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“He sido víctima del conflicto por donde se le mire: los militares me asesinaron a mi chinito de nueve años, las Farc se llevaron a otra hija cuando tenía solo 14 años, fui desplazado a Bogotá urbana dos veces, me pegaron un tiro en la pierna en medio de un combate. Los militares me decían guerrillero. Y los guerrilleros me decían ayudante de los militares. ¡Veinte años viviendo así! Pero eso nadie lo sabe, a nadie le importa. Y lo olvidaría, pero necesito que me devuelvan a la niña. Llevamos 17 años buscando a Sandra Paola y nadie nos da razón”.
A Leopoldo Romero le da vergüenza llorar en público. Mientras cuenta su historia, se tapa la cara y se oprime los ojos, como si eso fuera detener un llanto acumulado por décadas. Trata en vano de apaciguar sus emociones. Quiere mostrarse fuerte. Es un campesino que ha construido su propia casa, que se crió a punta de “mazamorra y sustancia de huesito”, que es brusco al hablar y fuerte con los animales, aunque agradecido. Recuerda esas características que lo ayudan a sacar su valentía. Se mira las manos llenas de tierra, respira y se limpia las lágrimas para continuar el relato, porque la vida, aunque sea con dolor, sigue, y la búsqueda de su hija, reclutada por el frente 53 de las Farc, es una tarea que no va a cesar hasta que la encuentre.
Leopoldo advierte que Sumapaz está llena de cuentos de la guerra, como el suyo. Dice que, aunque no lo crean, él es testigo de que en la capital se ha vivido la guerra más sangrienta. Cree que los sonidos y la tranquilidad del campo esconden su dolor, su memoria, pero no le impiden recordarlos.
Cuando se relaciona Bogotá con el conflicto armado, siempre se piensa en cómo la ciudad ha sido la mayor receptora de desplazados. Pero la capital también ha vivido los asesinatos de líderes políticos, los combates, las retenciones ilegales, las torturas, los efectos de las minas, el reclutamiento forzado, la estigmatización, las amenazas, las ejecuciones extrajudiciales, el despojo de tierras. Y la lista continúa.
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Sumapaz es la localidad número 20 de Bogotá, pero los que viven o frecuentan la capital no tienen idea de que forma parte de ella. Y quizá muchos no lo sabemos porque no nos lo enseñan. Los mapas de la ciudad, como diría un campesino de la región, “llegan hasta el último portal de Transmilenio”. De ahí en adelante es tierra de nadie, aunque sea tan vasta como la urbanizada, aunque albergue el páramo más grande del mundo, aunque haya sido el único lugar de la capital que haya vivido la verdadera guerra, tal y como ocurrió en Putumayo, Chocó o Nariño.
Ahora sus habitantes quieren ser reconocidos como víctimas y, aclaran, no por un asunto monetario, sino para contar la verdad de su pasado, recuperar su dignidad y ser reparados por quienes interrumpieron su calma y destruyeron sus familias. Los sumapaceños quieren ser parte de ese país que busca el perdón y la reconciliación, y ahora adelantan un proceso, junto con la Alta Consejería para las Víctimas de Bogotá, para ser reconocidos, por fin, como un colectivo afectado por el conflicto armado.
La guerra en la capital
¿Por qué tanta violencia en Sumapaz? Esta localidad fue un territorio históricamente disputado por la extinta guerrilla de las Farc y el Ejército por su ubicación estratégica. Es un corredor ideal para trasladar tropas, víveres y tener un mayor control territorial, pues conecta a Bogotá con Cundinamarca, Tolima, Huila y Meta.
Eso lo sabía muy bien la dirigencia de las Farc, que para la década de los 90 lograría el control territorial y civil de buena parte de Sumapaz. Apartados del libro Arando el pasado para sembrar la paz, de Carlos Morales Acosta, se señala que “comandantes guerrilleros como Marco Aurelio Buendía, Romaña, El Zarco y Miller Perdomo la convertirían en su centro de operaciones y de retención de secuestrados para desprender, desde ahí, sus acciones militares hacia toda la región, con el objetivo siempre de irse acercando a la capital”.
