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Colombia vive una etapa significativa de su historia. Por primera vez, pese a las grandes dificultades, tiene la posibilidad cierta de pasar la página de la violencia que por más de cincuenta años produjo una barbarie descomunal. El asesinato, el secuestro, las masacres, las desapariciones forzadas, los combates permanentes, el desplazamiento forzado produjeron, durante todos estos años, profundas heridas en el conjunto de la sociedad. Los colombianos estamos marcados por dolores incesantes y sentimientos de venganza que progresivamente se hicieron más fuertes, más hondos, más profundos.
Múltiples factores se conjugan en la historia política, social, cultural y económica de Colombia para producir este tipo de conflicto armado tan degradado, polarizado, descompuesto y fratricida que nos dejó como sociedad en la más profunda crisis ética y humana, hasta el punto de hacernos permanecer indiferentes, en el mejor de los casos, o volvernos capaces de aplaudir, alegrarnos o celebrar cuando con sevicia se mata a quien es diferente, contrario o enemigo.
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Con la firma del Acuerdo de Paz de la Habana, se abrió una luz de esperanza y se inicia un camino difícil y tortuoso para dejar atrás la violencia como el medio para resolver los conflictos políticos y sociales. En este camino, un grupo pequeño pero significativo por su autonomía e independencia personal y colectiva tiene la tarea de ir adelante para que avancemos desde la verdad hacia la reconciliación; no son jueces, su tarea no es impartir justicia, son hombres y mujeres comprometidos con la verdad de las víctimas, con la verdad de todas las víctimas, que en este camino hacia la reconciliación dan pasos firmes para responder con todo el país: ¿Qué nos pasó? ¿Por qué nos pasó? ¿Qué hacer para que no nos siga pasando?
De manera tímida, en medio de ataques explicables, pero no justificables, escuchan, preguntan, buscan y crean espacios de encuentro con las víctimas y con aquellos que victimizaron. También juntan a quienes antes eran enemigos a muerte, reúnen contrarios que se enfrentaron en disputas marcadas por el antagonismo y también juntan y escuchan a quienes nunca se reconocieron en la diferencia.
Cada encuentro es sorprendente, mágico, inédito, real, como el mejor de los sueños, en medio de la horrible noche del dolor y la violencia fratricida que aún persiste. En estas escuchas y encuentros, al mismo tiempo que afloran respuestas a las tres preguntas anteriores, se producen reconciliaciones nunca imaginadas, se escuchan voces de perdón de los que hasta hace poco vociferaban y llamaban al odio y a la guerra, se observan abrazos cargados de emoción y guerreros recios se emocionan hasta las lágrimas con el milagro de la reconciliación.
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Este camino desde la verdad hacia la reconciliación es motivado por el sueño de la no repetición, del “nunca más”, cada paso lleva el sentido de urgencia. Esta urgencia se produce porque gran parte de la sociedad aún permanece en el agrio espacio de la venganza y la retaliación.
La dificultad de las víctimas para perdonar y aportar a la reconciliación no puede ser diferente, 50 años de dolor no se superan de la noche a la mañana, las víctimas tienen el derecho inalienable a dar o no perdón que, junto a su dignidad, su dolor y su memoria, son sus baluartes para evitar seguir siendo revictimizadas. Los estudios comparados nos hablan de procesos generacionales, donde los hijos y los nietos son una nueva oportunidad para evitar que se prolongue en el tiempo los dolores, el odio y la violencia.
En cambio, no tienen justificación los actores económicos, sociales y políticos que sacan provecho al exacerbar los sentimientos de odio, venganza y miedo en una sociedad frágil éticamente, y humanamente insensible, en que el sentido de dignidad de todos y cada uno se desvanece y se opaca, y en que es fácil creer que hay personas que no tienen dignidad y que pueden ser “descartadas”, “desechadas”, “suprimidas”, “dadas de baja”.
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Como en épocas pasadas, estos actores, que pertenecen a todas las orillas políticas e ideológicas, cuentan explícita o tácitamente con “voceros” y “alto parlantes” que fundamentan y justifican continuar con la barbarie. Escuchamos, expertos con narrativas sobre la “amenaza terrorista”, el “conflicto armado interno”; teorías de justicia contra la impunidad y de muerte al tirano; pedagogías del orden y de las buenas costumbres para “gente de bien”; interpretaciones históricas que afirman que somos un país de guerreros y que la violencia será la partera de nueva sociedad.
Uno de los relatos más usados para inflamar los sentimientos de odio, venganza y miedo es el de la lucha contra la impunidad. Se trata de hacer que los victimarios, de todos los bandos, paguen por sus crímenes, y paguen una pena proporcional al daño realizado. Ojalá, afirman, se pueda hacer que a cada crimen se imponga un castigo merecido, no hay otro camino que el “ojo por ojo, diente por diente”.
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Estos y otros relatos, junto a los nuevos vientos de guerra que se escuchan desde la selva y desde ciertos círculos de poder, son los obstáculos que enfrentan nuestros guías de la Comisión de la Verdad por el camino que deberíamos tomar para que nos alejemos, como país, de la guerra y la violencia.
Mi profunda gratitud en nombre de mis hijos y mis futuros nietos con las once personas y sus equipos que integran la Comisión de la Verdad. No desfallezcan en su dura tarea de conducir al país desde la verdad a la reconciliación.
*Este texto es producto de una alianza con la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición.