algunos de quienes se fueron huyendo de las balas han retornado; otros no lo han hecho porque se han establecido en otra parte —un importante número de comerciantes del sector del Hueco, en el centro de Medellín, son granadinos—, no porque la situación de orden público lo impida.

Una fiesta

Es sábado y todo ese cuadro de dolor y miedo del que Gloria y los lugareños hablan, en el que la muerte acechaba detrás de cada esquina, de cada curva del camino, parece parte de la historia de otro pueblo. La celebración del Mercado Campesino, una actividad mensual convocada por la administración municipal, tiene uno de los costados del parque central colmado de personas que van y vienen por entre los toldos típicos de las ventas de productos tradicionales, entre los cuales tienen gran acogida los bizcochos de arriero, una especie de arepa hecha de maíz crudo asada en lajas de piedras ardientes, además de la panela en polvo, el plátano hartón, las arepas de chócolo, las plantas aromáticas, las verduras y los huevos. Por su parte, Gloria vende jabones artesanales de romero, caléndula y avena, hechos en una base de penca sábila. Aprendió a prepararlos en los grupos de apoyo a las víctimas, organizados por la arquidiócesis en Marinilla, hace cuatro años. Esos grupos, que también los hay en Granada, ayudan a recuperar el entusiasmo por la vida, el deseo de volver a salir a la calle, la confianza en los otros. Comienzan con terapias de abrazos y terminan con instrucciones como estas, las de las artesanías.

Un cantante joven, con una pinta de rockero en la que se destaca una barba de leñador, se acompaña con una guitarra en la interpretación de canciones carrangueras de Jorge Veloza. Todo es fiesta. Sin embargo, el optimismo no le alcanza a ninguno de los vendedores para esperar buenas ganancias. Los aguaceros de la noche anterior tienen a esta hora las calles mojadas y convertidas en espejos negros. El aire lechoso del invierno, el frío habitual del sector urbano y el cielo plomizo por el que difícilmente se asoma un sol borroso por breves instantes, siembran en todos ellos la certeza de que antes del mediodía volverá a llover y la sensación de que no es buena idea exponer toda la mercancía, la cual permanece en sacos y morrales detrás de ellos o por debajo de las mesas.

Precisamente estos factores, el clima, la temperatura, son los que más le han costado a Gloria para adaptarse a la cabecera del pueblo. A pesar de llevar allí 17 años, a duras penas soporta los fríos que algunas mañanas y noches no dejan subir los termómetros de los catorce o quince grados y debe arroparse con dos mantas gruesas. En cambio, La Aguada, su vereda, tiene un clima cálido. A estas horas no estaría todo el mundo abrigado, los hombres con las manos en los bolsillos, las señoras caminando con los brazos cruzados y todos buscando café caliente.

Gloria es una mujer blanca y de cabello rubio atado en una cola de caballo. Viste abrigo de lana, el cual deja sin abotonar sobre su camiseta tejida en el mismo material, de modo que se ven tres escapularios metálicos y un crucifijo descansando sobre su pecho.

—El jabón de avena es bueno para la piel; el de romero, para el cabello —le explica a una adolescente que se detiene a ver los productos, mientras su vecina de mesa, Luz Dary Parra, expone a dos visitantes que los bizcochos de arriero se llaman así porque los antiguos transportadores los llevaban en sus largas travesías y podían comerlos después de quince días de haberlos preparado, porque no se avinagran.

Tejido de contrastes

Ahora, cuando la gente trabaja, departe en las cantinas o las cafeterías, colma las calles, muchas de estas en declive, entra o sale de los dos templos de la parroquia Santa Bárbara, que tiene misa cada hora los sábados y los domingos, Juan Pablo Zapata, músico de la casa de la cultura, acostumbrado ya a la calma y quien soporta la temperatura sin drama y sin abrigo sobre su camisa, no está tan convencido de que la paz haya llegado a Granada de la noche a la mañana, como sostiene Gloria. Sin embargo, no sabe explicar cómo fue esa transición o si tardó mucho tiempo. Él llegó a este pueblo cuando casi todo el mundo se estaba marchando, a finales de los años noventa, siendo todavía un niño, acompañando a su madre, quien decidió aceptar un trabajo en el sector público de ese convulsionado lugar situado a 77 kilómetros de Medellín, al lado de la autopista que conduce a Bogotá. Y desde entonces siempre vivió en la zozobra. Su corazón se fue aquietando, sí, desde 2011, pero, ahora que piensa en ello, cree que la concordia fue llegando de a poco. Cada vez oían hablar menos de hombres armados sembrando terror en las veredas y veían menos botas y camuflados en la cabecera municipal. Desde entonces, los niños acuden con más asiduidad que antes a sus clases de música en la casa de la cultura y mantienen llenos sus grupos de guitarra, canto, piano y cuerdas tradicionales. También ve colmados los de teatro y danza, que él no dicta.

