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A El Salado no volvieron todos los que salieron cuando al pueblo le cayó la violencia encima. Entonces había unos 5.000 habitantes. De ellos no quedó ninguno por casi dos años. Y luego, cuando empezaron a retornar, lo hicieron de a pocos. Hoy, calculan sus pobladores, allí viven unos 1.200 salaeros, como se les llama a quienes nacen en este caserío enclavado en los Montes de María. El pueblo no volvió a ser lo que fue antes de febrero del año 2000. Por estos meses, el verano deja sentir sus consecuencias. Nadie quiere que el sol de mediodía lo coja en los arenosos caminos del pueblo. Conseguir una cerveza fría puede resultar una labor titánica, porque como el sol está matando los cultivos de maíz, de yuca, de ñame y las vacas no están produciendo la misma leche, no se compra igual y los locales no están aprovisionándose de cerveza. Afuera, El Salado queda vacío. Hay gente, pero no se ve el movimiento.
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El 23 de diciembre de 1999, en El Salado llovieron desde un helicóptero cientos de papeles que advertían al pueblo que disfrutara esas fiestas de Navidad, porque iban a ser las últimas. Algunos creyeron en el mensaje y fueron saliendo. Muchos se quedaron. El terror les llegó un mes después. Según la información recopilada por el Grupo de Memoria Histórica (GMH), el 16 de febrero de 2000 comenzó una incursión paramilitar dirigida desde la cúpula del bloque Norte de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc), en cabeza de Salvatore Mancuso y Rodrigo Tovar Pupo, conocido como Jorge 40.
Divididos en tres grupos, 450 hombres empezaron a cercar el pueblo desde San Pedro y Ovejas (Sucre), y Zambrano y El Carmen de Bolívar (Bolívar). A su paso iban dejando una estela de muertos, en su mayoría apuñalados. Tras dos días del sanguinario recorrido, los paramilitares llegaron al casco urbano de El Salado el 18 de febrero y se instalaron en la plaza principal del pueblo, en una cancha de microfútbol.
Lo que sucedió allí, el GMH lo llamó el “espectáculo del horror”. Delante de sus familiares, los paramilitares asesinaron a decenas de personas con armas de fuego, con palos, con puñales y a golpes. Algunas versiones han sostenido que mientras eso sucedía, los paramilitares se apoderaron de gaitas y tamboras y las tocaron mientras los pobladores eran asesinados. En esa cancha habrían asesinado a alrededor de 30 personas, según el GMH. Pero en total, entre el 16 y el 21 de febrero, cuando finalmente los paramilitares salieron de la zona, fueron asesinadas unas 60 personas. Tras la masacre, todo el pueblo se desplazó. En El Salado no quedó nadie.
Al salir de El Carmen de Bolívar, se toma la vía que conduce a Sincelejo y 1km después, el desvío a la izquierda para arrancar el camino que conduce al centro poblado de El Salado. La vía está pavimentada, en buen estado, pero es en extremo angosta. Si el carro que va se cruza con el que viene, uno de los dos tiene que hacerse a un lado. El trayecto dura una media hora, entre vegetación y uno que otro cultivo de teca, un árbol maderable que la compañía cementera Argos sembró por estas tierras hace unos 10 años. Dos minutos después de pasar el cementerio, donde está el monumento a las víctimas de la masacre de 2000, se llega a El Salado. Siguiendo derecho, en todo el centro del caserío, está la casa de Lucho Torres.
Él fue quien en 2002 lideró el proceso de retorno. “Ese retorno nosotros lo hicimos sin el acompañamiento del Estado. Nos vinimos por nuestra propia cuenta y riesgo. Nosotros dijimos: ‘vamos a pelear, pero vamos a hacerlo allá mismo. No en las urbes de cemento, donde nos vamos a morir de hambre, de rodillas. Allá vamos a estar es luchando y trabajando’”, rememora hoy. Cuando los desplazados salieron de El Salado se fueron a Cartagena, Barranquilla o Sincelejo, y allí llegaron a poblar los cinturones de miseria. Por eso, volver a El Salado, aunque la situación no mejorara, era un acto de dignidad.
