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Han transcurrido casi veinte años desde que asumí el cargo de secretario ejecutivo de la Comisión de la Verdad y Reconciliación en el Perú (CVR). Los últimos trece los he pasado en Colombia, conectado con diversos procesos de justicia transicional que empezaron desde los albores de la Ley de Justicia y Paz. Al mirar atrás, y con cierto beneficio de la distancia –siempre relativo–, comparto aquí algunas reflexiones personales sobre el valor de la verdad en el Perú.
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Los desafíos que enfrentaba mi país a finales del siglo XX eran enormes: la dictadura de Fujimori había derivado en un régimen abiertamente criminal y corrupto. La presión y el descontento social contribuyeron a su caída. El régimen se derrumbó como un castillo de arena y fue reemplazado por un breve gobierno de transición al que fui invitado a colaborar.
Durante los nueve meses de esa transición, se definió la arquitectura transicional para responder al legado de veinte años de violencia, que inició con Sendero Luminoso y fue combatida con torpeza y brutalidad por gobiernos democráticos. La CVR, establecida mediante un decreto presidencial, fue la expresión de esa transición. Con doce comisionados y recursos provenientes, principalmente, de los dineros recuperados de la corrupción, la Comisión trabajó dos años examinando esa historia.
Antes de la Comisión, como abogado de derechos humanos, estuve cerca de varias historias de horror de la violencia, incluyendo casos de desaparición forzada, tortura, ejecuciones, masacres. Visité la morgue muchas veces para acompañar a los familiares en la identificación de sus seres queridos, incluyendo los de la masacre de Barrios Altos, en Lima. Por eso, cuando inicié el trabajo en la CVR, pensé que poco o nada me iba a sorprender.
Pero me equivoqué, al igual que todos mis colegas. El alcance y profundidad del horror que se descubrió superó mis concepciones de la violencia en el Perú, así
como las de mis compañeros, curtidos en el trabajo de derechos humanos. La cifra de muertos y desaparecidos, estimada durante muchos años en 25.000, se disparó, por estimaciones de la Comisión, a cerca de 70.000. El 75% de las víctimas tenía el quechua como lengua materna. Más del 50% eran jóvenes. La violencia no fue indiscriminada: eligió con cuidado a sus víctimas.
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Es difícil contar tragedias y esperar que el resto de la sociedad las entienda, las escuche y sienta empatía por las víctimas. De por sí, hacerlas públicas es un dilema complejo: nos sugirieron trabajar estas historias de forma privada para no generar hartazgo en el “resto” de la sociedad que podría sentirse saturada del horror y tender a rechazarlo como inexistente, por un simple instinto de protección.
Nuestra elección ante ese dilema entre secretismo y publicidad fue, conociendo los riesgos, la de la plaza pública. A través de decenas de audiencias públicas, dimos a conocer estas historias de horror en horarios estelares en medios de comunicación. Luego, incluimos esos testimonios y cientos más recogidos en entrevistas y procesos de investigación en un informe que entregamos al presidente y a los otros poderes del Estado. Tratamos, además, de devolvervérselo a las víctimas, y generó gran indignación ciudadana frente al horror.
Transcurridos veinte años, los peruanos podríamos caer en la tentación de decir que poco ha cambiado. Yo soy más optimista: creo que la sociedad peruana está mucho mejor preparada que hace veinte o cuarenta años para evitar la repetición del horror. Y lo está porque sabe más y mejor lo que ocurrió y porque el margen de las mentiras posibles sobre la violencia, su origen y protagonistas, aún grandes, se han reducido significativamente en el país. En nuestras débiles sociedades, el miedo a la verdad es muy común, pero pernicioso si se quieren cambios reales: es importante poner sobre la mesa y no esconder bajo la alfombra las conversaciones esenciales para nuestra convivencia democrática.
Este texto es producto de “Reflexiones sobre la verdad”, una alianza de Colombia2020 con la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición.