Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Gloria Yaneth Salamanca se metió a un curso de natación para saber qué se siente ahogarse. Cuando buscaba a su hijo Jhon Jairo Torres Salamanca, quien desapareció el 8 de octubre de 2006 en el corregimiento de Sánchez (Nariño), un hombre le comentó que un grupo armado lo había tirado al río Patía. Sin saber nadar se metió a la piscina y se fue por el borde hasta llegar al lado más profundo. Se impulsó de la pared hacia el centro y comenzó a manotear y a tragar agua. Sintió que algo le golpeaba el cuerpo. Era una barra. Se agarró de ella y de un solo jalón del instructor llegó a la orilla. “Salí de la piscina llorando. Yo solo pensaba en mi hijo. No lo podía creer: me le pegaron, le metieron un tiro y además me lo ahogaron”, pensó. No le importó el regaño. Para entonces ya había cometido peores locuras.
Gloria ha ido a decenas de entidades del Estado y a varios pueblos de Nariño, durante 14 años, buscando al Mono, como le dice desde pequeño: “¿Han visto a mi hijo Jhon Jairo? Él tiene los ojos verdes, tiene una mancha debajo del brazo y su clavícula está partida, ¿han visto a mi hijo Jhon Jairo?”. En ese momento, Jhon Jairo vivía en Sánchez porque estaba encargado de una oficina de giros llamada Invercosta. “Imagínese que él empezó a trabajar con el papá. Venía a Unilago, en Bogotá, y luego se iba a Pasto, y vendía partes de computadores. En esas conoció a un tal Álex Gallego. Él fue quien lo convenció de hacer el negocio, porque decía que era una buena plaza”, cuenta Gloria.
Sánchez es un corregimiento de Policarpa, un municipio ubicado en la cordillera del departamento de Nariño. En esta región, desde la década de los ochenta hasta 2006, se disputaban el territorio la extinta guerrilla de las Farc y las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Nariño no sólo es un corredor estratégico hacia el océano Pacífico y Ecuador, sino que también se ha caracterizado por ser zona cocalera. Los campesinos, que viven apartados de Pasto, la capital, han tenido que buscar el sustento en los cultivos de uso ilícito y así sobrevivir a la ausencia del Estado.
Como uno de los epicentros del conflicto armado colombiano, en Nariño también se dio el fenómeno de la desaparición, aunque todavía no se tiene un panorama de su dimensión. Mientras el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) asegura que se han presentado 2.329 casos de desapariciones forzadas, desde 1970 hasta 2015; el Instituto de Medicina Legal habla de 3.138, desde 1985 hasta 2020, y contempla las desapariciones ocurridas luego del secuestro o el reclutamiento.
En Policarpa, el CNMH reporta 174 casos y Medicina Legal, 201. Ambas cifras son altas, teniendo en cuenta que es un municipio de 8.000 habitantes y que se habla de un subregistro grande en estas zonas de cordillera. Organizaciones sociales han denunciado que las familias de las víctimas prefieren no hablar de sus casos por temor a represalias. “Es imposible entrar a muchos lugares. Antes por las Farc y los paramilitares. Ahora por los nuevos grupos armados que llegaron después de que los otros dejaron las armas y el narcotráfico, y amenazan a quien se atreve a reportar casos”, agrega Naya Parra, integrante del Colectivo Orlando Fals Borda.
Hoy es tarea de la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas esclarecer este universo, en medio de una guerra que continúa y que sigue aumentando los índices de desaparición por cuenta de nuevos grupos armados como Los Contadores, el Frente Oliver Sinisterra, las Fuerzas Unidas del Pacífico o el Bloque Occidental Comandante Alfonso Cano, que llegaron después de que las Farc dejaran las armas en 2016, tras firmar el Acuerdo de Paz con el Estado colombiano.
El viaje más largo de su vida
Jhon Jairo decidió irse a vivir en 2006 a un caserío, donde hasta hoy no hay calles pavimentadas y los servicios básicos funcionan intermitentemente. Gloria no sabía que se trataba de un lugar precario ni del alto riesgo que corría su hijo trabajando en Sánchez. El conflicto armado era un término lejano para una mujer que se dedicaba a limpiar casas en Bogotá. Hoy cree que el Mono no le contó para que no intentara indagar sobre el lugar. Temía que se enterara de los frecuentes combates entre grupos armados o lo que la gente decía, como que a diario bajaban cuerpos llenos de tiros por el río Patía.
