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El 18 de noviembre de 2004, cuando un grupo de hombres del Bloque Norte de las Autodefensas Unidas de Colombia (ACU) entró a su finca, Marisol Padilla había acabado de parir. No le sorprendió la visita, porque desde hacía dos semanas la gente de la vereda Caravaggio, en Fundación (Magdalena), hablaba de una posible toma de los paramilitares ante la negativa de los campesinos y finqueros de pagarles las “vacunas”, como se les conoce a las extorsiones. Ella escuchaba rumores de desapariciones, torturas y maltratos, pero, como bien lo dice, “la realidad solo se entiende cuando entra a tu casa”.
Marisol creía que no iban a molestar a su familia por su condición, sin embargo, a los guerreros poco les importó que estuviera débil. Les pidieron, a gritos, que salieran de la finca. Su suegra rogó para que la dejaran tranquila y a cambio recibió un empujón. Marcos Antonio Aguilar Orozco, el esposo de Marisol, se salió de control y comenzaron los golpes. Y mientras lo atacaban, su hijo mayor, Víctor Aguilar Padilla, se agarró de su pierna llorando.
“En ese momento los sacaron. Yo me quedé adentro. Uno de ellos me miró y me dijo: ‘Todo es por culpa de esta malparida’. Empezó a quitarme la ropa, no le importó que yo tenía solo siete días de parida, empezó a tocarme, y de ahí no sé más. Yo por la debilidad, perdí el conocimiento”. Volvió en sí cuando era llevada al hospital de Fundación por una fuerte hemorragia, pero estaba muy débil para preguntar por su familia. Los médicos la ingresaron de inmediato a cirugía por la gravedad de las heridas y durante el procedimiento decidieron sacarle la matriz.
Cuando despertó, confundida y adolorida, su suegra le contó que los paramilitares se llevaron a Marcos y Víctor, a sus 28 y 7 años. En ese momento no pudieron hacer nada. Las autoridades no aparecieron y los vecinos tampoco. Sólo esperaba recuperarse pronto para buscarlos. “Pensaba hacerlo con mi suegra, pero a los dos meses, cuando ya estaba mejor, falleció. Le dio un infarto. Yo creo que fue el dolor de perder a su hijo y su nieto”, cuenta Marisol.
Para entonces estaba sola y con la responsabilidad de alimentar cuatro hijos más. El alcalde de Fundación le dijo que podía ayudarla con 200.000 para que se fuera de la zona por las amenazas que aún persistían. En realidad se trató de un desplazamiento que ella alcanzó a dimensionar años después. Estaba traumatizada por lo que había ocurrido y sentía vergüenza de ser una víctima de violencia sexual. Por momentos, la invadía la culpa y durante meses pensó que lo que ocurrió esa noche fue su responsabilidad. Marisol no sabía cómo “echar pa’ lante”, porque en ese momento no sabía leer ni escribir, sólo labrar la tierra junto a su esposo.
Echarse la culpa es una de las reacciones más frecuentes de las víctimas de violencia sexual, un delito con un alto subregistro en el país. No en vano hoy las cifras aún siguen siendo dispares. Mientras el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) estima que en Colombia fueron violentadas sexualmente 15.076 personas, de ellas 13.810 son mujeres, 1.235 hombres y de 31 no se tiene información; el Registro Único de Víctimas habla de 32.953 víctimas, de ellas 29.989 son mujeres, 2.458 hombres, 501 lgbt, 3 intersexuales y 2 no informan. Sólo en Fundación se presentaron 263 casos.
En su investigación La guerra inscrita en el cuerpo, el CNMH concluye que violentar a las mujeres era una manera efectiva de los armados de expresar quiénes eran los dueños del territorio: “El cuerpo ha servido para descifrar entre líneas eso que los actores armados quieren comunicarse unos a otros, a los pobladores y a sus víctimas. En el cuerpo se lee la firma característica de cada uno de los actores armados. Esos cuerpos se debaten entre la borradura y el trauma, porque guardar dichos significados es una experiencia terriblemente dolorosa”.
Alejandra Miller, comisionada de la Verdad, explica que, a pesar de su impacto, “la violencia sexual ha sido naturalizada por la cultura patriarcal y por los mismos perpetradores. Para un responsable es más fácil aceptar mil homicidios que una violación, entre otras cosas, porque no piensan que sea una violación. Piensan que hacía parte de su derecho como hombre”.