Pero Lucho Torres confiesa hoy que está cansado. Tiene 71 años y dos décadas de lucha encima. En los años en los que lideraba el proceso de retorno, las autoridades lo señalaron de pertenecer a la guerrilla y lo metieron en una cárcel de Cartagena, donde estuvo un mes. Cuando salió se fue exiliado para Europa, pero no aguantó y terminó, una vez más, volviendo a El Salado.
Como él, muchos salaeros que han liderado a la comunidad hoy rondan los 70 años. El Salado es un pueblo de viejos, lo dicen ellos mismos. Lo es porque en muchos hogares los padres volvieron, pero los hijos se quedaron en la ciudad. “Mi gran preocupación es que la vocación campesina se está perdiendo, porque los adultos estamos envejeciendo y los jóvenes que se fueron, pequeños, de cuatro, de cinco, de diez, de doce años, se quedaron, hicieron su vida por allá”.
Pero hay algunos jóvenes que sí volvieron. Otros que nacieron aquí después del retorno. Entre ellos hay algunos que quisieran tomar la batuta y sacar a El Salado del estancamiento. Para los 127 estudiantes de la Institución Educativa Técnica Agropecuaria El Salado, el bachillerato del pueblo, hay esperanza. Tal vez es algo que han aprendido de su profesor Javit Torres, sobreviviente de la masacre de 2000, quien se niega a abandonar del todo su pueblo. Salió solo para estudiar filosofía en Cartagena, pero siempre tuvo claro que tenía que volver. “Yo no estudié filosofía para quedarme ejerciéndola en una ciudad como Cartagena. Lo que hay que hacer hay que hacerlo acá”, sostiene. Hoy tiene 35 años y desde 2013 es docente en la escuela de bachillerato, de ciencias políticas y económicas y de cátedra para la paz. De lunes a viernes se viene a vivir a El Salado y los fines de semana viaja a Cartagena, a ver a su esposa y sus dos hijas pequeñas. Está aquí y allá, pero de El Salado no se va.
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Esta semana, el profesor hizo un ejercicio con los estudiantes de décimo y once. Juntos, los dos grados suman 30 alumnos. Como se acerca la conmemoración de los 20 años de la masacre, el profe quiso hacer memoria con sus muchachos. La tarea era que en pequeños grupos hicieran una línea del tiempo de El Salado, con los momentos más importantes para ellos. Que empezaran y terminaran donde quisieran. Cuando entre ellos empezaron a discutir, no parecía que estuvieran haciendo una línea de tiempo de un pueblo sino de la violencia en la zona. “No, no, obviamente mucho antes estaba la guerrilla, los paracos llegaron después”, “Profe, ¿cómo era que se llamaba el que mandaba acá en las Farc?”, “Profe, ¿cierto que estamos haciendo epistemología porque estamos hablando sobre el porqué de la masacre?”.
Casi todos empezaron su relato en 1995 o en 1996. Allí, todos coincidieron. Que El Salado era un pueblo próspero, que el tabaco les daba buena vida a sus padres y sus abuelos, que casi se convierte en municipio. Luego “llega el caos”, escribió un grupo. Se referían a la primera masacre ocurrida en el pueblo, en 1997. En esa mataron a cinco personas. Luego pusieron la de 2000, sin especificar el número de muertos. Luego, que fue un pueblo fantasma hasta 2002. De allí en adelante continuaron año por año y anotaron también la inauguración de algunas de las obras más significativas para El Salado. La Casa de la Cultura en 2012, la enorme cancha sintética en 2016 o el barrio Nuevo, donde construyeron 100 casas, en 2017. Con las fechas no tienen problemas. Parece que han crecido escuchando una y otra vez lo que sucedió.
Pero, además, anotaron algunos hitos de resistencia. Un grupo puso en 2010 la tutela T-045 que emitió la Corte Constitucional, en la que ordenó garantizar el derecho a la salud de cuatro madres víctimas de El Salado que estaban desplazadas de manera forzada en distintas ciudades de la región Caribe. El título de otra de las líneas de tiempo era revelador: “Conquistando en la memoria”, le pusieron, y cuando pasaron a exponerlo, una de ellas explicó: “Le pusimos la palabra conquistar porque significa apropiarse de algo. Antes, la guerrilla y los paracos se apropiaron de nuestro territorio, y hoy nosotros queremos hacer lo mismo, pero con la memoria”.
