La erradicación forzada de coca le arrebató una vida al pueblo awá
Ángel Nastacuas murió el 22 de abril por una bala disparada por la Policía Antinarcóticos en medio de choques con la comunidad indígena y campesina que defendía la coca como único sustento. Grupos armados han amenazado al gobernador del resguardo por intentar sacar el cultivo.
Sebastián Forero Rueda - @Sebastianforerr
Ángel Artemio Nastacuas no alcanzó a regresar a su resguardo. Cuando inició la pandemia del COVID-19 en el país, las autoridades indígenas del resguardo Pialapí Pueblo Viejo, en Ricaurte (Nariño), acogieron la cuarentena decretada por el Gobierno nacional y cerraron la entrada y salida de miembros de esa comunidad al territorio. Nastacuas tuvo que quedarse en el vecino municipio de Tumaco, a donde había ido a principios de año a buscar suerte como jornalero, pero donde encontraría la muerte unos meses después.
El domingo 19 de abril las comunidades campesinas y awá de la zona aledaña al resguardo Inda Sabaleta, en Tumaco, empezaron a denunciar que personal de la Policía Antinarcóticos y civiles erradicadores llegaban a la zona a arrancarles sus matas de coca, aun en medio del confinamiento. Se repetía la escena que venía apareciendo en el Catatumbo, el sur de Córdoba, el Bajo Putumayo o el Caquetá: la Fuerza Pública a erradicar los sembradíos y las comunidades a defender su único sustento. Ya en Sardinata, en el Catatumbo, esos operativos habían cobrado la vida de Alejandro Carvajal, un campesino de 22 años que participaba del asentamiento campesino, y pacífico, en protesta contra la erradicación forzada.
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Que Ángel Artemio estuviera por fuera de su resguardo buscando su sustento es natural para la comunidad awá, que ha visto cómo en los últimos años sus miembros han tenido que salir de sus territorios ancestrales ante la imposibilidad de garantizar su seguridad alimentaria. Entre otras, se han ido a raspar la hoja de coca, un cultivo que, aunque este pueblo indígena trata de mantener al margen, ha ido ganando espacio en los resguardos. “Así como la coca ha llegado a cualquier territorio en Colombia, asimismo ha llegado a los territorios indígenas. La gente sale a buscar jornal, a raspar, y así se mueve la gente acá, porque no hay otras actividades que puedan generar ingresos para la comunidad”, dice Rider Pai, consejero mayor de la Unidad del Pueblo Awá (Unipa).
A ellos la coca les llegó a principios de la década de 2000, cuando a los cultivos en Putumayo los fumigaron con glifosato y entonces vinieron a parar al Pacífico nariñense o a la región de la cordillera en este mismo departamento. Así, mientras las cifras disminuían en Putumayo, en Nariño iban en ascenso en una tendencia que no volvió a parar y que hoy tiene a ese departamento en el primer lugar en materia de presencia de cultivos de coca, con más de 41.000 hectáreas sembradas. Entonces los awá han ido y venido entre sus costumbres ancestrales, como la pesca y la cacería, y los cultivos de coca. “La gente se ha dedicado a esos cultivos que en algún momento benefician por los recursos que salen del producto, pero lo otro que ha dejado es la pérdida de la misma cultura, las muertes y las amenazas”, resume el consejero mayor.
De estas últimas hoy es testigo Miguel Caicedo, gobernador del resguardo Pialapí Pueblo Viejo, al que pertenecía Ángel Artemio Nastacuas y que integran unos 1.800 habitantes. Desde que asumió ese rol como autoridad indígena, en enero de este año, decidió junto con los líderes del resguardo que en su territorio no se sembraría más coca. Tampoco es que haya mucha, explica, pues no hay ni siquiera los recursos para iniciar ese cultivo. “Lo que sí hemos frenado ahorita es que se nos estaba presentando gente con dinero queriendo entrar al territorio, engañando a la gente, diciéndoles ‘mire, présteme la tierra, yo le doy a medias’. Eso lo hemos parado”.
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El peso por hacerle frente a los cultivos ya lo sintió ese gobernador indígena. En febrero inició el proceso para ponerle fin a la coca en su resguardo y en marzo le llegó una llamada telefónica. “Me decían que me quedara callado, que no dijera nada, que no me metiera con los cultivos porque eso me podría costar la vida”. Sin embargo, dice que a las amenazas y a los hostigamientos les han hecho frente con su guardia indígena.
