“Mirar para un lado, fue como disparar”: víctimas de masacre en Buenaventura a las Fuerzas Militares

Hace 20 años, un grupo de 80 paramilitares del Bloque Calima ingresaron al corregimiento número ocho de este puerto del Pacífico. A a su paso dejaron, nueve afrodescendientes asesinados y tres desaparecidos. El caso sigue en la impunidad y las víctimas se siguen preguntando, ¿qué pasó con los retenes militares? ¿Por qué no impidieron las masacres?

Redacción Colombia 2020
12 de mayo de 2020 - 10:50 p. m.
A raíz de estos hechos, dos décadas después, los sobrevivientes a las masacres viven atemorizados ante la desconfianza que se instauró por la inacción de la Fuerza Pública frente a las masacres./Cortesía Fundación Entrelazando el Tejido Social desde el Territorio (FUNDETEST) en colaboración para la CCJ.
A raíz de estos hechos, dos décadas después, los sobrevivientes a las masacres viven atemorizados ante la desconfianza que se instauró por la inacción de la Fuerza Pública frente a las masacres./Cortesía Fundación Entrelazando el Tejido Social desde el Territorio (FUNDETEST) en colaboración para la CCJ.
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José Everth Veloza García, conocido como “HH”, y Elkin Casarrubia Posada, apodado “El Cura”, fueron los jefes paramilitares que prepararon y organizaron a los 80 hombres armados que ingresaron a ejecutar la matanza en la madrugada del 11 de mayo de 2000, en Sabaletas, Buenaventura. Entonces, los negros que dormían a orillas del río Anchicayá despertaron con el asombro de que las puertas de sus casas se cayeron a patadas por los paramilitares. Los puestos de control de la Compañía Cóndor del Batallón de Contraguerrilla de Infantería de Marina No. 30, ubicados muy cerca de allí, en las comunidades de Zacarías y El Danubio, no hicieron nada para impedir esta acción criminal. Según la investigación penal que sigue en curso, el capitán retirado, David Famiglietti, habría sido el encargado de adelantar las conexiones de supuestos informantes para construir la lista de los asesinados.

Las necropsias que les practicaron a los nueve cuerpos un día después de la masacre dieron cuenta de que los afrodescendientes fueron torturados con armas blancas, antes de ser asesinados. Con lista en mano, como había ocurrido en otras regiones del país, los paramilitares los sacaron de sus casas a la fuerza y luego los mataron frente a los pobladores para aterrorizarlos, señalándolos de ser guerrilleros o auxiliadores de las Farc. Al primero que mataron con ese pretexto fue al encargado del dispensario de salud de esa comunidad, Luciano Camacho Rentería. Luego, sacaron a rastras a Pastor Emilio Rendón, el encargado de la tienda de alimentos, y así, recorrieron el caserío e hicieron lo mismo, con navajas y pistolas, contra Miguel Ángel Valencia Vallejo, Alexis Trujillo Tello, Jhon Jairo Valencia Vallejo, Ceneida Torres Riascos, Georgina Riascos Riascos, Rubén Darío Mina Viveros y Luis Carlos Rendón Orozco.

Apenas en diciembre de 2016, la Fiscalía General de la Nación y Medicina Legal entregaron los cuerpos de dos de los tres desaparecidos, los primos Yuri Banguera y Gonzalo Ordóñez, quienes fueron encontrados en una fosa común en 2015 en las montañas del parque natural Farallones de Cali. De acuerdo con los estudios científicos, también se supo que fueron obligados a caminar durante cinco días bajo torturas que sufrieron con armas corto-pulsantes. Yuri era menor de edad, tenía 17 años, y cuando su padre, Francisco Banguera, se percató de que lo estaban amarrando para llevárselo, decidió ofrecer su vida para que soltaran a su hijo. Sus súplicas no fueron escuchadas y, 16 años tras su búsqueda, finalmente lo pudo enterrar obligando a la Fiscalía, a través de una acción de tutela, que lo dejaran participar en el proceso de exhumación.

