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Cuando el país discutía sobre la tipificación del delito de desaparición forzada, en 1993, Yaneth Bautista tuvo que ver por televisión el debate que se daba en el Congreso, escondida en una casa, por cuenta de las amenazas que venía recibiendo. A pesar de haber impulsado el proyecto de ley debía estar ausente en ese escenario democrático. Mientras los militares daban sus opiniones de por qué era innecesario crear ese delito porque no existía, a ella la condenaron a la censura. Se moría de ganas por estar ahí explicando cómo esa norma explicaría lo que le pasó a su hermana y su compañero, Nidia Erika y Cristóbal Triana, desaparecidos en agosto de 1987, a manos de agentes de inteligencia del Estado por ser militantes de la guerrilla del M-19.
“Nuestro primer sueño era que hubiera una ley que castigara las desapariciones forzadas como delito, porque los casos los llevaban por secuestro. Pero eso no era lo que les pasaba a nuestros seres queridos. En el secuestro puedes pagar por su rescate o sabes, al menos, quién lo tiene. La desaparición es el crimen perfecto, la idea es no dejar rastro y así causar terror en la gente, para que no hagan lo mismo que las personas que desaparecieron. Entonces promovimos la norma más de 14 veces. Esa fue tan solo una. Los militares no querían, porque supuestamente era un ataque a su honra y honor. Pero allá estaban, de primeros, en la sede del Senado. Y yo, mientras tanto, estaba escondida para proteger mi embarazo”, relata Yaneth. La ley llegó hasta el año 2000.
Desde que empezó a buscarlos, primero en hospitales, brigadas y cárceles, Yaneth recibió amenazas. Las intimidaciones se incrementaron entre más buscaban a Nidia Érika y a Cristóbal: “Cuando llegaba al edificio donde vivíamos, timbraba y timbraba el teléfono. Yo contestaba y no había nadie detrás de la línea. Eso pasó muchísimas veces. Era un mecanismo de terror para decirme que sabían que estaba buscándolos. La nana de mis hijos veía siempre hombres encapuchados en la puerta de la casa. Luego más adelante en la oficina llegaban hombres el Ejército a la oficina. La inteligencia militar no paraba de seguirnos”.
La violencia continuó cuando estuvieron ad portas de encontrarlos: Yaneth cuenta que el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) le “montó” cinco investigaciones judiciales a raíz de unas declaraciones que dio en medios de comunicación. En la lista había, incluso, un “invento de hurto”. Aún así, continuó su búsqueda.
En 1990, un suboficial del Ejército se acercó a su familia en Colombia para contarles dónde estaba Nidia Érika. En su declaración ante la Procuraduría, el hombre aseguró que miembros del Ejército la subieron a una camioneta, donde sufrió torturas y violencia sexual, y luego fue llevada a una finca en Guayabetal. La familia Bautista, de la mano de su abogado, Eduardo Umaña Mendoza, pudo localizar su cuerpo.
“Nosotros logramos recuperarla, la enterramos, pero luego llegó otra violencia que no podíamos creer: bajo el fuero penal militar, el cuerpo de Nidia Érika fue reclamado por los militares, por los perpetradores del crimen, porque supuestamente era de su competencia. Dijeron que ese cuerpo no era de ella sino que habíamos hecho una farsa con los restos. Entonces la juez ordenó quitárnoslos”, expresa Yaneth, para quien este hecho ha sido la mayor revictimización del Estado, pues tardaron otros 10 años en comprobar que ese cuerpo sí correspondía a Nidia Érika.
La presión era abrumadora. Además de Yaneth, Erik Arellana, el hijo de Nidia Érika, también fue amenazado. Así que a la familia Bautista no le quedó otra opción que exiliarse. “Los seguimientos, las amenazas, los montajes nos obligaron a salir del país. Éramos solo unos humildes familiares que nos encontrábamos para trazar estrategias y buscar a nuestros seres queridos. El exilio es la muerte en vida, el desarraigo, la soledad”.
No se quedó quieta y desde Alemania, el país que la acogió, siguió trabajando por su caso y los de decenas de víctimas, a través de la Fundación Nidia Érika Bautista. El cambio en ella fue radical: pasó de ser una secretaria de gerencia de multinacionales a defensora de derechos humanos en el mundo, pues alcanzó a ser la presidenta de la Federación Latinoamericana de Familiares Desaparecidos. Cambió los sastres y los tacones por tenis y pancartas en búsqueda de justicia y derechos para los familiares de los desaparecidos, quienes no sólo tenían que cargar con el dolor de la desaparición de sus seres queridos sino también con aguaceros de violencias constantes que hasta hoy, 34 años después continúan.