El 7 de octubre de 2006, estando en Sánchez, Jhon Jairo llamó a Gloria para contarle que iba a visitar a su padre, en Pasto. El domingo 8 salió desde el corregimiento y desde entonces nadie volvió a saber de él. “Ese día yo le marqué muchas veces y no me contestó. Lo llamaba y sonaba: ‘en el momento no estoy, le devolveré la llamada’. Entonces yo esperé a que él me llamara. Además allá no entraba bien la señal. De pronto se había quedado en Sánchez. La angustia volvió cuando el papá del Mono me llamó y me dijo: ‘¿Usted sabe algo de nuestro hijo?’. Habían pasado ocho días”, relata Gloria.
Ella no dudó en armar su maleta. Compró un pasaje de bus de Bogotá a Pasto, que le costó $90.000 y que hasta hoy conserva. El viaje, el más largo de su vida, duró 18 horas. Cansada y angustiada, se encontró con el padre del Mono, que también se llamaba Jhon Jairo. No se veían hacía cinco años y aunque tenía atravesadas miles de preguntas, sólo atinó a abrazarlo. “Empezamos a llorar. Sentía el movimiento de su pancita. Ahí pensé que cuando el hombre y la mujer se unen forman una sola carne, y esa carne son nuestros hijos. O sea que a mi Mono le había pasado algo”.
Jhon Jairo, su pareja Olga y Gloria tomaron un bus en la mañana que se dirigía hacia Remolino Bajo Patía, una de las veredas de Policarpa, desde allí podían alquilar una moto para llegar a Sánchez y buscar al Mono. En el recorrido unos hombres armados detuvieron el bus y los requisaron. Gloria pensó que era el Ejército, pero rápidamente su exesposo le murmuró que se trataba de la guerrilla: “Ellos tenían esa zona controlada. Así que empezaron a preguntar de dónde veníamos y hacia dónde íbamos. Me acuerdo que me anotaron en un libro. Yo le respondí que venía de Bogotá, porque me quitaron a mi hijo. Esa es la frase con la que empecé y no he terminado”.
Se volvieron a montar al bus. Un par de horas después, otras personas los pararon. Esta vez no vestían camuflados, aunque sí portaban armas. Eran paramilitares. Les decían “manada de hijueputas, bájense ya”. Temblando, ellos pasaron los papeles. Los requisaron y les dieron paso. El susto lo pasaron con otras cinco horas de camino. Gloria recuerda que cuando llegó a Paseo Real, la zona urbana de Sánchez, se bajó del bus ya cayendo la tarde. Le llamó la atención la cantidad de papeles pegados en los postes, las ventanas y las puertas. Pensó que se trataban de anuncios publicitarios o quizá de perros o gatos perdidos. Se fue acercando uno a uno y se dio cuenta de que eran carteles con fotos de personas dadas por desaparecidas de municipios de la cordillera.
“Me bajé con la foto del Mono y me fui a un local donde me dijeron que trabajaba. Le pregunté a una señorita que estaba buscando a una persona. Cuando le mostré quién era, me abrió los ojos. Me respondió: ‘Ya vengo’. Salió corriendo. Luego regresó con un muchacho que me preguntó: ‘Doñita, ¿usted a quién está buscando?’. Le mostré la foto y me dijo: ‘A él le pegaron un tiro y lo echaron al río”. Gloria sintió morirse. No pudo hablar, no pudo controlar esfínteres. Mientras Olga lloraba, ella apenas se daba cuenta del charco de orines que había dejado en la calle polvorienta. Jhon Jairo llegó aterrado por lo que veía de lejos y, en medio del impacto de la noticia, atinó a preguntar quiénes eran los responsables. El joven señaló hacia una montaña y le respondió: “Los del cerro”.
