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“Tuve una juventud que luchó por otra vida
por merecer al menos esta que yo tuve”.
Julio Daniel Chaparro
La irreverencia es parte de los recuerdos que tienen amigos y familiares de Julio Daniel Chaparro, poeta y periodista asesinado, junto con el fotógrafo Jorge Torres, el 24 de abril de 1991 en Segovia (Antioquia). Su mamá cuenta que cuando tenía tres años, en 1965, cuestionaba que los niños no pudieran participar en las conversaciones de los adultos. Cuando su abuelo le dijo que el burro joven inclina sus orejas ante el burro viejo, él le respondió: “¿Por qué, si yo tengo la boca es para hablar? ¿Por qué? Dígame, abuelito”.
Hijo mayor de Héctor Julio Chaparo y María Inés Hurtado, él, periodista y ella, docente, Julio Daniel siempre fue un niño inquieto. “Él era muy ágil y sabía liderar. Era un líder”, recuerda su madre. Ella nunca ha sido una mujer de callar. En sus primeros años peleaba con su papá porque no les hallaba sentido a las intestinas luchas partidistas entre conservadores y liberales. Más tarde enarboló la bandera de la cédula femenina en tiempos en que sólo los hombres podían ser ciudadanos. Luego de tener a Julio, doña María Inés no ocultaba sus simpatías por el Partido Comunista.
Héctor Julio Chaparro ocasionalmente viajaba a Cuba. En el barrio El Caney de Villavicencio era conocido por traer reliquias salseras de la isla caribeña. De vez en cuando se reunían los vecinos a escuchar las nuevas adquisiciones de un género que por esos años ebullía. En 1978, su padre hizo un viaje a Cuba; en esa ocasión descubrió la música de Silvio Rodríguez, Pablo Milanés y la nueva trova cubana. En el equipaje de vuelta reposaban discos de esa música icónica entre la izquierda latinoamericana. La revolución llegó a los oídos del adolescente Julio Daniel.
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A la inquietud que le despertaron la salsa y la nueva trova cubana se sumó el hábito de leer. Desde historietas de Condorito y Mafalda hasta textos de Marx, Engels, Lenin y Nietzsche. “A toda hora estaba leyendo. Yo no sé cómo estudiaba ese muchacho”, recuerda su madre.
“Él siempre fue un muchacho de izquierda, siempre fue de avanzada. No se iba como un borrego detrás de las cosas sin pensar”, rememora María Inés Hurtado. Julio Daniel Chaparro empezó a oponerse al estatuto docente que había promulgado el gobierno de Misael Pastrana. En ese momento hizo pedagogía en la Escuela Normal Superior de Villavicencio con sus compañeros. “Nosotros somos casi colegas de los profesores. Si el estatuto no les conviene a ellos, no nos conviene a nosotros”, decía.
El primer trago amargo por sus posiciones políticas no tardó en llegar. Cuando Julio Daniel Chaparro estudiaba en la normal fue premiado como el mejor estudiante en los 23 años de historia que para esa época cumplía la institución. A pesar de esto, su madre cuenta que cuando fue a matricularlo para el siguiente curso, “el profesor Alejandro Hinestrosa no me lo recibió. Me dijo que no tenía cupo allá porque era comunista”. Por eso lo matriculó en un colegio de Restrepo (Meta).
El cambio no significó la renuncia a sus ideas. Cuenta Mauricio Álvarez, quien fue su amigo desde la infancia, que la llegada a ese nuevo colegio hizo que Chaparro se metiera de lleno en la política. Era tal el grado de compromiso que llegó a tener con la Juventud Comunista (Juco) que vendía puerta a puerta el periódico Voz Proletaria, fundaba centros de estudios y participaba en vigilias por causas internacionales, como la defensa de la Revolución sandinista en Nicaragua.
Las discusiones que daban en esos círculos de estudio giraban en torno al marxismo, el leninismo, el maoísmo, las masas, el proletariado y un largo etcétera de asuntos sobre los cuales, sin haber salido del colegio, Chaparro tenía una opinión formada.
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La historia de la amistad más entrañable en su vida es una muestra de la importancia que él tenía para la Juco. Un joven llamado José Vicente Casadiego quiso fundar una radio comunista en Villavicencio y al hacerle la solicitud de acompañamiento al partido enviaron a Chaparro. Cheo, como luego apodarían a José Vicente, fue tal vez el amigo que más compartió con Julio Daniel Chaparro los versos al calor del licor, las expediciones tan nocturnas como confidenciales y esa juventud que, como lo dejó escrito Chaparro, “luchó por otra vida”.
