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Hace treinta años, el 4 de mayo de 1989, el abogado y economista Álvaro González Santana fue asesinado frente al Parque Nacional en Bogotá, cuando conducía su vehículo por la carrera Séptima. Su esposa, Consuelo Gutiérrez, estaba a su lado y resultó herida en el atentado. La única razón del narcotráfico para quitarle la vida a este notable hijo de Sogamoso (Boyacá), economista y abogado javeriano que llegó a ser gobernador de su departamento, fue ser el padre de la jueza Martha Lucía González, quien en ese momento vivía en el exilio forzoso.
La historia de este asesinato tuvo su origen en los difíciles momentos que vivía el país a principios de 1988. Tras el asesinato del procurador Carlos Mauro Hoyos a manos de Los Extraditables, el gobierno presidido por Virgilio Barco expidió el Estatuto para la Defensa de la Democracia. En desarrollo de esta severa norma para enfrentar a los violentos, se creó la Jurisdicción de Orden Público, y una de las funcionarias en desarrollar misiones fue la abogada Martha Lucía González.
Apenas asumía como jueza segunda de orden público, cuando le fue asignado el primer caso. El 4 de marzo de 1988, a nueve días de la primera elección popular de alcaldes, un grupo armado perpetró en la región de Urabá dos masacres en las fincas Honduras y La Negra. Más de medio centenar de trabajadores fueron asesinados. La misma acción, con idéntico modus operandi, se repitió semanas después en Córdoba. A pesar de las dificultades, la jueza González tuvo rápidamente claro lo que había detrás.
Por eso, a mediados de 1988, ya había finiquitado su pesquisa ordenando la captura de dos de las principales cabezas del Cartel de Medellín: Pablo Escobar y Gonzalo Rodríguez Gacha, y de los comandantes paramilitares Henry Pérez y Fidel Castaño Gil, además de varios funcionarios públicos e integrantes de las Fuerzas Armadas. Por primera vez Colombia se enteraba de la existencia de Castaño como jefe del paramilitarismo y gestor de la violencia que se estaba esparciendo en el Magdalena Medio. Además fueron las primeras puntadas en la investigación para tratar de establecer el cuadro criminal entre el narcotráfico, el paramilitarismo y autoridades civiles y militares.
La reacción contra su medida judicial no se hizo esperar, y desde distintos frentes empezaron las amenazas contra su vida. Fue víctima de tres atentados fallidos e incluso de intimidaciones directas para obligarla a cambiar su decisión judicial. Aunque la jueza González no cambió su parecer, después de los episodios en los que su vida se vio expuesta, las propias autoridades le sugirieron que abandonara el país.
Entonces fue enviada a Indonesia, en calidad de cónsul, lejos de su familia y de su entorno profesional. En el exilio se enteró de que su decisión judicial había sido apelada y que pasó al despacho de la jueza sin rostro de Medellín María Helena Díaz, quien ratificó la determinación y más tarde, el 28 de julio de 1989, fue asesinada en la capital antioqueña, junto a sus dos escoltas del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), Dagoberto Rodríguez Prada y José Alfonso de Lima Benítez.
Fuera de su patria, Martha Lucía González también tuvo que recibir la peor noticia de su vida: el asesinato de su padre, Álvaro González Santana. Ese 4 de mayo, el abogado Álvaro González permaneció la mayor parte del día en la Universidad de La Salle, donde oficiaba como decano de la facultad de Administración de Empresas. Su última clase la impartió hacia las tres de la tarde. Después permaneció en su oficina atendiendo diversos asuntos y, como era su rutina, emprendió el regreso a casa en compañía de su esposa, Consuelo Gutiérrez, quien también dictaba clases en la facultad de Economía. Luego vino el ataque de los sicarios.
El reloj marcaba las ocho de la noche. González detuvo su vehículo en un semáforo sobre la calle 39, a la altura del Parque Nacional, cuando llegaron dos sicarios en una motocicleta que abrieron fuego contra el abogado. En el expediente quedó escrito que murió en el acto. Inicialmente nadie entendía el por qué de ese magnicidio, pero fueron sus amigos, colegas y familiares en Boyacá, quienes le informaron al país de quién se trataba la víctima y la gravedad de lo que había sucedido.
Álvaro González Santana nunca se desvinculó de su natal Sogamoso, a pesar de que fue un destacado dirigente empresarial y político de proyección nacional. Ayudó a crear la Asociación de Amigos de Sogamoso; durante mucho tiempo fue presidente honorario de la Sociedad Boyacense de Economistas; fue uno de los creadores de la Corporación Oriente Colombiano; y gerenció la Industria Licorera de Boyacá. En el contexto político, a sus 25 años ya había sido secretario de Gobierno de Boyacá.
En su destacada trayectoria pública no solo pasó por la política, sino que alternó con la cátedra en varias universidades. Cuando pasó por la Gobernación de Boyacá, sus cuatro hijos ya estaban en su propia proyección profesional, con ejemplo en casa. Lector, catedrático, amante de la música, así fuese la clásica o la popular, en la etapa final de su vida su máxima preocupación fue su hija Martha Lucía González, a quien nunca le hizo comentario alguno para que dejara de cumplir con su deber.
Hoy, treinta años después de los hechos, como casi todos los ataques de Los Extraditables perpetrados a finales de los años 80 y principios de los 90, el expediente de la investigación por el magnicidio de González Santana quedó en total impunidad. En cuanto a la jueza Martha Lucía González, su vida cambió para siempre. No solo por el dolor que la acompaña por el triste final de su padre, sino porque el Estado nunca creó las condiciones para que pudiera regresar. En el exilio reconstruyó su vida.
Desde entonces, vive en España, donde organizó su hogar, incluso con sus hermanos y sus familias. En cuanto a los amigos, discípulos y contertulios del exgobernador de Boyacá, la prueba de que nunca lo han olvidado es que este sábado volverán a reunirse para rendir un homenaje a su memoria. Primero con una eucaristía en Bogotá, y después con un encuentro para compartir recuerdos, recobrar sus palabras y ratificar que las balas que segaron su vida no lograron acabar con su legado personal y familiar.