A 30 años de su muerte, así pensaba Héctor Abad Gómez

Hoy se cumplen 30 años del sacrificio del médico y líder de derechos humanos de Antioquia, víctima de un plan paramilitar, con complicidad estatal, para “anular cerebros” de izquierda.

Nelson Fredy Padilla
25 de agosto de 2017 - 03:01 a. m.
Héctor Abad Gómez (1921-1987). / Archivo El Espectador
Héctor Abad Gómez (1921-1987). / Archivo El Espectador
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Héctor Abad Gómez, médico y presidente del Comité Permanente de Derechos Humanos de Antioquia, es el símbolo de la generación de pensadores asesinada durante los últimos seis meses de 1987 por orden del entonces jefe del paramilitarismo en Colombia, Carlos Castaño Gil, como lo confesó después, asesorado por la “crema y nata” de la dirigencia empresarial y la inteligencia militar. (Vea el especial multimedia: 1987: Antioquia bajo el Yugo paramilitar)

Un documento que deja constancia literaria y política de aquella masacre selectiva es el libro El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince, hijo de Abad Gómez. ¿Por qué para los asesinos era prioritario silenciarlo? Su obsesión era denunciar cualquier violación de los derechos humanos de viva voz o liderando marchas en “el clima de exterminio que se estaba viviendo”. Esa realidad está documentada en los artículos que publicaba en diarios como El Mundo, de Medellín, y El Tiempo, de Bogotá. Abad Faciolince se detiene en uno “particularmente duro y valiente”: la detención y tortura de un amigo y discípulo a manos del Ejército en la capital de Antioquia.

Decía Abad Gómez: “Yo acuso ante el señor presidente de la República y sus ministros de Guerra y de Justicia, y ante el señor procurador general de la Nación, a los ‘interrogadores’ del Batallón Bomboná de la ciudad de Medellín, de estar aplicando torturas físicas y psicológicas a los detenidos por la IV Brigada… Yo los acuso de colocarlos en medio de un cuarto, vendados y atados, de pie, por días y noches enteras, sometidos a vejámenes físicos y psicológicos de la más refinada crueldad, sin dejarlos siquiera sentarse en el suelo un momento, sin dejarlos dormir, golpeándolos con pies y manos en distintos lugares del cuerpo, insultándolos, dejándolos oír los gritos de los demás detenidos en los cuartos vecinos, destapándoles los ojos solamente para que vean cómo simulan violar a sus esposas, cómo introducen balas en un revólver y sacan a los detenidos a dar un paseo por los alrededores de la ciudad amenazándolos de muerte si no confiesan y delatan a sus presuntos ‘cómplices’; contándoles mentiras sobre pretendidas ‘confesiones’ en relación con el torturado, obligándolos a ponerse de rodillas y haciéndolos abrir las piernas hasta extremos límites físicos imposibles, para causarles intensísimos dolores, agravados por parárseles encima para seguir así el continuo, extenuante, intenso ‘interrogatorio’; dejándoles las ventanas abiertas, sin camisa, en altas horas de la madrugada para que tiemblen de frío; permitiendo que sus miembros inferiores se edematicen por la forzada posición erguida y por la obligada quietud, hasta hacer inaguantables los calambres, los dolores, el desespero físico y mental, que ha llevado a algunos a lanzarse por las ventanas, a cortarse las venas de las muñecas con pedazos de vidrio, a gritar y a llorar como niños o locos, a contar historias imaginarias y fantásticas, con tal de descansar un poco de los refinados martirios que les imponen… Yo acuso a los interrogadores del Batallón Bomboná de Medellín, de ser despiadados torturadores sin alma y sin compasión por el ser humano, de ser entrenados psicópatas, de ser criminales a sueldo oficial, pagados por los colombianos para reducir a los detenidos políticos, sindicales y gremiales de todas las categorías, a condiciones incompatibles con la dignidad humana, causantes de toda clase de traumas, muchas veces irreductibles e irremediables, que dejan graves secuelas de por vida… Yo denuncio formal y públicamente estos procedimientos de los llamados mandos medios, de violar sistemáticamente los derechos humanos de centenares de compatriotas nuestros… Y acuso a los altos mandos del Ejército y de la nación que lean este artículo, de criminal complicidad, si no detienen de inmediato esta situación que hiere los sentimientos más elementales de solidaridad humana de los colombianos no afectados por la vesania o por el fanatismo”.

Su hijo escribió que “denuncias valientes y claras como esta producían furia en el Ejército y en algunos funcionarios del Gobierno, pero no respuestas”. Y recuerda otras: “Los desalojos de indígenas de las haciendas de terratenientes (con asesinato del sacerdote indígena que los apoyaba); la desaparición de un estudiante; la tortura de un profesor; las protestas reprimidas con sangre; el asesinato repetido cada año como un ritual macabro de líderes sindicales; los secuestros injustificables de la guerrilla… Todo esto lo denunció una y otra vez, en medio de una rabia silenciosa de los destinatarios de sus denuncias que preferían no hacerle eco a sus palabras con la esperanza de que cayeran en el olvido mediante la estrategia del silencio o de la indiferencia”. Había que “anularle” el cerebro por pensar como piensan hoy líderes sociales que siguen siendo asesinados por la extrema derecha, ahora por reclamar que los antiguos paramilitares les devuelvan sus tierras o respeten el medioambiente en medio de la codicia desatada por la minería ilegal.