Y hacia el cerro se fueron. Alquilaron dos motos para adentrarse en el tupido monte y buscar a quienes se habrían llevado al Mono: “Me fui a enfrentarme con el enemigo, con quien me causó tanto dolor, tanto miedo. Cuando llegamos me asustaron los ruidos, los pájaros, las luciérnagas. Al final llegamos a un pueblito. Fue tremendo: uno usualmente cuando llega a un pueblo escucha música, ve a los niños jugar. Pero aquí era distinto. No había nadie en el parque y las puertas de las casas estaban caídas, llenas de huecos. El papá de mi hijo me dijo que eran tiros”.
Caminaron hacia el parque, luego se metieron por una trocha y comenzaron a escuchar ruidos. Gloria sentía que estaba en un campamento del Ejército porque todos estaban uniformados. Se dio cuenta de que era la guerrilla cuando vio sus boinas. Le sorprendió la cantidad de mujeres y niños que había. Pidió hablar con el comandante, pero le buscaron excusas para evitar su encuentro. Gloria duró varios días en esa zona rural, no recuerda cuántos, pero siempre estuvo atenta a las pistas. Dice que en su estadía vio el reloj y un jean del Mono, que no olvidaba por los rotos y su color: “Los vi puestos en el segundo del comandante”.
Con más razón insistió. Y entre más le decían que no, ella advertía que no se iba a ir. Reclamó tanto que el comandante, conocido en la guerra como El Cachorro o Elkin Ferney Marín, le dijo que se vieran. Ella está convencida de que fue él quien le quitó al Mono, aunque esa tarde se lo negó en su cara. Le habló del reloj, del jean y de lo que le dijeron en la zona urbana, pero el hombre siempre respondió con evasivas.
A pesar de su silencio, Gloria no se quedó quieta. Preguntando en las entidades estatales averiguó más detalles de El Cachorro: “Su apellido en realidad era Motas, era proveniente del Caquetá y sé que hizo parte del Frente 15 de las Farc”. Gloria le entregó esa información días después a la Fiscalía cuando hizo la denuncia en Pasto, el 26 de octubre de 2006.
Cuando radicó la denuncia la oficina estaba atiborrada de gente y de papeles. La recibió el fiscal Henry López Obando, a quien le hizo una descripción detallada de su hijo: “Es rubio, tiene los ojos verdes, es fornido, con cara ovalada, cejas pobladas, dentadura completa y una mancha morada en el brazo derecho”. El funcionario le pidió que se fuera a Bogotá porque ya no había nada qué hacer.
Cada semana, sin falta, preguntó a la Fiscalía o Policía si sabían algo del Mono. Sólo hasta un año después el Gaula de Pasto le notificó que un desertor del Frente 29 de las Farc, conocido como El Odontólogo, había dicho que su hijo estaba vivo, que era conocido como El Paisita y estaba secuestrado por El Cachorro.
Eso fue lo último que Gloria supo de su caso. Durante 12 años, las autoridades encargadas de buscar a Jhon Jairo no le volvieron a contestar sus llamadas ni derechos de petición. Aunque eso poco le importó. Ella buscó otras maneras para encontrarlo: tocó las puertas de los medios de comunicación; se metió a organizaciones de desaparecidos, como País Libre, y salió a marchar con ellas reclamando verdad y justicia; fue a la cárcel a indagar sobre el paradero de su hijo con exguerrilleros desmovilizados, y hasta buscó trabajo en la Unidad de Víctimas. Hoy, a sus 61 años y con quebrantos de salud, no tiene más pistas sobre dónde puede estar su Mono.
La esperanza
Cuando la guerrilla de las Farc negociaba el Acuerdo de Paz, en La Habana (Cuba), en 2014, Gloria pensó que se avecinaba su oportunidad de encontrar a Jhon Jairo. Su caso en la justicia estaba cerrado, así que fue un alivio enterarse de que entraba en funcionamiento la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), un tribunal con el que se espera sancionar a los responsables de delitos atroces y encontrar la verdad de los casos impunes de la guerra que libró el Estado colombiano con este grupo armado.
“Apenas me dijeron en País Libre que debíamos estar ahí me emocioné”, dice. Gloria fue acreditada como víctima en el caso 01, conocido como Retención Ilegal por parte de las Farc-EP o secuestro. Aunque hasta ahora no ha obtenido respuestas, al menos han intentado indagar en su caso. Los funcionarios de la JEP están investigando qué pasó con el Mono y contrastando la información que durante esta década recolectó Gloria con los exguerrilleros de esa zona.
