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María del Carmen* se paró frente al comandante de la estructura de las Farc en la que estaba su hijo Diego Mauricio Chica Tamayo. Con sus 1.40 metros de estatura y sin dejarse intimidar por el arma y la presencia del guerrillero, le gritó el nombre de su hijo, le dijo asesino, le preguntó dónde lo tenía, por qué no se lo permitía ver y por qué no lo dejaba volver con su familia. Como respuesta, el hombre la golpeó. Cayó al piso con sangre en la boca. Una guerrillera se acercó y comenzó también a golpearla. Ella le devolvió los puños.
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“¿Que si sentía miedo? Sí, pero el dolor de haber perdido a mi hijo era tan inmenso, tan grande, que yo no medía las consecuencias. Me ganaba más el deseo de buscarlo y saber de él”, cuenta ella. A menudo iba hasta los campamentos de las Farc que operaban en Caquetá a preguntar por su hijo.
Fue en abril de 2001 cuando un grupo de guerrilleros que estaban reclutando a jóvenes en el pueblo** se llevó a Diego. Era un jueves en la noche. María había ido a visitarlo al día siguiente, pero no lo encontró. Pensó que se había ido con los amigos y que pronto volvería. “Fue cuando una vecina me dijo que en la noche la guerrilla se había llevado a varios jóvenes, entre esos a su sobrino y mi hijo”. Diego solo tenía 14 años y estaba aprendiendo panadería. Los miércoles, jueves y viernes tomaba clases y los fines de semana trabajaba en una cafetería.
Estudió hasta noveno grado en Florencia (Caquetá), lejos del corregimiento en el que vivía María con sus tres hijos pequeños, porque allá había más oportunidades de estudio. En Navidad fue a visitar a su mamá. En ese momento le dijo que no se quería devolver porque quería apoyarla económicamente, así que ambos decidieron que él se tomaría un año lejos de los estudios para trabajar, ahorrar y así salir hacia un lugar con más oportunidades.
Diego era un niño juicioso, estudioso, inteligente y muy noble, recuerda María. El sábado después de que lo reclutaron ella se enteró de que había un grupo de guerrilleros cerca y los alcanzó cuando pararon en la orilla del río. Allí iba Diego con otros jóvenes vestidos de camuflado. “Le grité y él volteó a mirar. En un barranquito que había cerca hablamos, pero estaba muy cambiado: nervioso, asustado, se estrujaba las manos. Le dije que huyéramos de ese lugar y que nos fuéramos a donde él quisiera, pero me respondió intimidado que lo dejara ir”. Esa fue la última vez que lo vio.
Ahí empezó su calvario. Lo empezó a buscar por todas partes, incluso poniendo a sus tres hijos en riesgo. “Cuando les preguntaba a los guerrilleros, ellos solo se burlaban de mí. Yo me volví muy cansona de tanto preguntarles por mi niño, hasta que se aburrieron y fue cuando el comandante me pegó”. Ese día, a María le dieron tres horas para abandonar el pueblo. Se fue escondida con sus tres pequeños en una balsa. Dejó atrás su finca y los 19 años de vida que tenía en ese lugar. No tardó en llegar la siguiente amenaza: “Si denunciaba lo de mi hijo, se metían con los tres más, así que nunca dije nada”.
Volvió a saber de Diego hasta la Navidad de 2015, un día en el que él la llamó. Aunque hablaron muy poco, ella recuerda que su hijo estaba emocionado por el proceso de paz y que le había dicho que si todo salía bien él regresaría a casa. Un año después le enviaron una foto de él a Whatsapp y le contaron que había sido asesinado, entonces enfocó su búsqueda en recuperar su cuerpo.
El día que la espera acabó
María del Carmen les preguntaba a los habitantes de la vereda Montañita, en Caquetá, y a los excombatientes que viven en el espacio de reincorporación de esa zona si sabían de Diego. Dio con gente que estuvo en la guerra junto con él y que empezaron a darle información. “Encontré el lugar donde lo habían sepultado, pero sabía que exhumar su cuerpo era un proceso muy complejo y largo, así que busqué apoyo en el Comité Internacional de la Cruz Roja Internacional (CICR)”. Sin embargo, al llegar el sitio se dieron cuenta que estaba repleto de minas. El proceso se retrasó hasta el momento en el que, en compañía con excombatientes, desminaron la zona.
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En febrero de 2018, el cuerpo de Diego Chica fue exhumado en Puerto Tejada (Caquetá). Ahí llegó el turno de Medicina Legal para realizar la identificación y la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (UBPD) se encargó de acelerar este proceso que, por lo general, toma años en lanzar un resultado. De acuerdo con María, fue un antiguo comandante de las Farc en la zona, y de quien Diego era escolta, quien la enlazó con la UBPD en junio de 2018.
La UBPD acompañó todo el proceso de entrega digna del cuerpo de Diego. En diciembre 14 de 2019 coordinaron la ceremonia. Esta fue privada, con María, sus hijos y algunos funcionarios. Ella lamentó los años perdidos junto a Diego, pero expresó la tranquilidad que sentía al saber que estaba con él de nuevo, a pesar de su muerte. Después del velorio lograron darle una sepultura digna en el cementerio.
Lo curioso es que en medio de este proceso y a través de información que le dieron las entidades, María se enteró de que Diego dejó una hija, que nueve años atrás puso la denuncia de la desaparición de su padre y había aceptado tomarse las pruebas de ADN. Dice, con anhelo, que ahora lo que viene es seguir averiguando por su nieta para ir juntas a visitar la tumba de Diego.
“A mí me duele mucho la pérdida de mi hijo, pero digo que la paz existe en el corazón de cada persona. Aplaudo y celebro que las Farc hayan querido dejar todo lo malo atrás y ahora estén pidiendo perdón y quieran hacer las cosas bien. Yo no les tengo rabia, en este momento solo tengo paz conmigo misma. Esto fue una guerra sin sentido”.
El caso de Diego Chica es el primer resultado público de la labor humanitaria de la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas, de la efectividad que tiene la coordinación entre las instituciones encargadas de la búsqueda e identificación y por supuesto, del trabajo que están haciendo los excombatientes de las Farc para reparar a las víctimas y encontrar a los desaparecidos por el conflicto armado.
De acuerdo con Luz Marina Monzón, directora de la UBPD, el trabajo humanitario abre un camino de diálogo y confianza con quienes tienen la información para que se puedan encontrar a quienes están desaparecidos o por lo menos, saber qué ocurrió con ellos. Los 276 casos que aportó las Farc en agosto de 2019 más la información de otras entidades como el CICR y organizaciones sociales están siendo contrastadas y en análisis para la construcción de los planes regionales de búsqueda en regiones como Chocó, Meta, Cundinamarca, Cesar, Caquetá, Cauca, Nariño y Antioquia.
*Se reserva los detalles de su identidad por razones de seguridad.
**Los nombres de los lugares fueron reservados por petición de la familia.