Marisol llamó a una tía cercana que vivía en el municipio de Villanueva, en La Guajira, para pedirle posada. Ella, sin dudarlo, le tendió la mano durante un mes. Aunque allá estaba lejos de sus victimarios y contaba con el apoyo de su familia, no se sentía tranquila. Seguía pensando en su esposo y su hijo mayor: “Todos los días me preguntaba si estaban bien. Llegó un punto en el que me desesperé y decidí pedirle a mi tía que se quedara un tiempo con mis hijos, porque yo estaba decidida viajar de nuevo a Fundación a comienzos de 2005”.
Pero era un riesgo. En 2004, el Bloque Norte, el grupo comandado por Rodrigo Tovar Pupo, conocido como Jorge 40, ya estaba consolidado en el Magdalena, Cesar y Atlántico. En el caso de Fundación, el Frente William Rivas estaba desatado con los asesinatos selectivos, las desapariciones y los desplazamientos. De acuerdo con sentencias del Tribunal de Justicia y Paz, con el que se desmovilizaron los paramilitares, las víctimas eran comerciantes y propietarios de tierras y ganado que se negaran a pagar las extorsiones exigidas o entregar sus parcelas. La Unidad de Justicia y Paz, ocho años después, reportó 8.523 crímenes de dicho grupo armado, correspondientes a 6.384 víctimas, entre 2001 y 2005.
En la búsqueda de pistas
Marisol nació en San Antero, en el departamento de Córdoba, el 22 de enero de 1982. Sus rasgos son de indígena zenú: corpulenta, con cabello negro lacio, tez trigueña y ojos rasgados. Para volver a Fundación a enfrentar a los paramilitares decidió pintarse el pelo de rubio y maquillarse para que no la reconocieran. En medio de su investigación de cómo acercarse a los miembros de este grupo armado, Marisol conoció a un joven que era el encargado de llevarles prostitutas a un campamento por los alrededores de una sierra del río Frío.
“Les llevaba a las mujeres que se dedicaban a la prostitución. Al principio me dio miedo, no me le medía. Pero luego empecé a tener amistades con ellas, a darme cuenta de quiénes subían para sacar información. Recuerdo que había una muchacha llamada Mariana. A ella la desaparecieron ahí en la base. Ella subió un fin de semana y no volvió a bajar. Cuando a Mariana la desaparecen, me dice que suba y que me cambié el nombre. Me hice llamar Mariana, como la joven que no volví a ver”.
Mientras subía a la sierra, con el miedo y la tristeza de que aquello que iba a hacer estaba mal ante los ojos de su dios, aunque con la certeza de que era su única salida, comenzó a tararear la canción de Marco Antonio Solís que su esposo le cantaba mientras cuidaban el ganado o los cultivos de plátano:
“Aunque no te vuelva a ver
Quiero que sepas que haré
Por ti
Mi viaje sin boleto
Y en la distancia siempre serás
Mi eterno amor secreto”.
El primer fin de semana que subió Marisol le dijeron que tenía que acostarse con el comandante Peter. Así lo hizo: “Fue muy duro. Hoy sé que esa nunca debió ser la manera, pero estaba tan desesperada. Y lo peor es que no encontré nada. Intenté echar ojo, pero no los vi (a su esposo e hijo). Tampoco me atreví a preguntar”.
En total, subió tres veces. En la última visita, el joven enlace la miró a los ojos y le contó que sabía toda la verdad. “El muchacho se inventó que quería estar conmigo. Cuando entramos al lugar donde debíamos tener relaciones sexuales, me dijo: ‘Yo no te voy a tocar porque sé a qué viniste. Tú vas a pasar todo el fin de semana conmigo, no te voy a tocar, pero no subas más porque te van a matar si vuelves’. Yo solo le respondí: ‘Si tú sabes a lo que vine dime dónde está mi hijo, dónde está mi esposo. Dímelo por favor’”. La única pista que le dio fue que su esposo sí subió al campamento, pero su hijo no.