Cuando cursaba décimo se empezó a gestar la Federación de Estudiantes de Secundaria del Meta (Fesme), que impulsaba la participación política de los estudiantes de los colegios en la región. “Peleábamos por la tarifa diferencial de transporte, por la falta de oportunidades, y estábamos comprometidos con la lucha popular de los docentes”, cuenta Cheo.
Mauricio Álvarez recuerda que algunos tomaban la militancia política con menos seriedad, “pero él se tomaba bastante en serio la organización y llevar a cabo el mandato político”.
A los 21 años, Julio Daniel Chaparro ya se había casado con Pía, el amor de su vida, y tenía un hijo: Daniel Chaparro Díaz. Intentó incursionar en el derecho estudiando en Bogotá, pero se retiraría luego porque lo de él, como le contó a su madre, “no era memorizar y memorizar”. En el día a día en la capital vendía poemas en los buses tratando de rebuscarse el sustento de su familia mientras establecía relaciones con círculos de artistas en la ciudad.
La poesía
En 1985, Julio Daniel Chaparro publicó su primer libro, Y éramos como soles, un poemario en el que daría vivas muestras de su sensibilidad ante la belleza de la naturaleza, pero también ante la violencia y las injusticias que “emboscaban” en esquinas y callejones a los promotores del cambio.
Un año después, en 1986, publicó otro libro de poesía: País para mis ojos. Allí, transmitiría más de su sensibilidad por lo social. “Julio Daniel vivía constantemente con asombros y llorando casi por todo. Él tenía una frase que decía siempre, yo no sé de dónde la copió, que poeta es una persona que por todo y a cada momento está a punto de llorar”, recuerda Casadiego.
En Bogotá , y tras haber sido contratado como periodista en El Espectador, Chaparro entabló amistad con el poeta Fernando Linero. Con el nuevo trabajo también se alejó de su militancia comunista. Con él no fueron pocas las rumbas de hasta tres noches, encuentros en los que cada asistente tenía unos versos, una canción o un descubrimiento nuevo para aportar. “Nos tirábamos en el piso, en unos cojines, a oír música de Janis Joplin, los Rolling Stones o salsita. En esa época estábamos descubriendo la poesía del mundo, lo que pasaba en Europa, los poetas norteamericanos, latinoamericanos. Cada uno andaba con su locura”, relata Linero. Según dice, cada jueves compartía una fiesta diferente con su esposa, Julio Daniel y Pía, en sitios insignes de la salsa en la capital como Quiebracanto o El Goce Pagano.
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El silencio del poeta
Fruto de una mayor madurez literaria, según reconocía el mismo Chaparro, llegaría a principios de los años 90 un nuevo libro: Árbol ávido. La publicación de este poemario se convirtió en una de las prioridades de esa última etapa de su vida, un peldaño más con el que aspiraba acercarse al reconocimiento nacional y algún día, por qué no, a un premio Príncipe de Asturias.
Así, durante su última visita a Villavicencio, en ocasión de su cumpleaños, se vio poco con su familia. Tenía que publicar ese libro, en un afán casi premonitorio. Se encerró a trabajar tres días con Jaime Fernández en el apartamento de éste, otro de sus grandes amigos. El libro quedaría casi listo, a falta de unas últimas indicaciones.
“La última llamada que él hizo a Villavicencio fue a mi oficina. Yo estaba hablando por la otra línea con Triunfo y pedí que le dijeran (a Julio Daniel) que me llamara en media hora. Luego, cuando traté de llamarlo, él ya se había ido a Segovia. La última llamada no se la contesté. Fue terrible saber que él estuvo en la otra línea, que se iba a despedir y que me iba a dar unas indicaciones”, cuenta Jaime Fernández, mirando a los ojos de Cheo, como confesándole un recuerdo que había guardado años, quizás por vergüenza o dolor.
Los amigos de Julio Daniel Chaparro se enteraron de su asesinato el mismo día, el 24 de abril de 1991. Esa noche se reunieron en Villavicencio a recordarlo. El llanto, la incredulidad. ¿Quién iba a escribir ahora esos poemas que quedaron errantes? “Colombia perdió un gran poeta joven porque él estaba empezando su obra. Es una obra que quedó trunca, que quedó en marcha, pero que en los pocos libros que dejó se ve ya con una estatura”, asegura Arturo Guerrero, periodista cultural.
Al día siguiente, Fernández iba camino a abrir su heladería. Como buscando un fantasma, miró hacia la sede de El Espectador en Villavicencio y ubicó sus ojos en una señora que lo llamaba. Chaparro le había enviado con ella un paquete con las últimas correcciones de su libro Árbol ávido y un saludo que no se pudieron dar por teléfono.