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Aunque en la década de los noventa, advierte Leopoldo, hubo una intensificación de la violencia y la hambruna se tomó los campos, la peor época arrancaría en 2001, después de que el Ejército, para recuperar la zona, fundara el Primer Batallón de Alta Montaña, en el municipio de Cabrera. Eso sin contar el rompimiento de los diálogos del Caguán y la puesta en marcha del Plan Patriota en el gobierno de Álvaro Uribe Vélez, que sin duda incrementaron las victimizaciones en contra de los campesinos. Los combates, las ráfagas de disparos, las visitas intimidadoras, el aumento de los reclutamientos hicieron de Sumapaz un lugar inhabitable.
En menos de una década, cuenta Leopoldo, las veredas quedaron desocupadas por culpa del miedo y del hambre: “Había días que no podíamos salir de aquí. Nadie entraba. Nos tocaba comer con lo que nos daba la tierra, pero eso también se lo llevaban los militares y los guerrilleros. Había días en que solo comíamos panela y rezábamos para juntar 200 pesos y comprarnos un pedazo de pan para familias de ocho personas. Fueron épocas duras, de mucho llorar”.
“Somos víctimas”
Los habitantes de Bogotá siempre buscan excusas para viajar lejos de ella. Piden aire fresco, tranquilidad, silencio, campo, desconociendo que el 75 % de la capital es rural y que las localidades de Sumapaz y Usme aportan gran parte de ese porcentaje. El trayecto para llegar hasta nuestro campo, si arrancan desde temprano, es tan sólo de 40 minutos o una hora.
Sumapaz es una localidad rural. Ocupa el 46% del territorio de Bogotá.
En ese corto tiempo, rápidamente, los ladrillos se van cambiando por árboles y matorrales. Los carros y los buses son reemplazados por los caballos. Lo mismo sucede con la vestimenta. La costumbre se impone sobre la moda, así que la ruana sigue siendo la mejor opción para calmar el frío húmedo que abraza los huesos. De repente vuelve el hábito del saludo o la sonrisa al desconocido. Cambia tanto el paisaje que en un punto de la vía sólo un paradero del Sitp o un recordatorio de nuestras guías nos recuerdan que seguimos en Bogotá.
Hoy la paz se respira en Sumapaz. Esas imágenes de guerra quedaron en el pasado. Los niños y las niñas juegan sin temor en los parques, los campesinos madrugan tranquilos a ordeñar sus vacas e intercambiar sus alimentos. Su gente se reúne para celebrar y para recordar lo que sucedió. Los sumapaceños se sienten abandonados por esa ciudad que se ufana de tenerlo todo, de ser el ejemplo del país, pero que es incapaz de mirar su patio trasero.
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Quienes viven en Sumapaz son personas críticas e inquietas. Enfrentarse a la guerra les quitó el miedo y la ingenuidad, y por eso ahora buscan lo que les pertenece: la verdad y la reparación. Durante décadas fueron invisibles, silenciaron su pasado para que no se convirtiera en presente. Pero hay un momento en el que los recuerdos son incontenibles y se quiere botar la verdad para vivir más tranquilos y, principalmente, para que eso jamás se repita. Eso cree Carmenza López, esposa de Guillermo Alberto Leal, edil y exalcalde local asesinado en 2008. Está desplazada en la Bogotá urbana que, aunque quiere, está lejos de ofrecerle la calma de su campo. No volvió después de lo ocurrido con su esposo y del hostigamiento en contra de sus hijos pequeños. La finca la dejó abandonada y ya no le importa recuperarla. Solo le interesa mostrarle al resto de Colombia lo que vivieron.
Desde 2016, se creó en Sumapaz la Mesa de las Víctimas, con las que esperan visibilizar sus afectaciones por la guerra.
Carmenza forma parte de la Mesa de Víctimas de Sumapaz, creada en 2016. Estas, junto con los Laboratorios de Paz, son iniciativas con las que la Alcaldía espera ayudar a las víctimas del conflicto armado de la ciudad para que sean reconocidas por entidades nacionales, como la Unidad de Víctimas, y así ser beneficiadas con una reparación. Hasta ahora han sido reconocidas 200, pero faltan al menos 230 más.
