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A María Dolores Londoño le pusieron un gorro. Era de plástico y se veía igual a los que usaban en las peluquerías cuando querían hacerle “rayitos” o iluminaciones a alguien. A Londoño no le iban a hacer nada en el cabello, era más bien en el cerebro. Los huecos de ese gorro recibían algo que (tal vez) inyectaban dos enfermeras: no era muy claro lo que hacían con esas jeringas. Las científicas que le estaban haciendo los estudios querían saber si las huellas que dejó el conflicto armado en Londoño se parecían a las de un mosquito o a las de un elefante, si eran imperceptibles o la habían dejado marcada. Querían determinar si Londoño era “rehabilitable” o no. A ella, a Lola, no le gustaron los procedimientos ni las preguntas que le hicieron: tenía que responder con opciones preestablecidas, ¿y cómo responder así?, si calcular lo que será de la vida después de dos hijos asesinados no es posible. La guerra es tan cruda y las circunstancias en las que todo ocurre son tan distintas que nada será obvio. En algunos casos tampoco se resolverá cuando el juez diga que sí, que los presuntos sí son culpables y pagarán cárcel. Por lo menos para Londoño no. Ella, que parió tres hijos, enterró a dos y al otro nunca lo encontró, dice que no es una víctima, y que quienes los mataron no son victimarios. Dice que los que seguimos vivos en este país somos sobrevivientes y que para ella se pueden guardar la lástima.
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La línea de investigación en la que trabajan los neurocientíficos que estuvieron con Londoño se llama “salud mental traslacional en conflicto y paz”. Grupos de neurociencias y el grupo de salud mental de la Universidad de Antioquia junto con algunas personas de la Universidad del Rosario, de Bogotá, hacen parte de una red llamada “investigación en paz imperfecta”, y su trabajo fue documentado por Manuel Correa, director de La forma del presente, película que se estrenará el próximo 21 de noviembre en las pantallas colombianas. Las investigaciones se enfocan en la rehabilitación de personas expuestas crónicamente al conflicto, y el método que aplicaron en Londoño lo han usado en muchas otras que estuvieron en medio de los combates o fueron combatientes..
“Una vez que tengas diferenciado el objeto, buscas los puntos comunes, reintegras y obtienes algo relativamente correcto”, explicó Fernando Zalamea, filósofo y matemático, en el documental de Correa. “En la matemática, para entender un objeto, necesitas una cantidad de perspectivas distintas”, también dijo, y después aterrizó su teoría a la forma en la que ahora en Colombia se busca entender el conflicto colombiano. Zalamea iba hablando y, a su vez, la película tomaba forma: La forma del presente era, justamente, un intento por diferenciar el conflicto, por intentar entenderlo desde las distintas versiones de los que fueron tenidos en cuenta por el director para abordar la realidad colombiana, que a veces parece inabordable: científicos, víctimas, militares, exnegociadores de paz, fotógrafos, historiadores...
La matemática de Zalamea se cruzó con la experiencia de Juan Ugarriza, quien participó en las negociaciones con el Eln. Ugarriza explicó que su preocupación de que en Colombia se creara una sola versión de lo ocurrido (que sigue ocurriendo) se basa en la dificultad que ahora tenemos para, como dijo el matemático, entender que un solo punto en particular nunca será correcto. Para este caso: una verdad oficial, una sola versión de los hechos o una única interpretación. “Esta creencia de que es posible crear un solo relato en el que nos encontremos todos es, a mí parecer, pensar con el deseo”.
Por estos días, y por los días pasados, y seguramente por los días siguientes, el gran reto será admitir que, para entender, habrá que dejar que el otro hable sin que necesariamente eso signifique asumir que lo que dice es cierto o correcto. Coexistir es, en resumidas cuentas, lo que propone Correa en su película.
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Lola Londoño hace parte de Las Madres de la Candelaria, un grupo de antioqueñas que no han encontrado a sus seres queridos: ni muertos ni completos ni mucho menos vivos. El equipo de la película y ellas entraron como colectivo de teatro en alguna cárcel de Medellín y se presentaron con Las acacias, obra escrita, actuada y producida por ellas. Ensayaron en el Museo Casa de la Memoria de Medellín y en el Teatro de la Universidad de Antioquia. Terminaron en la cárcel porque, según Correa, descubrieron que, para poder encontrar las verdades en un país con tantos vacíos institucionales, el contacto humano era fundamental. Con la excusa de la obra entraron a la cárcel y se sentaron a hablar con los reclusos. Les contaron lo que perdieron para conmoverlos, para que así ellos no hubiesen sido los culpables de sus tragedias, les dijeran a quién sí podrían preguntarle o a cuál lugar podrían ir para que les dieran un dato, un lugar, un nombre. Algo.
Manuel Correa, director del documental, colaborando en los ensayos de la obra "Las acacias", que escribieron y actuaron las Madres de la Candelaria. / Aris Panesso.
“Esto es parte de un trabajo de reconciliación: cerrarle puertas al entendimiento unilateral que niega la posibilidad de existir y de pensar diferente”, dice Correa, quien coincide con la creencia de que, “además de interesarnos por conocer los hechos de lo que ocurrió, debe ser importante la forma en la que hacemos conocimiento sobre esos hechos”. Lo anterior, sustentando por un historiador, se contrasta con lo que antes dijeron los militares, las madres, los neurocientíficos y las demás miradas que contribuyeron a, durante una hora y quince minutos, intentar diferenciar el “objeto” que sigue perturbando a Colombia.