“En diciembre de 2020 tuvimos una audiencia con Héctor Julio Villarraga, le decían el Grillo. Él tuvo secuestrado a los 11 diputados del Valle. Una buena parte del encuentro habló de ellos, pero al final la magistrada Julieta Lemaitre le preguntó por mi caso. Él se comprometió a averiguar qué pasó con mi Mono”, recuerda Gloria.
La JEP no juzga por delitos individuales. Esta justicia intenta explicar fenómenos de macrocriminalidad, a partir de los testimonios de los responsables, la recolección de informes y relatos de las víctimas, las entidades del Estado y las organizaciones sociales. Sin embargo, la JEP le ha preguntado a quienes están sometidos a ella sobre algunos casos puntuales, como el de Gloria. Villarraga y los excombatientes del Frente 29 deben responder por el secuestro y posterior desaparición del Mono.
Al mismo tiempo, su caso también lo adelanta la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas, otra de las entidades que se crearon tras el Acuerdo de Paz y que tiene la particularidad de ser un organismo extrajudicial. Dos investigadores asumieron su caso y Gloria espera que pronto tenga respuestas.
Gloria advierte que no quiere dinero ni tampoco actos de perdón; sólo desea saber qué sucedió con su hijo, si está vivo o no. Teme que su salud empeore y no pueda conocer los hechos, como le ocurrió al padre del Mono, quien falleció hace tres años. Ya ni siquiera sale a montar bicicleta por temor a contagiarse del Covid-19: “Me tengo que cuidar porque, con tantos achaques, no me puedo morir sin saber de Jairito. Es mi única preocupación”.
Dice también que ya perdonó a quienes le causaron su dolor. En medio de tantas puertas que tocó buscando a Jhon Jairo, Gloria se encontró con el teatro y fue en el mundo del arte donde pudo dar ese paso. “La actriz Alejandra Borrero quería hacer una obra con víctimas y victimarios del conflicto armado. Ella le hizo un comentario sobre este tema a un amigo coronel y él le ayudó a contactarse con la Unidad para las Víctimas, donde estaba trabajando, para buscar a personas interesadas en procesos de reconciliación. Así fue como me recomendaron a mí”, relata.
El primer día todos se saludaron y llenaron un formato en el que les proponían describirse a sí mismos sin contar su papel en el conflicto armado. Gloria dijo que era una mujer alegre y amante de la bicicleta. Aunque ella estaba lista para interpretar su propio papel, quien lideraba la actividad decidió cambiar los roles: ella debía, entonces, oír y ver cómo un desconocido actuaba sus palabras.
Con este tipo de actividades, poco a poco, los fueron uniendo hasta que un día, cuando el cariño entre ellos ya era inevitable, les pidieron que se contaran la verdad. Ahí se dio cuenta de que varios de sus compañeros hicieron parte del grupo armado que se llevó a Jhon Jairo. “Era muy tarde para devolverme a la rabia. No podía haber rencor. Yo ya los quería mucho y ese proceso me sirvió para entender, para reconciliarme con mi historia y con ellos. A partir de eso creamos Victus: víctimas y victimarios en victoria”, cuenta.
Ha viajado por todo el país: Pasto, Medellín, Bogotá, Florencia, y la lista continúa. Su historia le ha traído mucho dolor, pero también reconoce que la ha llevado a conocer lugares, personas y vivir momentos que la han hecho la mujer fuerte y generosa que es ahora. Y por más que su familia le siga insistiendo que deje de buscar, Gloria repite una y otra vez que no parará hasta encontrarlo: “No viví eso sola. El Mono siempre ha estado presente. Yo no soy perfecta ni soy una santa, pero trato de ser la mejor persona para algún día ir a ese cielo donde está mi Mono, si es que ya no está. Y si está aquí en la tierra, que se entere de que su mamá lo sigue buscando, que no descansa y no desfallece, a pesar de que tenga que seguir viviendo el día a día, que es complicado sin él”.