A ese hombre no lo volvió a ver jamás. Le dijeron que lo habían matado porque sus jefes se enteraron de que él les daba información a las familias. Al parecer, Marisol no era la única que se hacía pasar por prostituta. Muchas de las mujeres que subían a donde los ‘paras’ estaban buscando a sus familiares desaparecidos. “Solamente logré conseguir el dato que me dio él, pero en ese entonces pensé que no servía de nada. Bajé de ese lugar y me senté a beber. Me sentía frustrada porque sólo pensaba que no valió la pena el esfuerzo. Hoy, después de 16 años, sé que sí”.
Marisol jamás denunció la desaparición de sus seres queridos ante la Fiscalía. La única vez que se acercó a un funcionario le respondió que “dejara de joder con eso”, que su marido se fue porque era “muy cansona” y se llevó “el pelado pa’ donde la otra mujer”. Después de esa revictimización, Marisol decidió buscarlos con la gente del pueblo y con otras personas que compartían su mismo dolor.
La verdad a través del liderazgo social
Marisol volvió a La Guajira y le confesó a su tía todo lo que pasó. Sorprendida y sin juzgarla, le tendió la mano de nuevo. La llevó a su iglesia cristiana y, dice Marisol, a través de los consejos del pastor y la pastora empezó un cambio en su vida. Decidió estudiar la primaria y el bachillerato, mientras trabajaba como empleada doméstica. Al mismo tiempo, empezó a interesarse por las decisiones que se tomaban para mejorar las condiciones de su comunidad en la Junta de Acción Comunal, que luego lideró.
En 2013 decidió mudarse al municipio de Ponedera (Atlántico), donde vivía su familia y había pasado parte de su niñez. Su nuevo objetivo era estudiar en la Universidad de La Salle, a través del Sena, unos cursos de ventas y comercialización. “Siempre he sido muy fuerte para vender. De pronto porque eso fue lo que yo vi de niña con mi papá, como cogían sus productos del campo, los vendían y eso”, recuerda.
También hizo parte de la JAC. Desde ahí comenzó a moldearse como uno de los liderazgos en la búsqueda de desaparecidos del Caribe. Todo empezó con reuniones de apoyo semanales entre familiares de víctimas de desaparición de Ponedera. Luego pasaron a crear estrategias de búsqueda, muy intuitivas, a partir de redes sociales, y a exigirle al Estado que las reparara como víctimas del conflicto armado. En esa búsqueda encontró al Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado (Movice), una plataforma en la que están más de 200 organizaciones de víctimas de desaparición forzada, ejecuciones extrajudiciales, asesinatos selectivos y desplazados, y que hoy está en 15 departamentos del país.
“Como parte del Movice entro a la mesa departamental de víctimas. Creo que llegué en un momento oportuno, porque en el Atlántico se negaban a aceptar que se presentaba el fenómeno de la desaparición. De hecho decían que esta región era receptora de desplazados, pero que aquí no se vivía la guerra como en otros departamentos. Además vi que con respecto a estos temas solo se hacía la voluntad del alcalde, y a las víctimas nadie las representaba. Y ahí nos metimos: a exigir políticas públicas para los desplazados, las víctimas de violencia sexual, la comunidad LGBTI y, claro, los desaparecidos”, relata Marisol.
Regresando de una reunión entre el Movice y la Defensoría, Marisol se encontró con la verdad: “Iba a coger el bus en la 38, en Barranquilla, para irme a Ponedera. En el paradero veo un hombre que me mira. Yo estaba asustada, porque eran las 10:00 p.m. y yo he recibido amenazas por mi liderazgo. Nos montamos todos al bus y cuando pasaron diez minutos, él estaba parado frente a mí. Luego se sentó, pero no me quitaba los ojos de encima. Y yo, muy asustada, pensaba que iba a matar. Cómo sería mi cara que me dijo:
—No tengas miedo.
—Yo no te conozco ¿por qué debería tenerte miedo?— le respondí.
—Sí, me conoces. Me conoces de antes, pero empecemos de nuevo.
—¿Qué voy yo a empezar de nuevo si es que yo no te conozco?
—Mariana, yo sé quién eres— insistió el hombre.