Otra que tampoco cree que la paz haya llegado de golpe es Yaneth Castaño. Ella sintió también los rigores de la guerra. Vivía en la vereda El Cebadero y antes del cambio de siglo mataron a su padrastro. El ambiente se tornó difícil y tuvieron que emigrar primero al pueblo y después, cansados de los constantes hostigamientos de los armados, a Medellín, por dos años.

—Los hostigamientos eran para uno morirse del susto —recuerda. A cualquier hora del día o de la noche, a algún grupo armado le daba por irrumpir en algún sector. La gente corría a esconderse. Las calles quedaban vacías. Hasta los perros callejeros, desprovistos súbitamente del paraíso de las carnicerías, huían despavoridos a ocultarse debajo de las bancas del parque o detrás de los basureros. Las puertas del comercio se cerraban. Pero si los bárbaros iban por una o más personas, éstas no estaban a salvo por haber corrido a sus casas y haber alcanzado a trancar la puerta. Hasta allá llegaban con lista en mano, sacaban al que requerían y se lo llevaban con ellos por la fuerza.

Yaneth evoca todo esto sin levantar la vista del tejido de mostacilla —una suerte de chaquira— con el que elabora un anillo colorido. Y lo hace sin emoción alguna, como si hablara de otra cosa. Desde que volvió del destierro, jamás ha retomado las labores agropecuarias. Ha fabricado balones, moños para el peinado de las niñas y ahora, cuando anda en su treintas, se gana la vida haciendo anillos y peinetas artesanales, luego de haber aprendido la técnica en internet. Distinto a lo que pasaba en ese tiempo de horror, hoy podrá quedarse hasta tarde en el pueblo y esperar a su esposo para irse con él en la moto hasta El Edén o, si de pronto se despeja el firmamento y hace buena noche, se podrán ir caminando despacio, sin temor de lo que pueda esperarles detrás de cada curva del camino.

Muertos de aquí y de allá

Después del mediodía nos damos cuenta de que el tiempo nos engañó a todos: no volvió a llover. Contrario a esto, un tímido sol, pesado, húmedo y no muy definido, consigue abrirse paso entre las nubes, para asomarse en el firmamento y tibiar el aire. Sin embargo, el cielo no está despejado. Cerrado el Mercado Campesino y después de un parco almuerzo en su casa del barrio San Pablo, Gloria García Herrera va caminando hasta el cementerio, donde suele rezar dos o tres salves por las ánimas del Purgatorio. No porque allí estén enterrados todos sus seres queridos. No. En esa época de violencia, en el Oriente antioqueño se vivió algo parecido a lo de la operación Cóndor en los países con dictaduras de Suramérica, en los decenios de 1970 y 1980, cuando los regímenes intercambiaban desaparecidos y muertos, y de este modo dificultaban el hallazgo y, sobre todo, la identificación de los cadáveres. Varios de sus parientes quedaron enterrados en San Carlos o El Santuario y, claro, en este camposanto hay muertos de otros municipios.

Mientras recorre las cuadras que la separan del cementerio saluda con un adiós a los conocidos que se le cruzan. A Jaime Montoya, director del Salón del Nunca Más, lo ve comiendo buñuelos torcidos —no los convencionales esféricos, ni tampoco los ovalados—, autóctonos de Granada, en un café de esquina, y él se ofrece a acompañarla.

Mientras caminan por las galerías del cementerio evocan el acto de petición de perdón de las Farc, realizado el 23 de septiembre de 2017, ya no como Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia sino como Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, representada por Pastor Alape. El padre Jiménez, en ese momento párroco de Marinilla, presidió el acto y celebró la misa. En la homilía dijo que “el mundo, Colombia y Granada necesitan el perdón para que la paz sea posible” y explicó que “perdonar no es permitir que quien nos agredió se salga con la suya o quede impune el daño que nos causó. El perdón es la mejor decisión que podemos tomar porque nos libera y nos permite ser capaces de salir adelante, independientemente de que la persona que nos hizo daño lo reconozca o no”. Al momento del saludo de la paz, en la eucaristía, fue el cura quien juntó al exguerrillero con una de las mujeres que enviudaron por las acciones de su grupo, para romper el hielo y conseguir que víctimas y victimarios estrecharan las manos y se confundieran en abrazos de perdón.

—Con Pastor Alape me asusté un poco —recuerda Gloria. Aunque tal vez fue más que un poco: vocera de las víctimas, durante su discurso en la eucaristía la gente vio cómo se turbó, se mareó y dejó de hablar. Parecía que fuera desmayarse—. He pensado que fue porque ese día, casualmente, se cumplían 24 años de los asesinatos de mi papá, mis dos hermanos y mi primer esposo.

Ese día, el exguerrillero les dijo a los presentes: “No tendría más qué decir que extender nuestros brazos ante ustedes, que les entregamos nuestras manos abiertas, esperando que algún día nos perdonen”.

Y a la pregunta de si cree que el representante de la FARC fue sincero, ella dice:

—Yo creo que él fue sincero en su petición de perdón, porque le temblaba la mano cuando me la dio.

