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Paulina Mahecha agarró su pancarta, se llenó de ímpetu y se fue de nuevo a enfrentar a la ausencia. Llegó a un salón con centenares de desconocidos, se paró en frente de una mesa con una decena de ponentes y pidió con urgencia la palabra. Pasaron 15 minutos, pero el turno no llegaba, así que se paseó por la sala con un cartel que le tapaba el cuerpo. Se encargó de que los asistentes, pero sobre todo él, el causante de su desconsuelo, viera su mensaje: la imagen animada de una enfermera desmembrada, hecha por ella.
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El micrófono por fin llegó a sus manos y Paulina, corriendo contra el tiempo, atropelló las palabras con una historia que ha sido contada varias veces, pero que a estas alturas no se cansa de repetir: “Soy Paulina Mahecha, madre de una enferma jefe que desaparecieron en San José del Guaviare, llamada María Cristina Cobo Mahecha. Les pido de corazón que nos estreguen los cuerpos de nuestras hijas que desaparecieron ustedes los paramilitares. Señor Jorge Pirata, yo quiero una respuesta. Quiero que me entreguen los restos de mi hija, que llevo buscando hace 15 años. No les tengo rabia, lo que tengo es dolor y tristeza. Usted ya me dijo que fue desaparecida, que fue violada y desmembrada, pero necesito que me colabore para encontrarla”.
Paulina tiene varias maneras de hacerle cara al dolor. Una es yendo a escenarios, conversatorios o marchas para contarle a un país adormecido que hay 126.000 personas dadas por desaparecidas, de acuerdo con el Centro Nacional de Memoria Histórica. También, para reclamar el cuerpo de su hija. Y la forma màs peculiar, es en la soledad, construyendo muñecas de trapo que le recuerdan a María Cristina.
Empezar a construir su cuerpo le incrementó el dolor. Fue como volverla a parir. Cortó la tela de un color de piel que se parecía al de su hija, pero que no era la piel de su hija. Le puso cabello negro, frondoso, que simulara al de María Cristina, pero no era el cabello de María Cristina. Le pintó los labios gruesos, más gruesos que los de su “chinita”, pero no eran los labios pálidos de “su chinita“ .
Y mientras armaba los pedazos de esa ausencia, lloraba con la esperanza de que ese dolor fuera a sanar, como cuando les echan alcohol a las heridas abiertas: todos saben que va a arder en el instante, pero luego se desinfectan y cicatrizan.
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Así que empezó por María Cristina y después pasó a hacer a Paciencia, Clavelina, Maritza, Yineth, Rosita, Azucena, Orquídea, Luz, Margarita, Violeta, Lady, Jazmín, María Isabel, y la lista llega hasta el número 14. Todas son mujeres que fueron violadas, torturadas y desaparecidas en los departamentos de Guaviare y Meta, y cuyos cuerpos hoy continúan desaparecidos. Sin embargo, Paulina prefiere decir que todas son las Cristinas del Conflicto y que hacen parte “del jardín de flores que se marchitó por la violencia”.
Paulina asegura que los nombres de las flores también los usó “porque fueron mujeres del campo, porque nacieron para adornar el paisaje, pero son amenazadas por la maleza, que representa a los paras, los militares cuando cometen errores y la guerrilla. Ellos están acabando con el jardín de nuestras zonas rurales”.
A María Cristina la marchitó un grupo paramilitar comandado por Manuel de Jesús Pirabán, conocido como Jorge Pirata, a quien Paulina ha enfrentado en eventos y tribunales. La asesinaron por supuestamente ser una auxiliadora de la guerrilla. Su mamá, Paulina, aclara, aunque nadie se lo pida, que ella trabajó impulsada por su vocación de servicio y por eso en el puesto de salud de Calamar (Guaviare), donde trabajó como enfermera, nunca discriminó a quien llegara herido: “No le importaba si era campesino, paramilitar o guerrillero. Si debía ayudar al otro, no se ponía a mirar el uniforme”.
Azucena tampoco está. Un grupo armado la acusó de ser la novia de un integrante de otro grupo armado. Aunque ella insistió que no era cierto, la encerraron en un cuarto y la violaron entre varios hombres. Alcanzó a enviarle un mensaje a su madre para que le llevara medicinas por el dolor que le causaron los abusos. Al día siguiente la desmembraron.
Y nos falta a mencionar a Orquídea. A sus 12 años fue reclutada por un grupo armado que hacía presencia en el municipio de El Castillo (Meta). Dicen los lugareños que fue violada y decapitada. Posteriormente, su cabeza fue clavada en una estaca de madera. Nadie volvió a saber de ella. Su madre, después del asesinato, enloqueció.
Para Paulina, es un deber devolverles a estas mujeres la dignidad arrebatada. Y una manera de hacerlo es haciendo sus muñecas y vistiéndolas como lo hacían antes de ser asesinadas: con vestidos campesinos de colores o los uniformes de sus oficios. Hay sólo un grupo aparte a las que decidió vestir con uniformes de camuflado, como un símbolo de protesta en contra del reclutamiento forzado. La mayoría de las prendas con las que confecciona la ropa de su jardín hizo parte del clóset de quienes hoy ya no están en casa.
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Paulina aprendió sola a cocer, diseñar y hasta pintar sus muñecas, aunque reconoce que los detalles del maquillaje se los deja a una vecina experta. En este momento está haciendo una muñeca indígena para llevar a su exposición Las Cristinas del Conflicto, ubicada en Bogotá, en la librería Tornamesa. Los habitantes de la capital podrán ver sus creaciones y un pequeño resumen de sus historias hasta el próximo 3 de junio.
En cada esquina de la librería están sus flores. Los visitantes en un principio las miran de reojo. Luego se acercan poco a poco y detallan, enternecidos, las muñecas. Pero sus gestos se transforman rápidamente cuando leen el mensaje sobre la base. Se conmueven y les preguntan a los libreros si lo que sucedió es cierto. El mensaje cala. La guerra se siente en la capital del país.
Figueroa destaca que “Paulina y las madres que han vivido la desaparición de sus hijas son el significado de la resiliencia”. Con estas muñecas, que no son más que arte, ella ha trabajado su dolor y su incertidumbre. Ahora, el CICR espera que, con este esfuerzo, las Cristinas del Conflicto sea una exposición itinerante que empiece en Tornamesa, pero que se instale en otros lugares de la ciudad para que nadie se pierda de las historias silenciadas de estas mujeres, recogidas por Paulina en sus visitas a Guaviare en la búsqueda de su hija.
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La guerra tiene rostro de mujer. A miles las violan y las asesinan. Y a otras más las han dejado heridas y con la carga de una búsqueda que parece eterna, con gastos, rupturas familiares, enfermedades, soledad, depresión. Paulina está cansada. Teje de nuevo para recordarse y recordarle a los demás un clamor que ha llevado a los lugares que ha podido: “Necesitamos preguntarnos qué pasa con nuestras mujeres. Por ser mujeres no somos botín de la guerra. Estamos cansadas y esto no para. Le puse las Cristinas del Conflicto también porque cualquiera de nosotras puede ser Cristina: en el Putumayo, Chocó, Meta, en Guaviare”.
La depresión y la soledad vuelven, pero esta noche Paulina trata de salvarse con la imagen de María Cristina en Bogotá. Le satisface la idea ilusoria de saber dónde está, aunque su piel, su boca, su pelo no sean los de ella. Aunque sólo se trate de una muñeca. Pero ahora sabe dónde está y dónde todos pueden verla.