Las conexiones fueron inmediatas: era uno de los exparamilitares del campamento que llamaban Patazorra. Él le explicó que se trató de una casualidad y le preguntó si seguía buscando a sus familiares. Marisol, con voz trémula, le pidió que se vieran en la Defensoría al día siguiente, un lugar donde ella estaría a salvo. Al día siguiente, Yesenia Pérez, miembro de la mesa de Derechos humanos de víctimas del departamento, le prestó un salón cerca de su oficina.
“Ya sentados él me contó todo: ‘A tu esposo lo subieron y efectivamente lo mataron. Pero a tu niño no lo subieron, a él lo dejaron abajo. ¿Tú te acuerdas del palo de bonga que está en la parte de atrás de la estación? Ahí al lado hay un platanal. Mari, debajo de cada mata de plátano de esas hay un cuerpo enterrado… Y tu niño fue entregado a una familia. El comandante hacía dos cosas con los menores de edad: los vendía a una familia que no pudiera tener hijos, con la ayuda de una enfermera, o se los daban a alguien que los criaba, pero no los mataban”.
La verdad alivia, siempre aseguran las víctimas, aunque esa sensación de quitarse un peso de encima tarda en llegar. En un principio paraliza y quema, advierte Marisol. Quema hasta el llanto y más cuando hay una parte de la historia que tranquiliza y otra que le sigue provocando tanto sufrimiento. Marisol tardó meses en procesar las palabras del exparamilitar: “Me costó mucho, pero entendí que haber ido hasta ese campamento me llevó a saber la verdad, al menos, qué pasó con mi esposo. Sin eso, yo no hubiera conocido a ese hombre”.
Su caso, actualmente, lo adelanta la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas, entidad que se creó después del Acuerdo de Paz en 2016. Marisol espera que el cuerpo de su esposo y 30 víctimas que están enterradas en el punto que le dio Patazorra sean encontradas por sus familias, sin embargo, hasta el momento no se han tomado decisiones. El problema es que, según denuncia Marisol, su esposo no fue catalogado como víctima del conflicto armado. La Unidad de Víctimas le respondió en su solicitud que si se fue con los paramilitares era porque, probablemente, pertenecía a este grupo armado. Sobre su hijo, Víctor, no sabe nada más. Lo sigue buscando con el único recuerdo que conserva de él: una foto.
“En 2019 hicimos por fin la denuncia formal en la Fiscalía, uno de los requisitos para empezar a rescatar ese cuerpo que está allá arriba y para buscar a Víctor. Ya se inició el proceso, ya tengo contactos con organizaciones que conocen a desmovilizados. Ahí se han regado fotografías y cosas que de pronto ellos puedan identificar. Se han creado líneas entre víctimas a través del Facebook y de WhatsApp. Ya las redes sociales se han articulado mucho”, explica.
Marisol también ha enviado cartas a organizaciones internacionales para que tengan en cuenta su caso. Teme que Víctor haya sido llevado fuera del país como un niño adoptado. “Yo espero que mi hijo esté aquí mismo, pero trato de agotar todas las posibilidades. Espero que me lo devuelvan o que él me esté buscando. Ahora la idea es darnos a conocer y que él sepa que no está solo, que su mamá lo está buscando, que no lo ha olvidado y que jamás se va a rendir. Mientras tenga aliento para seguir adelante, él siempre va a estar ahí. Siempre va a contar conmigo”.
Uno de los lugares donde deberá buscar la UBPD son las fronteras. Actualmente, hay varias solicitudes con respecto a la presunta localización de presuntas personas desaparecidas fuera del país. En estos momentos, la entidad está haciendo un análisis jurídico para determinar si pueden adelantar esas búsquedas.
Mientras tanto, la vida tiene que seguir. Hoy trabaja en una empresa empacadora y comercializadora, de la cual es socia, donde trabajan 250 familias afectadas por el conflicto armado. Venden frijol, lenteja y arroz. También ha logrado construir un hogar. Fue beneficiaria en un proyecto de vivienda en Ponedera por ser víctima de desplazamiento forzado y se ha dedicado a decorar la casa a su gusto. En el amor se dio una nueva oportunidad, aunque advierte que lleva siempre presente a Marcos en sus recuerdos. Y, por supuesto, sigue con su liderazgo. Dice que no descansará hasta encontrar a su hijo y los familiares de las demás personas que representa.