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Maldita fue la hora en la que Ángelo y Sebastián se acercaron a ver un partido de fútbol, que se jugó el 14 de mayo de 2014, en el polideportivo de Chilví, corregimiento ubicado a unos 25 minutos de Tumaco, Nariño. En la cancha, ubicada al lado de la estación de Policía, nueve uniformados apostaban la gaseosa. Los niños, de 13 y 14 años, que solían jugar con los policías, esa tarde estaban en la improvisada tribuna. Un fuerte estallido interrumpió el juego.
La granada que explotó dejó nueve heridos (los policías) y dos personas muertas: Ángelo Cabezas y Sebastián Preciado. Sebastián murió en el acto. La onda explosiva lo lanzó con violencia contra uno de los muros de la escuela. Ángelo agonizó durante cinco horas.
El primer comunicado que la Policía emitió después del ataque señaló: “Los adolescentes de 13 y 14 años están sindicados del lanzamiento del artefacto explosivo en contra del personal policial y, según informaciones de inteligencia, los menores fueron enviados por miembros de la columna móvil Daniel Aldana de las Farc”. Los días siguientes, en los medios de comunicación se habló sin descanso de los “niños bomba”. Incluso, el caso fue tema del primer debate de los entonces candidatos a la Presidencia de la República: Clara López, Marta Lucía Ramírez, Juan Manuel Santos, Enrique Peñalosa y Óscar Iván Zuluaga.
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Cinco años después, en Chilví, siguen sin entender por qué la Policía acusó a los pequeños de haber perpetrado el atentado. Cinco años después, Nurys Oneida Angulo, cantante y compositora, quien además era profesora de los niños fallecidos, aún llora cuando recuerda el sepelio de sus muchachos.
Cuenta que esa noche, mientras veía los ataúdes de Ángelo y Sebastián, una canción que sin previo aviso le dictó su corazón le evitó quebrarse y prefirió cantar para no llorar. La marimba sonó con fuerza, el cununo retumbó y ella gritó en forma de canto: “Están matando los niños, ¿por qué, mi Dios? / Dios mío, ya paren esto mi señor. / Los niños que aún soñaban, ¿por qué, mi Dios? / Con ser grandes futbolistas, mi señor. / En un minuto les robaron, ¿por qué, mi Dios? / Los sueños y una vida, mi señor”.
¿Cantar durante un sepelio? Tal vez ha sido por cuenta de esta tradición ancestral que las comunidades negras y palenqueras han logrado hacer una catarsis lo suficientemente fuerte para no derrumbarse o perder la fe por cuenta de lo que les ha quitado el conflicto interno que aún se libra en Colombia.
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Los alabaos y arrullos del Pacífico colombiano son cantos que crean un puente entre los muertos que se van y los vivos que quedan. “Es una forma de liberar el dolor y gritar mi sufrimiento”, explica Nurys Angulo, más conocida como la “Negra Ardiente”.
Desde hace un año, 17 mujeres, que viven en zonas veredales y urbanas de Tumaco y tienen familiares que han sido forzosamente desaparecidos, se reúnen para dar forma a un grupo que, aunque carece de nombre, tiene un objetivo claro.
“Expresar nuestro sentimiento. No todo puede ser dolor. A pesar de que sufrimos tanto por tantas desapariciones, el canto es una forma de supervivencia”, explica Carmelina Valencia, integrante de las cantaoras de Tumaco y líder comunitaria de la zona veredal. “Si estoy en este grupo es porque la vida me jugó una mala pasada. A veces uno pierde unas cosas y gana otras”, reflexiona.
Con una fuerza que solo ellas saben de dónde carajos alimentan, cuentan su historia. Son parecidas, pero tienen diferentes protagonistas. María Matilde Casanova del Castillo es la mayor del grupo. Tiene 76 años y la suficiente templanza y memoria como para recordar la vez que, por allá en los años 80, decidió enfrentarse a un comandante guerrillero que buscaba el apoyo de la comunidad que ella lideraba.
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“El alcalde nos citó a una reunión. Llegamos al lugar y de un momento a otro vemos que van llegando unos hombres armados hasta los dientes. Van dejando sus equipos (armas cortas, fusiles, granadas, radios) en la mesa y van diciendo que ellos no van a matar a nadie. Que simplemente estaban allí para explicarnos cómo estaban luchando por el pueblo”.
Como si aún estuviera mirando a aquel comandante guerrillero, María Matilde clava la mirada en el periodista, cierra los puños y recuerda lo que le dijo al hombre que llegó a intentar controlar el territorio: “Comandante, con todo respeto, nosotros no estamos ni con ustedes ni con ellos. Lo único que queremos es vivir en paz. Exigimos respeto por nuestras vidas, nuestras gallinas y nuestros marranos. No queremos problemas”.
Pasaron casi tres décadas del episodio. Por eso, cuesta imaginarse a la señora María en esa actitud ante un hombre armado. “No es que ahora por decirle esto es que vaya a amanecer muerta por ahí en cualquier parte”, le dije. El hombre me miraba sorprendido por lo que le estaba diciendo, pero hay que reconocer que fue muy respetuoso y jamás obligó a nadie a hacer algo con lo que no estuviéramos de acuerdo”, recuerda.
Con lo que sí está de acuerdo doña María es con empezar las presentaciones del naciente grupo. Con un “Ave María sea el Santísimo” siente que lo necesita decir porque “si no fuera por Dios, no hubiera podido aguantar tanto”.