¿Qué principios defendió a muerte Abad Gómez? Dice El olvido que seremos: “No predicaba una revolución violenta, pero sí un cambio radical en las prioridades del Estado, con la advertencia de que si no se les daba a todos los ciudadanos al menos la igualdad de oportunidades, además de condiciones mínimas de subsistencia digna, y cuanto antes, durante mucho más tiempo habríamos de sufrir violencia, delincuencia, surgimiento de bandas armadas y de furibundos grupos guerrilleros”.

Pensaba Abad Gómez, basado en argumentos de investigador social: “Una sociedad humana que aspira a ser justa tiene que suministrar las mismas oportunidades de ambiente físico, cultural y social a todos sus componentes. Si no lo hace, estará creando desigualdades artificiales. Son muy distintos los ambientes físicos, culturales y sociales en que nacen, por ejemplo, los niños de los ricos y los niños de los pobres en Colombia. Los primeros nacen en casas limpias, con buenos servicios, con biblioteca, con recreación y música. Los segundos nacen en tugurios, o en casas sin servicios higiénicos, en barrios sin juegos ni escuelas, ni servicios médicos. Los unos van a lujosos consultorios particulares, los otros a hacinados centros de salud. Los primeros a escuelas excelentes. Los segundos a escuelas miserables. ¿Se les está dando así, entonces, las mismas oportunidades? Todo lo contrario. Desde el momento de nacer se los está situando en condiciones desiguales e injustas”.

Aun antes de nacer, en relación con la comida que consumen sus madres, ya empiezan su vida intrauterina en condiciones de inferioridad. En el Hospital de San Vicente hemos pesado y medido grupos de niños que nacen en el Pabellón de Pensionados (familias que pueden pagar sus servicios) y en el llamado Pabellón de Caridad (familias que pueden pagar muy poco o nada por estos servicios) y hemos encontrado que el promedio de peso y talla al nacer es mucho mayor (estadísticamente significante) entre los niños de pensionado que entre los niños de caridad. Lo que significa que desde el nacimiento nacen desiguales. Y no por factores biológicos, sino por factores sociales (condiciones de vida, desempleo, hambre). Estas son verdades irrefutables y evidentes que nadie puede negar. ¿Por qué nos empeñamos entonces —negando estas realidades— en conservar tal situación? Porque el egoísmo y la indiferencia son características de los ciegos ante la evidencia y de los satisfechos con sus condiciones buenas y que niegan las condiciones malas de los demás. No quieren ver lo que está a la vista, para así mantener su situación de privilegio en todos los campos. ¿Qué hacer ante esta situación? ¿A quiénes les corresponde actuar? Es obvio que los que deberían actuar son los afectados perjudicialmente por ella. Pero casi siempre, ellos, en medio de sus necesidades, angustias y tragedias, no son conscientes de esta situación objetiva, no la interiorizan, no la hacen subjetiva… Aunque parezca paradójico —pero esto ha sido históricamente así— son algunos de los que la vida ha puesto en condiciones aceptables, los que han tenido que despertar a los oprimidos y explotados para que reaccionen y trabajen por cambiar las condiciones de injusticia que los afectan desfavorablemente. Así se han producido cambios de importancia en las condiciones de vida de los habitantes de muchos países y estamos ciertamente viviendo una etapa histórica en la cual en todos ellos hay grupos de personas —éticamente superiores— que no aceptan como una cosa natural que estas situaciones de desigualdad y de injusticia perduren. Su lucha contra ‘lo establecido’ es una lucha dura y peligrosa. Tiene que afrontar la rabia y desazón de los grupos más poderosos política y económicamente. Tiene que afrontar consecuencias, aun en contra de su tranquilidad y de sus mismas posibilidades; en contra de alcanzar el llamado ‘éxito’ en la sociedad establecida… Pero hay una fuerza interior que los impele a trabajar a favor de los que necesitan su ayuda. Para muchos, esa fuerza se constituye en la razón de su vida. Esa lucha le da significado a su vida. Se justifica vivir si el mundo es un poco mejor, cuando uno muera, como resultado de su trabajo y esfuerzo. Vivir simplemente para gozar es una legítima ambición animal. Pero para el ser humano, para el Homo sapiens, es contentarse con muy poco. Para distinguirnos de los demás animales, para justificar nuestro paso por la tierra, hay que ambicionar metas superiores al solo goce de la vida. La fijación de metas distingue a unos hombres de otros. Y aquí lo más importante no es alcanzar dichas metas, sino luchar por ellas. Todos no podemos ser protagonistas de la historia. Como células que somos de ese gran cuerpo universal humano, somos sin embargo conscientes de que cada uno de nosotros puede hacer algo por mejorar el mundo en que vivimos y en el que vivirán los que nos sigan. Debemos trabajar para el presente y para el futuro, y esto nos traerá mayor gozo que el simple disfrute de los bienes materiales. Saber que estamos contribuyendo a hacer un mundo mejor, debe ser la máxima de las aspiraciones humanas”.