A esa guardia perteneció Ángel Artemio Nastacuas, donde compartió con el gobernador Caicedo, quien lo describe como un compañero que “no causaba problemas” y que era muy servicial. Además de haber integrado esas filas, Nastacuas llegó a ser regidor de su comunidad, una autoridad indígena que está por debajo del gobernador. En su caso, fue regidor de la comunidad del Aguacate, “la más lejana de todas las comunidades del resguardo”, explica el gobernador. Desde el casco urbano de Ricaurte hasta esa comunidad hay un trayecto de hasta 10 horas, las primeras dos en carro o moto, y de ahí en adelante en mula o a pie.
Resolver las condiciones en las que hoy vive el pueblo awá, así como el avance de la coca que va cercando sus territorios, es una deuda de hace por lo menos una década, cuando ese pueblo indígena fue incluido en el auto 004 de 2009 de la Corte Constitucional en el que advertía el riesgo de exterminio de esta comunidad. Los awá construyeron entonces su plan de salvaguarda étnica hacia 2011 y allí ya evidenciaban cómo la coca iba rompiendo sus tradiciones. Para ese momento las peticiones fueron claras: suspender las fumigaciones con glifosato en su territorio y buscar alternativas para la sustitución voluntaria de esos cultivos. Hoy, los awá no hacen parte del programa de sustitución de cultivos de coca y, por el contrario, la reanudación de la fumigación con glifosato parece inminente.
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El miércoles 22 de abril, tres días después de que los grupos de erradicadores llegaran a la zona del resguardo Inda Sabaleta, los choques entre la población indígena y los campesinos con los erradicadores escalaron. La Dirección Antinarcóticos de la Policía dijo que “un grupo de personas llegó a la base de patrulla con el fin de exigir de manera violenta a los uniformados que se retiraran de la zona (...)Momentos después se registró una alteración del orden público, que hizo necesaria la intervención del personal antidisturbios de la institución, con el objetivo de dispersar a algunas personas que portaban armas cortopunzantes y que empezaron a lanzar objetos contundentes contra los uniformados, uno de los cuales terminó herido, por lo que tuvo que ser trasladado en helicóptero a un centro hospitalario de Tumaco”.
En un video grabado por la comunidad se escuchan disparos y se ve a los habitantes de la zona refugiándose detrás de los árboles. “Graben, graben con los celulares”, dicen algunos. En otro se ve el cuerpo de Ángel Artemio Nastacuas en el suelo, mientras otro de sus compañeros grita: “¡ayúdenlo, ayúdenlo que está herido, le dieron. No es mentira, agáchense que están disparando!”. Varios de los campesinos e indígenas awá que estaban allí levantan el cuerpo y tratan de auxiliarlo. Los esfuerzos fueron inútiles ante la herida que dejó la bala al ingresar por el costado izquierdo de su cuerpo, a la altura del tórax y que lo atravesó
Por el aislamiento preventivo obligatorio, Nastacuas fue enterrado en la zona donde murió, en el resguardo Inda Sabaleta, lejos de su esposa y sus dos hijos que lo esperaban en la lejana comunidad del Aguacate.
Ángel Artemio Nastacuas no alcanzó a regresar a su resguardo. Cuando inició la pandemia del COVID-19 en el país, las autoridades indígenas del resguardo Pialapí Pueblo Viejo, en Ricaurte (Nariño), acogieron la cuarentena decretada por el Gobierno nacional y cerraron la entrada y salida de miembros de esa comunidad al territorio. Nastacuas tuvo que quedarse en el vecino municipio de Tumaco, a donde había ido a principios de año a buscar suerte como jornalero, pero donde encontraría la muerte unos meses después.
El domingo 19 de abril las comunidades campesinas y awá de la zona aledaña al resguardo Inda Sabaleta, en Tumaco, empezaron a denunciar que personal de la Policía Antinarcóticos y civiles erradicadores llegaban a la zona a arrancarles sus matas de coca, aun en medio del confinamiento. Se repetía la escena que venía apareciendo en el Catatumbo, el sur de Córdoba, el Bajo Putumayo o el Caquetá: la Fuerza Pública a erradicar los sembradíos y las comunidades a defender su único sustento. Ya en Sardinata, en el Catatumbo, esos operativos habían cobrado la vida de Alejandro Carvajal, un campesino de 22 años que participaba del asentamiento campesino, y pacífico, en protesta contra la erradicación forzada.
