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Nadie está preparado para la guerra. Los entrenamientos son esfuerzos insulsos. Se desvanecen en medio de los combates, entre balas, cilindros, sonidos de helicópteros y lamentos de compañeros heridos. Pocos pueden ver la muerte violenta de frente y salir con la mente ilesa. Cuando se viven experiencias del conflicto, los recuerdos vuelven una y otra vez. Llegan como aguacero al día siguiente de la tragedia y a cuenta gotas dos décadas más tarde.
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Eso vive Wilson Benavides desde el 3 de agosto de 1999 cuando unidades del Bloque Oriental de las Farc se tomaron la base militar y la de antinarcóticos en Miraflores (Guaviare). Hoy Benavides se ríe mientras recuerda el día que se tiró de un bus, después de salir del pabellón de sanidad del Ejército, donde estuvo internado durante un año por un diagnóstico de estrés postraumático y esquizofrenia. “Me monté, entregué 20.000 pesos al conductor. Él aceleró mucho y a mí se me metió a la cabeza que nos íbamos a matar. Eso me pasaba frecuentemente después de la toma. Me lancé del bus en movimiento a la calle. No sé cómo no me maté”.
Benavides se sigue riendo hasta que saca de su maleta un frasco del medicamento que le ayuda a aliviar los ataques de pánico. El dragoneante del Ejército lo probó por primera vez después de volver de cautiverio. Fue uno de los 73 militares retenidos por las Farc después de 26 horas de combates durante la toma de Miraflores hace 21 años. Fueron 300 los guerrilleros que hostigaron la base militar y la de Antinarcóticos.
El 4 de agosto de 1998, cuando las balas cesaron, otros 56 policías fueron retenidos por la guerrilla junto con su armamento, lo que dejó un saldo de 129 uniformados internados en las selvas de la Amazonia colombiana y 35 muertos. El dragoneante Benavides, dos décadas después del suceso, no ha recuperado su tranquilidad.
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A Pablo Chaparro, uno de los soldados regulares que sobrevivieron a la toma y que, a diferencia de Benavides fue liberado pronto, las secuelas le llegaron mucho tiempo después. “No tenía tiempo para eso. Quedé afectado, pero tenía que sacar adelante a mi hija recién nacida y no tenía un peso”, comenta. Además, debía recuperar la pierna donde se incrustaron las esquirlas de una granada el día de la toma.
Su dolor y sus miedos supieron camuflarse. Pero hay heridas, por superficiales que parezcan, que no dejan de sangrar. Años después, Chaparro vería sus recuerdos transformados en agresividad. El soldado no entendía por qué sus conflictos sólo podía resolverlos a través de los golpes. “Me transformaba. Sabía que tenía un problema, pero no quería volver a esos recuerdos de la guerra y los ignoraba. Antes de Miraflores no era así. Yo era un joven tranquilo, que salía de fiesta y vivía feliz”.
Sus reacciones violentas acabaron con su matrimonio de 17 años y han estado a punto de acabar, varias veces, con su trabajo de operario en una empresa de plásticos. Chaparro dice que, sobre todo en la época de las conmemoraciones, la imagen de él rogándole a los exguerrilleros que no lo mataran para conocer a su hija, no lo deja dormir. Hoy está en un tratamiento psicológico en la EPS y también toma medicamentos para bajar los niveles de ansiedad.
Benavides y Chaparro hablan de sus condiciones con tranquilidad. Las asumen y entienden que no los definen, aunque los acompañen todo el tiempo. Llevan meses, junto con otro grupo de sobrevivientes y con el departamento jurídico del Ejército, tratando de hacer memoria, de explicar cuál es su condición actual, para ser reconocidos como víctimas del conflicto armado.
Benavides cuenta con pensión y con salud de las fuerzas militares. Pero Chaparro, y otros siete soldados, no. Tampoco tienen asistencia psicológica actualmente. “Yo recibí ayuda, no lo puedo negar. Pero claro que faltaron cosas. Las Fuerzas Militares no estaban preparadas para recibir a ese montón de gente mal”, dice Benavides.