El taller incluía responder de qué manera la violencia había afectado sus vidas. Uno de los muchachos dijo: “Afectó mi educación, porque si no hubiera pasado lo que pasó, mis padres tendrían dinero para pagarme la universidad”. Pero hubo otra respuesta que dejó a todos en silencio. La línea de tiempo del grupo de Jaider Arrieta tenía algo diferente. Resaltaron el período de 2003 a 2005, luego del retorno, en el que la persecución, las amenazas y los asesinatos selectivos continuaron. En 2004 pusieron “desaparición de Jaider Arrieta”, padre de Jaider Arrieta hijo. Por eso sus compañeros lo eligieron a él para responder esa pregunta. Cuando pasó al frente a responderla, solo alcanzó a esbozar “la violencia afectó mi vida…”, y se tapó la cara con su camiseta. El salón enmudeció y a varias de sus compañeras les escurrieron lágrimas. Su grupo lo abrazó y el profe manejó la situación. Después dijo que no era la primera vez que le pasaba en un ejercicio así y que estaría bien, pero que necesitaba soltar una lágrima.
“No nos podemos quedar simplemente con el tema de que pobrecito. Acá se les dice a los estudiantes que a esto tenemos que ponerle el pecho y no quedarnos solo en el hecho victimizante. Ese paradigma los jóvenes lo quieren cambiar”, explica el profe Javit.
Muestra de ello fue lo que escribió uno de los jóvenes para responder a la pregunta sobre la violencia. La masacre “marcó a las personas adultas, ancianos, niños y adolescentes, que tuvieron que marchar forzadamente del pueblo no llevando nada con ellos, solamente tristeza y dolor de ver a sus familiares muertos, sin poder sacar nada de sus casas, sin dinero y mal vendiendo lo poco que tenían. Por otro lado, solo no hubieron (sic) calamidades, porque a través del desplazamiento algunos de nosotros nacimos. Y podemos dar a conocer todos estos sucesos ocurridos ya que somos jóvenes emprendedores”.
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Coco Salado es muestra de ese espíritu. Hace unos siete años, un puñado de jóvenes de no más de 15 años creó este colectivo audiovisual para que la memoria de sus padres y sus abuelos no se vaya perdiendo con el tiempo. “Tratamos de mostrar qué se hacía acá, qué se bailaba, tratamos de investigar con personas que tuvieron familiares muertos quiénes eran ellos, qué hacían, si se dedicaban a la agricultura, al tabaco, a la ganadería”, cuenta Nury Torres, de 17 años, vocera del colectivo.
Así han reconstruido la historia de los fandangos que se hacían en el pueblo cada noviembre, antes de la masacre, con bailes y corralejas. Hoy se han vuelto a hacer, aunque sin espectáculos de toros. La herramienta de trabajo del colectivo son sus celulares y los productos que han hecho los han mostrado en festivales audiovisuales en Palenque, Barranquilla y El Carmen de Bolívar.
Los fundadores hoy ya superan los 20 años, se graduaron del colegio y se han ido. Como ellos, los que lideran ahora están próximos a salir y esperan poder estudiar en Cartagena o Barranquilla. Dicen que no se van a ir del todo de El Salado, pero quisieran vivir por fuera. Visitar el pueblo como en vacaciones. “Cuando tenga 50 sí me vengo pa’ acá”.
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El llamado de los salaeros por mayor atención del Estado es recurrente. Se sienten abandonados. Luego de la expedición de la Ley de Víctimas en 2011, vieron por su territorio un desfile de agencias de cooperación y entidades estatales que venían a reparar las afectaciones por el conflicto armado. En 2012, El Salado se convirtió en sujeto de reparación colectiva y se diseñó un plan integral para reparar a la comunidad. Hoy, ese plan tiene un avance del 40 %, según la Unidad de Víctimas. Desde 2014, en esta comunidad se han invertido más de $480.000 millones, en medidas de restitución, satisfacción y garantías de no repetición.
Por eso, a ocho días de la conmemoración de los 20 años de la masacre que les partió la historia en dos y de que los canales de televisión y la prensa pongan sus reflectores en el pueblo, se han preparado para enviar un mensaje. Aquí hay un pueblo que ha resistido, pero que necesita garantías del Estado para que tener una vida digna no implique tener que abandonar El Salado.