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Las oficinas de Telecom fueron incineradas y los grafitis con las iniciales AUC (Autodefensas Unidas de Colombia) Bloque Calima, quedaron en las paredes de las casas de madera. Jesús Díaz es el tercer desaparecido, cuyo cuerpo, según la investigación penal, se encuentra enterrado en un cementerio católico del municipio de Jamundí, al sur del Valle. Sin embargo, las autoridades aún no hacen las labores necesarias para identificar los restos. Un año después de esta primera masacre, los paramilitares entraron por el sur del Valle hacia noroccidente del Cauca, en busca de la región del Naya para salir al Pacífico caucano. A su paso, 21 afros, indígenas y campesinos también fueron masacrados con el mismo modus operandi y el mismo rumor: eran auxiliadores de las Farc. Pasaron solo dos años y el 14 de junio de 2003 regresaron al corregimiento número ocho, en Buenaventura, para masacrar a otros seis afros en busca de ajusticiar a quienes, desde afuera, seguían siendo señalados como subversivos. Llegaron disparando contra un salón donde estaban aglomeradas unas 50 personas en una fiesta de cumpleaños.

Tras la masacre, 3200 pobladores se desplazaron hacia Buenaventura, a 40 minutos en carro, y otros salieron para Cali y municipios aledaños en el norte del Valle del Cauca. Tanto Everth Veloza como Elkin Casarubia han entregado sus versiones sobre los hechos ante el Tribunal el Superior de Medellín, sala de Justicia y Paz, sobre sus responsabilidades en estos hechos, por lo que se conocen detalles como que se concentraron en Tuluá y, a medida que fueron avanzando, recogieron a los paramilitares que ejecutaron la masacre. Actualmente, existe un proceso abierto en este Tribunal contra el Bloque Calima y sus comandantes; sin embargo, a pesar de que la Ley de Justicia y Paz (que permitió la desmovilización de los paramilitares en 2005) cumplirá 15 años, el proceso por este caso se encuentra en la etapa inicial y las víctimas aún ven lejos algún fallo a su favor para obtener la reparación.

“A la fecha, las víctimas tampoco han podido acceder a una verdad plena y por eso la desconfianza en la Fuerza Pública continúa, pues no se ha podido esclarecer cuál fue la participación y responsabilidad de las Fuerzas Militares en este hecho. Por lo menos, hubo una omisión, porque por la ruta por donde pasaron los paramilitares había varios retenes. Igualmente, porque, tras los hechos de la masacre nos enteramos de que algunos caseríos, como Aguas Claras y Sabaletas, tenía orden explicita de ser custodias por el Ejército Nacional. ¿Por qué levantaron los retenes?, o, ¿cómo hicieron para pasar? Son preguntas que hasta el día de hoy no se han podido esclarecer”, dice Moisés David Meza, el abogado de la Comisión Colombiana de Juristas (CCJ) que representa a las víctimas. A la postre, las víctimas complementan: “Porque mirar para un lado, fue como si hubiesen disparado”.

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A raíz de que no hay avances en la justicia colombiana, en marzo del año pasado la CCJ decidió llevar el caso a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), con el fin de que el Estado sea declarado culpable de las dos masacres y de las múltiples violaciones a los derechos humanos que se cometieron hace dos décadas. Por otro lado, las víctimas presentarán un informe completo a la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), concretamente a la sala de reconocimiento de verdad y responsabilidad, con el fin de que se indague y se atribuyan las responsabilidades que tuvieron los integrantes de la Fuerza Pública en este hecho de barbarie.  

Mientras tanto, en la comunidad la miseria sigue igual o peor que en los años de las masacres. La dignidad perdida aun no la recuperan, pero sobreviven poetas como Wilson Caicedo, quien desde estas tierras así les recita a los muertos: “El día 14 de junio del año 2003, ese día yo me encontraba hablando con don Andrés. Otro caso había pasado así similar a este, mi corazón me avisaba que ya venía la muerte. Como a las 9 de la noche tres carros iban entrando, doj Julio los visajió y lo fueron degollando. Entraron a la variante y Hugo estaba acostado, al lado su paladito, entraron y lo han matado. El primer carro entró con los hombres y mucha gente no los vieron y “Pichiclao” gritaba, se metieron, se metieron. Tres hombres bajan del carro y empiezan a disparar y cae “Pichiclao” muerto con dos tiros por detrás…”.

Por Redacción Colombia 2020

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