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Y en eso está de acuerdo Johana Chaparro, psicóloga de la sección de víctimas del Departamento Jurídico Integral del Ejército Nacional. Sin embargo, aclara, eso ha ido cambiando con el tiempo: “En esa época de Miraflores no existían directivas o planes de atención. Hasta 2004 se arrancó el proceso de la creación de protocolos, se aumentó el número de los psicológicos militares y también se construyeron los manuales de los primeros auxilios psicológicos y psiquiátricos, entre otras cosas más. El Ejército ha ido caminando de acuerdo a todas las necesidades que la guerra lo fue poniendo”.
Chaparro explica que, después de la guerra, los militares pueden desarrollar varias enfermedades. Desde el trastorno por el estrés postraumático hasta bipolaridad o esquizofrenia. Volver a la vida civil no es un tránsito fácil ni para ellos ni para sus familias: “El choque es fuerte. En el caso de los secuestrados, sucede que algunos militares prefieren dormir en el piso, después de acostumbrarse a dormir en tablas en la selva. Tampoco desean que llegue la noche, porque entonces rememoran las emboscadas. O también pasa que con los ruidos fuertes los alertan como si estuvieran en situación de peligro”.
Pero no todos reciben esta atención. Algunos prefieren volver y continuar con su vida como si no hubieran pasado por la guerra. Otros, por no tener un diagnóstico psiquiátrico o no haber sido afectados físicamente, no hacen un tránsito de reincorporación de la vida civil. Los únicos que tienen un proceso de rehabilitación son quienes han vivido un momento traumático y hayan sido afectados emocional y físicamente. Para ellos está el Centro de Rehabilitación Inclusiva (CRI), una entidad que está bajo el mando de la presidencia.
Aunque Juan Pablo Aranguren, profesor de psicología de la Universidad de Los Andes, reconoce que en los últimos años ha habido avances, continúa alertando sobre la necesidad de crear un programa para que todos los militares, desde soldados hasta generales, hagan un proceso de reincorporación a la cotidianidad a pesar no tener un diagnóstico.
“Los hechos de la guerra son significativos porque siempre ponen a los actores en momentos límite. Incluso desde los entrenamientos hay un potencial traumático muy fuerte. Esto pasa sobre todo con los soldados profesionales. Si aprendieron a ver morir o matar, también deben tener un proceso para desaprender”, dice Aranguren.
El doctor en Ciencias Sociales de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) resalta que en Colombia hay una particularidad: el conflicto continúa y, en ocasiones, muy cerca de los lugares donde los militares viven. Por eso, Aranguren considera que dejar los diagnósticos sólo en un trastorno de estrés postraumático pueden limitar ciertas condiciones: “Si bien es útil porque demuestra que hubo un impacto por un conflicto, pero limita la posibilidad de entender experiencias que siguen activas porque el conflicto está vivo”.
También cree que, además del acompañamiento terapéutico, debe haber una reincorporación integral, que incluye mejorar las condiciones económicas. Centenares de soldados, como Chaparro, tuvieron que volver sin un peso y sin alternativas de trabajo, lo que repercutió en su salud mental. “Es más difícil recuperarse si no hay un acompañamiento adecuado. Imagínese que aparte de las imágenes que no lo dejan en paz, usted tiene que salir a la calle a buscar sustento para su familia. Eso al final termina siendo una bomba social”.
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Desde la época de los veteranos de guerra de Vietnam, en Estados Unidos, los militares fueron llamados víctimas. Esta era una manera, según el experto, de que fueran reconocidos como sujetos de reparación del Estado. En Colombia tiene una connotación legal. Sin embargo, a algunos sectores militares les incomoda la categoría porque desde su formación les advierten que son héroes y merecen honores, mas no reparación. Es fundamental que los colombianos y el Estado, advierte el psicólogo, los desmilitaricen y entiendan que si bien son un actor del conflicto armado, vivieron la guerra.
Tras el fin de la guerra con las Farc y la creación de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), 20 uniformados de la toma de Miraflores han sido acreditados como víctimas. Con esto podrán ejercer sus derechos a recibir medidas de protección, conocer la verdad de lo sucedido, ser reparados y acceder a las versiones de los responsables en el caso 001, sobre retenciones ilegales que cometieron las Farc. Los soldados esperan que sus compañeros también sean aceptados en esta justicia y puedan por fin ser reconocidas sus afectaciones. No quieren dinero. Esperan un apoyo psicosocial que les permita continuar con su vida sin que las imágenes de la guerra los abrume.