Beatriz Méndez, integrante de la Madres de Falsos Positivos de Soacha y Bogotá (Mafapo), conoce muy bien, por ejemplo, las secuelas de la estigmatización, otra de las afectaciones que sufren las mujeres buscadoras. En 2004, el Ejército desapareció y luego asesinó (en estado de indefensión) a su hijo, Weimar Armando Castro Méndez, y a su sobrino, Edward Benjamín Rincón Méndez, para ser presentados como guerrilleros muertos en combate, en Bogotá. Los cuerpos fueron encontrados dos días después. Sin embargo, aún no se conoce la verdad sobre este hecho. Ella sigue llamándose a sí misma buscadora, porque “no sólo se trata de un cuerpo, sino de esclarecer qué pasó”.
El día que sucedió la desaparición de Weimar y Edward, su hermana fue a reportar el hecho a un CAI de la Policía, pero la respuesta de los agentes la dejó atónita: “Váyase tranquila, mi señora, eso deben de estar con niñas indeseadas”. Aunque quería poner el denuncio, el uniformado le respondió que debía esperar 72 horas, tiempo que, según Beatriz, “es oro en medio de esas circunstancias”. Luego esa regla se cambió y hoy el Estado debe comenzar la búsqueda inmediatamente.
La familia de Beatriz supo dónde estaban los muchachos después de que un familiar escuchó en una emisora: “¡Alerta, atención, en el sur de Bogotá fueron dados de baja dos guerrilleros. Al parecer uno de ellos se llama Edward Rincón”. De inmediato se fueron a Medicina Legal, donde les entregaron el reporte: “dados de baja en combate”. La hermana y el cuñado de Beatriz no podían creer lo que les estaban diciendo ni las cosas que les entregaron como pertenencias de sus familiares, entre ellas, un camuflado.
La tarde que desaparecieron, los jóvenes dijeron que iban a salir a dar una vuelta por el barrio en medio de la celebración del día del padre. Lejos, muy lejos estaban del conflicto armado. “Ellos les explicaron que eran unos muchachos sanos, que no tenían nada que ver con eso y no nos hicieron caso. No entendíamos ni siquiera cómo había un combate en Bogotá, eso no pasaba nunca”, asegura Beatriz.
Y cuando quisieron denunciar el homicidio y la irregularidad de los uniformes, la Fiscalía vulneró su derecho a la presunción de inocencia: “¿Denuncia de qué, si a esa gente, a los guerrilleros, no se les siguen procesos? Bótelos (los uniformes), quémelos, eso no sirve de nada… Más bien, dígame a qué grupo pertenecían sus hijos”.
Cuatro años después, dice, escucharía las mismas palabras en boca del entonces presidente de la República, Álvaro Uribe Vélez, quien ante la pregunta de periodistas de si creía en las denuncias de las muertes ilegítimamente presentadas como bajas en combate en Bogotá y Soacha, respondió: “De seguro, esos muchachos no estaban recogiendo café”.
Por lo sucedido, en el barrio empezaron a rechazarla. La gente se alejó pensando que era cierto que sus familiares eran guerrilleros, “que seguro los mataron por algo”, le repetían. Ante un Estado incapaz de reconocer los hechos, quedó a merced de las amenazas de sus victimarios, que tenían miedo de ser descubiertos por la agilidad con la que investigaba Beatriz. Los papeles bajo su puerta, llamándola “sapa hijueputa”, empezaron a aparecer con más frecuencia. Así que decidió desplazarse al campo.
En su nuevo lugar de residencia pasó por problemas económicos. Le tocó empezar de ceros y, de paso, multiplicarse en sus oficios. Ya no sólo era una ama de casa sino también una investigadora del caso. Pero gracias a ello, advierte, fue así como conoció a las Madres de Falsos Positivos de Soacha y Bogotá (Mafapo). Desde hace 12 años es una integrante activa, que no se pierde una sola audiencia ante la justicia y mucho menos una marcha para reclamar por sus derechos a la verdad y la reparación.
Sin embargo, su activismo le trajo conflictos al interior de su familia, que sin respuesta de las autoridades ya estaba resignada. Le pedían a Beatriz que no siguiera, en parte, por miedo, pero también porque dejó de ser la madre cuidadora las 24 horas de los siete días de la semana. “Sé que mis hijos me necesitan y ahora tengo una nieta que también me necesita. Pero yo no puedo dejar de buscarlos. Ha habido peleas fuertes, pero ellos deben entender que la desaparición me hizo otra mujer”. Beatriz afirma que, al igual que ella, otras compañeras pasan por esas mismas tensiones en sus casas y, en ocasiones, terminan en violencias basadas en género. Prefiere reservarse los casos, pero denuncia que dentro de los hogares también viven otra guerra.
Olga Esperanza es otra mujer que da cuenta de estas violencias, pero ella habla puntualmente de una: el acoso. Su esposo, José Vicente Rojas, fue desaparecido cuando trabajaba como militar en Urabá, una región históricamente azotada por las guerrillas, los paramilitares y el narcotráfico. El 2 de noviembre de 1991, José Vicente madrugó a irse a las cuatro de la mañana para Mutatá, un pueblo cercano a Carepa, donde residían. Allí fue raptado por la guerrilla de las Farc, en cabeza de Elda Neyis Mosquera García, conocida como Karina, la excombatiente más temida de este grupo armado.