Sin embargo, Gloria no lo sabe, hay quienes aseguran que el temblor de Alape se debe a un principio de mal de Parkinson que lo aqueja. ¡Vaya uno a saber!

* En la Feria del Libro de Bogotá presentó su novela “Los muertos que nadie llora”, de la Editorial de la Universidad Pontificia Bolivariana, colección Policías y Bandidos.

Granada solidario

Cuando alguien está a punto de llegar a Granada, tan pronto su vehículo abandona la Autopista Medellín-Bogotá y se interna por la serpenteante carretera de 13 kilómetros, casi toda pavimentada, nota la existencia de vallas con publicidad de cooperativas, con esas siglas a veces impronunciables en las que no falta la primera sílaba de esta palabra, acompañada del símbolo de los dos pinitos. Este municipio es cuna del cooperativismo colombiano y uno de sus hijos, Francisco Luis Jiménez Arcila, padre de este movimiento en el país.

Nacido en 1902, Francisco Luis cursó se graduó de abogado en la Universidad de Antioquia, así como de una licenciatura en ciencias económicas y sociales. Su tesis de grado sirvió de base para la elaboración de la primera ley cooperativa de Colombia, la 134 de 1931.

Convencido de la importancia de la integración cooperativa, este granadino que murió de 106 años, promovió la creación de federaciones nacionales e internacionales, así como la fundación de más de 200 entidades de esta naturaleza. Viajó por el mundo para asistir a congresos y seminarios sobre el tema. Entre las federaciones nacionales se cuentan Unicoop, Linalco, Ascoop y Fedecoop. Entre las internacionales impulsó la creación de la Confederación de Cooperativas del Caribe, en 1959, y la Organización de Cooperativas de América OCA, en 1960.

Al llegar al centro urbano y recorrer las calles, observa las sedes de varias de ellas, abiertas y concurridas. Coogranada y Coocreafam tienen cubrimiento nacional. Entre las dos suman más de 100.000 asociados, fuera de que son partes fundamentales de la economía solidaria en Granada. Por alguna de ellas, de puertas de vidrio, no es raro ver niños jugando. Es la cooperativa infantil Coingra.

Paula Zapata Arroyave, trabajadora social de Coogranada, cuenta que la entidad de la que hace parte y las demás cooperativas, han sido esenciales en la recuperación económica y social del municipio. “Estas entidades apoyan a los grupos productivos”. Señala que la actividad mensual Mercados Campesinos, organizada por la Alcaldía, cuenta con el apoyo del sector solidario, que encuentra en esa acción una estrategia “para no perder las costumbres, las recetas artesanales”, así como para estimular el intercambio y la “relación entre los habitantes, especialmente de distintas generaciones”.

Es tan fuerte el cooperativismo en Granada, que allí no funcionan los bancos privados, aparte del Agrario. Bancolombia intentó alguna vez asentarse, pero no tuvo éxito. Las cooperativas financian las iniciativas económicas. Los proyectos agrarios, pecuarios, de pequeñas empresas comunitarias.

Por esa herencia asociativa y solidaria, en Granada se dan fácil las asociaciones de mujeres, que se unen para producir cafés de origen, como el Gran, las galletas de café; de paneleros Mieles de Granada, que conservan uno de los renglones tradicionales de la economía local, y, además de panela por libras, la presentan también en polvo y producen panelitas y alfajores; el grupo El Roble produce veladoras; y campesinos moreros.

Nunca más reinará el terror

No faltan personas que, en Granada, le dicen Salón del Más Allá, al Salón del Nunca Más. Este es un espacio museográfico para reivindicar a las víctimas del conflicto armado. De acuerdo con Jaime Montoya, integrante de la Asociación de Víctimas Unidas de Granada, y uno de quienes lidera este proyecto, es una muestra de la capacidad de resistencia de los habitantes de esta población.

Es un espacio de esquina, situado a un lado de la casa de la cultura y del segundo templo de la iglesia de Santa Bárbara. Reúne historias narradas por los familiares de las víctimas. Más de 300 fotografías con retratos de mujeres y hombres campesinos, comerciantes, estudiantes, profesores y artistas colman las paredes blancas de este mueso. También hay objetos hallados en el sitio de los crímenes, algunos de estos, prendas de los civiles caídos.

Montoya afirma que este municipio, durante décadas, ha sido uno de los más afectados por el conflicto y sus habitantes han sido blanco de actos atroces, como la desaparición forzada, la violencia armada y el secuestro. Y con la iniciativa de no olvidar a las víctimas, en Granada buscan la no repetición de esos actos atroces.

Para eso realizan reflexiones y charlas. También hay una página de internet en las que están recopiladas muchas de las historias, así como la cronología del conflicto y experiencias de otras localidades.

Jaime Montoya y otros líderes están siempre prestos a narrarles a los visitantes cómo sucedió el conflicto en Granada y, más aun, a contarles la gran hazaña de la resistencia de la sociedad civil que, año tras año, recupera su prosperidad.

Por John Saldarriaga * / Especial para El Espectador

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