El proceso ha estado lleno de obstáculos. Carmenza cuenta que, a pesar de cumplir con los requisitos para ser víctima, las solicitudes de decenas de sumapaceños han sido rechazadas: “Cuando intentaron acceder a las instituciones, los declararon extemporáneos. Les pidieron papeles de entidades que jamás habían pisado Sumapaz. Les solicitaron reportes de 2000, pero en esa época las personas no denunciaron, principalmente, por desconocimiento y miedo. A eso súmele que hubo mucha gente que no sabía que era víctima y que por eso tenía derecho a una verdad, justicia y reparación”.
Entonces el silencio se esparció por los corregimientos de Nazareth, Betania y San Juan. Acostumbrados a la ausencia del Estado, pensaron que todo quedaría igual, que no había nada más por hacer que reconstruir su vida solos. Ahora creen que merecen, como los demás ciudadanos del país, el derecho de reclamar una vida digna.
Ahora piden que las instituciones se acuerden de ellos, que los nombren, que los tengan en cuenta en sus programas, que suban hasta Sumapaz y que, por lo menos, conozcan su campo y su páramo, del que tanto hablan, pero no visitan. Esperan que alguien responda por la violencia a la que fueron sometidos, que les ayuden a encontrar a sus hijos reclutados y desaparecidos, que les mejore su calidad de vida. Se sienten burlados y manoseados por políticos, por las entidades y por los medios de comunicación, quienes llegan con talleres, cartillas, charlas y decenas de preguntas, pero sin soluciones. En sus palabras hay una queja que no dejarán de elevar hasta que alguien toque sus puertas con soluciones.
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Bien lo dijo una campesina, quien prefirió no identificarse, en una reunión con otros habitantes: “Para impuestos no nos rebajan ni una. Para las elecciones sí nos recuerdan. Pero cuando hablamos de lo que nos sucedió, nos olvidan”. Ella, que bordea los 50 años, cree que en Sumapaz es difícil hablar de reconciliación o perdón cuando los responsables “no han dado la cara”, cuando hay tantos vacíos e incertidumbres por la guerra. Aunque reconoce que firmar la paz fue un gran paso, también está convencida de que el Acuerdo con las Farc “ha traído más preguntas que certezas”. Tiene claro que primero hay que contar la verdad y arar el pasado para empezar a cultivar un futuro próspero y en paz.
Gustavo Quintero, alto consejero para las Víctimas de Bogotá, reconoce estas falencias y asegura que es el momento de que la capital asuma a Sumapaz como un actor importante, casi vital, para su funcionamiento. No solo considera necesario hacer un reconocimiento a esta comunidad como víctima, sino también a su ruralidad. Esta localidad a diario le envía a Bogotá miles de centímetros cúbicos de agua gracias a su páramo y toneladas de alimentos producto del arduo trabajo de los campesinos.
Actualmente, la Consejería está trabajando con una parte de la comunidad en dos procesos. El primero es el acompañamiento en su reconocimiento como víctimas. Su labor no solo ha estado encaminada en prestar apoyo técnico con sus trámites ante entidades nacionales, sino también en el autorreconocimiento. A través del arte y la literatura, los sumapaceños han contado sus historias en el conflicto armado, han comprendido que son parte de la larga lista de los ocho millones de personas afectadas por la guerra. Narrar sus vivencias no ha sido fácil, pero han encontrado en las letras una manera de recordar. Ahora tienen un libro de cuentos, para todas las edades, en el que muestran la dimensión de la guerra en este territorio.
El segundo proceso es su acceso al Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición. Esperan que sus casos sean reconocidos ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), que la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas los ayude a encontrar a sus hijos reclutados y que la Comisión de la Verdad se acerque a conocer una historia que durante décadas ha estado oculta. Aún son escépticos con la efectividad de estas instituciones, pero están aferrados a la ilusión de que esta última oportunidad sea la vencida. Quieren, por primera vez, dejar de ser una paradoja, honrar su nombre y dejar de la guerra solo unas cuantas memorias que les recuerden por qué no quieren repetir su historia.