Cuando Olga Esperanza interpuso la denuncia, le tiraron la puerta en la cara: “Fui a decirle al procurador (ministerio público) que me ayudara a buscar a mi esposo, y me dijo: ‘Si no hace nada el Ejército, que tiene todos los medios para buscarlo, muchísimo menos yo, señora’. Y me botó los papeles al piso”. Sola, con sus dos hijos, tuvo que irse a Bogotá sin un respaldo de las fuerzas militares.
En la capital buscó ayuda, pero se encontró con hombres que solo se querían aprovechar de sus precarias condiciones. ”En estas circunstancias siempre viene el hombre aprovechado. El hombre ejecutivo, que lo ve a uno mal y le dice: ‘Yo te doy dónde vivir y te vas a vivir conmigo y nos vamos a vender seguros’. También buscaba en las ofertas laborales: se busca mujer simpática para trabajo ejecutivo. Y usted se va para el centro al trabajo ejecutivo (menos mal no fui sola) y lo que ofrecían era trabajo sexual”.
En su casa decían que era prostituta. Cuando Olga Esperanza buscaba ayuda con generales y medios de comunicación para visibilizar el caso de su esposo, su familia la agredía: “Era porque yo salía. Y obvio tenía que salir a los medios, a los periódicos, las emisoras, la televisión, a mirar cómo hacían para que me reconocieran. O también para hablar con los generales, ¿o usted cree que irle a hablar a un general es fácil? Yo me quedaba. Si no era hoy, era mañana. Si usted llega, no la atienden. Pero yo no me iba hasta que me ayudaran. Un día me acuerdo que llegué a la casa de una tía, escurriendo agua, con los calzones mojados. Y me dijo que me iba a pegar por llegar así. La gente nunca sabe lo que uno está haciendo, cómo y por qué. La mayoría de personas le dice a uno: no busque más, ¿para qué jode? ¿Por qué busca? ¡Ese man está muerto!”.
Incluso, denuncia que fue estigmatizada por otras víctimas del Estado, quienes la tildaban a ella y a su esposo de asesinos: “Una vez que empezamos a formarnos en grupo, nos damos cuenta del rechazo. A nosotros nos tildan porque pertenecemos a la fuerza pública. Nos dicen asesinas. Nos tratan mal la gente de otras organizaciones, que son víctimas del Estado. Incluso nos rechazan porque creen que nosotros quedamos pensionadas, con carro, casa y beca. Entonces nos preguntan qué reclamamos”.
No se dejó amedrentar y, por el contrario, Olga Esperanza decidió organizar a las víctimas pertenecientes a la fuerza pública, quienes hasta ese momento ni siquiera habían compartido sus experiencias. Fue así como se creó Funvides, una de las organizaciones más importantes de víctimas de desaparecidos y secuestrados en el país.
A pesar de todas estas dificultades, Yaneth, Beatriz y Olga son cabezas visibles en sus organizaciones y advierten que su afectación las convirtió en sujetas políticas: se tomaron el espacio público, que antes no sentían como propio, para reclamar por sus derechos. Dejaron de estar exclusivamente en sus casas, todas de clase media baja, y servirles a sus esposos o hijos e hijas, y se dedicaron a expresar la rabia y el dolor que provocaron las injustas desapariciones de sus familiares.
Reconocen que los cambios en la configuración de ellas como sujetas políticas las han llevado, incluso, a desconocerse. Jamás pensaron que pudieran llegar a ser tan resilientes y fuertes ante un Estado que, según ellas, las ha revictimizado, pero ante el cual no se quedan quietas. De hecho, señalan que hubo una transformación en discurso: dejaron de pedir a ayuda y comenzaron a exigirle los deberes al Estado.
“Yo ya hablo con propiedad. Decían que esas mamitas eran chillonas, limosneras. Yo voy a mostrarles que nos duele y algunos momentos nos van a salir lágrimas, pero nos hemos empoderado y ya vamos a exigir. Ya no es: ‘Por favor díganos que pasó con nuestros hijos’. Ellos no estaban haciendo nada malo y nos tienen que decir quién lo hizo y por qué. Después de décadas esperamos justicia”, agrega Beatriz.
Las mujeres buscadoras entienden que sus acciones tendrán repercusiones en los demás. Por eso no se cansan, según Yaneth. “No se trata de buscar a los nuestros y ya. Esto tiene vida en lo colectivo. Por eso, a pesar de encontrarlos, seguimos luchando por todos los casos. Vivos se los llevaron y vivos los queremos a todos. Y esperamos que algún día podamos tener un país libre de estos crímenes para nuestros nietos”. Y es que de algo sí están seguras: mientras persista el conflicto armado, las violencias en su contra y las desapariciones, a su pesar, continuarán.