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Descansando en una mecedora, Yorlenis Mena Mosquera, una víctima de la masacre de Bojayá (Chocó) ocurrida en 2002, cuenta que el capítulo de este horror aún no se puede cerrar. Después del cilindro bomba lanzado por las extintas Farc, en medio de combates con los paramilitares, murieron cuatro integrantes de su familia: su mamá, María Rosa Mosquera, y tres hermanos: Diana, Walter y Ana Mena. Esta semana, después de 17 años, por fin Medicina Legal y Fiscalía les entregaron la mayoría de los cuerpos, pero todavía se desconoce el paradero de María Rosa.
Yorlenis se salvó de morir porque unos minutos antes del estallido le dijo a su esposo que no se sentía bien y debía salir de la iglesia. Y por esa bocanada de aire, recuerda, hoy puede relatar esta historia. Sus hermanos murieron inmediatamente, pero su madre quedó herida. Aunque fue trasladada a Vigía del Fuerte (Antioquia) para ser atendida, los médicos no pudieron curarle las lesiones infectadas. “Ella murió y decidimos llevarla a Quibdó. Era imposible enterrarla aquí porque la violencia era dura”, dice.
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Sin embargo, cuatro años después, la familia quiso exhumarla y llevarla hasta Bojayá, donde ella hubiese querido ser enterrada. El problema fue que al llegar al municipio se encontraron con peores condiciones que en la época de la masacre. Entre todos y de afán, por el miedo del acecho de los grupos armados, la sepultaron sin lápida ni una cruz que identificara el sitio. Luego ellos se fueron por una larga temporada y cuando quisieron volver no la encontraron.
“Ahora no nos acordamos dónde la enterramos. Lo olvidamos y no pudimos ponerle una marca porque teníamos miedo. Al principio yo me sentía culpable, pero luego pensé que el principal responsable era el Estado, que no fue capaz de garantizarnos la seguridad. En esa época era imposible”, asegura. Hoy las autoridades la catalogan como desaparecida.
Este no es el único caso. En una casa más adelante, donde no hay luz eléctrica, está huyendo del calor Macario Mosquera Asprilla, oriundo de Pogue, un corregimiento de Bojayá. Macario perdió a más de una docena de familiares. Esta semana, las autoridades, en la entrega colectiva que se realizó en Bojayá, reportó que todos fueron identificados excepto su sobrino, Stevenson Palacios Caicedo, un joven campesino.
Tras la tragedia, Stevenson fue sepultado en el cementerio de Riosucio por orden de la Fiscalía, después de que esta entidad hiciera una primera exhumación para recolectar pruebas y esclarecer lo que sucedió ese 2 de mayo. Sin embargo, cuando los bojayaceños le pidieron al Estado desenterrar de nuevo a sus familiares en 2007 por las dudas sobre la plena identificación de los cuerpos y las causas de su muerte, la Fiscalía no encontró el cadáver de Stevenson.
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“La razón que nos dan sobre por qué no lo encuentran es que donde lo enterraron hay otras bóvedas de personas del municipio. No entendemos por qué la Fiscalía lo dejó ahí sin tener la precaución de que era una muerte violenta y no ubicarlo en un sitio para conservar sus restos, que pudieran entregar a la familia de una manera decente”, cuestiona Macario.
Ahora el proceso es traumático: “Para encontrar su cuerpo hay que remover las bóvedas de las personas que están. Y nosotros, con todo el dolor y el derecho de encontrarlo y darle una cristiana sepultura, no queremos causarles un dolor a las personas que tienen a sus familiares enterrados en este cementerio, podríamos vulnerarlos”.
De acuerdo con el Comité de Víctimas de Bojayá, se pudieron dar explicaciones en ochenta casos: 72 cuerpos fueron plenamente identificados; seis previamente identificados, es decir, se sabe que pertenecen a una familia, pero fue imposible determinar con exactitud qué nombre tenían y finalmente dos no pudieron ser identificados por el deterioro de los huesos. Pero aún hay reportados diez casos de personas desaparecidas. Cuatro de ellas a causa de la negligencia de la Fiscalía, cree el Comité.
“Se requiere un compromiso real para seguir buscándolos por parte de estas entidades y la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas (UBPD), pues este proceso no se cierra hasta lograr encontrar la última persona”, manifiesta Yuber Palacios, uno de los integrantes del Comité.
Y no van a parar hasta encontrarlos. Según Yuber, el mensaje seguirá siendo el mismo: “Nuestros muertos no son cifras, son personas que perdimos en un instante. Reconocemos el avance en los procesos de identificación, pero hace falta la dignificación de otras víctimas, la plena identificación de la fosa n.° 75, el reconocimiento de nuestros niños que murieron en el vientre. Nos hace falta justicia y verdad. Esto es una total impunidad”.
En la fosa 75, explica Gina Camacho, coordinadora técnica de Equitas, equipo forense independiente que ha asesorado a las víctimas de Bojayá, están veinte grupos de fragmentos óseos que aún faltan por estudiar, pues no sabe a ciencia cierta de quiénes son. Allí podría haber una respuesta para quienes están buscando a sus seres queridos desaparecidos.
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Camacho considera necesario que la Fiscalía continúe con las labores investigativas y amplíe los testimonios. “Desde Equitas hemos pedido que se genere un plan de búsqueda tanto de las personas que fueron sepultadas en el cementerio de Riosucio como de otras personas desaparecidas días antes o posteriores a la masacre y que pudieron ser arrojadas al río”.
La Fiscalía manifiesta que continuará con su labor de la mano de la UBPD, aunque preocupa que sus respuestas aún tomen tanto tiempo. A Yorlenis le pidieron que intente recordar más lugares y que, cuando los identifique, llame a las autoridades. A Macario le comentaron que están esperando el traslado del cementerio de Riosucio que se le ordenó al alcalde y hasta que eso no suceda no puede continuar con la búsqueda.
Si bien los diez cuerpos no han sido encontrados, las víctimas pidieron un espacio en el mausoleo para que sean recordados y que la gente no olvide que deben ser encontrados. Yorlenis ahora visitará a su madre y sus hermanos, pero advierte que no se siente igual porque, seguramente, le hubiera gustado estar al lado de sus hijos y llegar hasta el cielo con los cantos tradicionales de alabaos que no escuchó. Ahora espera que no pasen otros 17 años para saber dónde está.