Otra explicación de su sacrificio contenida en El olvido que seremos: “Algunas veces, en los últimos años de su vida, fue manipulado por la extrema izquierda colombiana. Aunque siempre detestó la lucha armada, llegó a ser comprensivo y casi a disculpar (aunque nunca explícitamente) a los insurgentes de la guerrilla; y como estaba de acuerdo con algunas de sus posiciones ideológicas (reforma agraria y urbana, repartición de la riqueza, odio a los monopolios, abominación por una clase oligárquica y corrupta que había llevado al país a la miseria y a la desigualdad más vergonzosas), a veces cerraba un ojo cuando eran los guerrilleros quienes cometían atrocidades: atentados a cuarteles, voladuras absurdas. Detestó siempre, eso sí, el secuestro y los atentados terroristas contra víctimas indiscriminadas e inocentes. Como a veces ocurre con algunos activistas de derechos humanos, veía más las atrocidades del Gobierno que las de los enemigos armados del Gobierno. Él lo explicaba de un modo más o menos coherente: era más grave que un cura violara a un niño a que lo hiciera un depravado. Es la sal la que no se puede corromper. Los guerrilleros se han declarado por fuera de la ley, pero el Gobierno dice respetar la ley. Esto era cierto, pero por ese camino se puede fácilmente perder el equilibrio, y él a veces lo perdió. Lo cual nunca podrá justificar su asesinato, pero puede explicar en parte la ira asesina de quienes lo mataron…”. Anota el hijo sobre el padre: “en el caso de Colombia, estaba seguro de que la lucha armada no era el camino, y que las condiciones existentes no justificaban el uso y abuso de la fuerza que cometía la guerrilla. Confiaba en que por la vía de las reformas radicales se podía llegar a la transformación del país. Nunca, ni cuando estaba más furioso por las atrocidades que cometían los militares y el Gobierno, su furia lo sacaba de su pacifismo más hondo, y aunque entendía el camino por el que otros habían optado, Camilo Torres, José Alvear Restrepo, le parecía que esa no era la salida. Él nunca sería capaz de empuñar un fusil, ni de matar a nadie, por ninguna causa, ni de apoyar con sus palabras a quienes lo empuñaban, y prefería el método de Gandhi, la resistencia pacífica incluso hasta el supremo sacrificio de la vida”.

Antes de su muerte escribió un artículo más condenando el asesinato del senador de izquierda Pedro Luis Valencia, también médico y profesor, baleado el 14 de agosto de 1987. En una conferencia en la Universidad Pontificia Bolivariana acusó al Ejército y a funcionarios del Estado de complicidad con los criminales. El 19 de agosto Héctor Abad Gómez organizó y encabezó una marcha “por el derecho a la vida”, a pesar de que ya se rumoraba su propio asesinato.

El lunes 24 de agosto, como presidente del Comité de Defensa de los Derechos Humanos, y ante la gravedad de la situación, redactó y firmó un comunicado a la opinión pública denunciando a los escuadrones de la muerte y grupos paramilitares que venían operando en la ciudad. Lo hicieron con él Carlos Gaviria, Leonardo Betancur y Carlos Gónima. El magistrado Gaviria fue el único que murió de muerte natural, porque se exilió. Gónima y Jesús María Valle —reemplazo de Abad en la presidencia del comité— cayeron el 22 y el 27 de febrero de 1988.

La impunidad en el caso de Héctor Abad Gómez es similar a la de los otros 26 homicidios de finales de 1987 y comienzos de 1988. El expediente lo manejó el Juzgado Primero de Instrucción Criminal Ambulante, por el delito de homicidio y lesiones personales, abierto el 26 de agosto de 1987 y archivado pocos años después, sin sindicados ni detenidos, sin claridad alguna, sin ningún resultado.

Abad hijo opinó en su libro: “Esta investigación, leída ahora, casi veinte años después, más parece un ejercicio de encubrimiento y de intento cómplice para favorecer la impunidad, que una investigación seria. Con decir que a un mes de abierto el caso le dieron vacaciones a la jueza encargada, y que pusieron funcionarios venidos de Bogotá a vigilar de cerca la investigación, es decir, a evitar que se investigara seriamente”. Héctor Abad Gómez dijo a sus amigos: “Yo no quiero que me maten, ni riesgos, pero tal vez esa no sea la peor de las muertes; e incluso si me matan, puede que sirva para algo”. Había copiado de su puño y letra un verso de Borges, que quedó manchado de sangre en el bolsillo de su camisa: “Ya somos el olvido que seremos”.

Por Nelson Fredy Padilla

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