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Que Ángel Artemio estuviera por fuera de su resguardo buscando su sustento es natural para la comunidad awá, que ha visto cómo en los últimos años sus miembros han tenido que salir de sus territorios ancestrales ante la imposibilidad de garantizar su seguridad alimentaria. Entre otras, se han ido a raspar la hoja de coca, un cultivo que, aunque este pueblo indígena trata de mantener al margen, ha ido ganando espacio en los resguardos. “Así como la coca ha llegado a cualquier territorio en Colombia, asimismo ha llegado a los territorios indígenas. La gente sale a buscar jornal, a raspar, y así se mueve la gente acá, porque no hay otras actividades que puedan generar ingresos para la comunidad”, dice Rider Pai, consejero mayor de la Unidad del Pueblo Awá (Unipa).
A ellos la coca les llegó a principios de la década de 2000, cuando a los cultivos en Putumayo los fumigaron con glifosato y entonces vinieron a parar al Pacífico nariñense o a la región de la cordillera en este mismo departamento. Así, mientras las cifras disminuían en Putumayo, en Nariño iban en ascenso en una tendencia que no volvió a parar y que hoy tiene a ese departamento en el primer lugar en materia de presencia de cultivos de coca, con más de 41.000 hectáreas sembradas. Entonces los awá han ido y venido entre sus costumbres ancestrales, como la pesca y la cacería, y los cultivos de coca. “La gente se ha dedicado a esos cultivos que en algún momento benefician por los recursos que salen del producto, pero lo otro que ha dejado es la pérdida de la misma cultura, las muertes y las amenazas”, resume el consejero mayor.
De estas últimas hoy es testigo Miguel Caicedo, gobernador del resguardo Pialapí Pueblo Viejo, al que pertenecía Ángel Artemio Nastacuas y que integran unos 1.800 habitantes. Desde que asumió ese rol como autoridad indígena, en enero de este año, decidió junto con los líderes del resguardo que en su territorio no se sembraría más coca. Tampoco es que haya mucha, explica, pues no hay ni siquiera los recursos para iniciar ese cultivo. “Lo que sí hemos frenado ahorita es que se nos estaba presentando gente con dinero queriendo entrar al territorio, engañando a la gente, diciéndoles ‘mire, présteme la tierra, yo le doy a medias’. Eso lo hemos parado”.
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El peso por hacerle frente a los cultivos ya lo sintió ese gobernador indígena. En febrero inició el proceso para ponerle fin a la coca en su resguardo y en marzo le llegó una llamada telefónica. “Me decían que me quedara callado, que no dijera nada, que no me metiera con los cultivos porque eso me podría costar la vida”. Sin embargo, dice que a las amenazas y a los hostigamientos les han hecho frente con su guardia indígena.
A esa guardia perteneció Ángel Artemio Nastacuas, donde compartió con el gobernador Caicedo, quien lo describe como un compañero que “no causaba problemas” y que era muy servicial. Además de haber integrado esas filas, Nastacuas llegó a ser regidor de su comunidad, una autoridad indígena que está por debajo del gobernador. En su caso, fue regidor de la comunidad del Aguacate, “la más lejana de todas las comunidades del resguardo”, explica el gobernador. Desde el casco urbano de Ricaurte hasta esa comunidad hay un trayecto de hasta 10 horas, las primeras dos en carro o moto, y de ahí en adelante en mula o a pie.
Resolver las condiciones en las que hoy vive el pueblo awá, así como el avance de la coca que va cercando sus territorios, es una deuda de hace por lo menos una década, cuando ese pueblo indígena fue incluido en el auto 004 de 2009 de la Corte Constitucional en el que advertía el riesgo de exterminio de esta comunidad. Los awá construyeron entonces su plan de salvaguarda étnica hacia 2011 y allí ya evidenciaban cómo la coca iba rompiendo sus tradiciones. Para ese momento las peticiones fueron claras: suspender las fumigaciones con glifosato en su territorio y buscar alternativas para la sustitución voluntaria de esos cultivos. Hoy, los awá no hacen parte del programa de sustitución de cultivos de coca y, por el contrario, la reanudación de la fumigación con glifosato parece inminente.
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El miércoles 22 de abril, tres días después de que los grupos de erradicadores llegaran a la zona del resguardo Inda Sabaleta, los choques entre la población indígena y los campesinos con los erradicadores escalaron. La Dirección Antinarcóticos de la Policía dijo que “un grupo de personas llegó a la base de patrulla con el fin de exigir de manera violenta a los uniformados que se retiraran de la zona (...)Momentos después se registró una alteración del orden público, que hizo necesaria la intervención del personal antidisturbios de la institución, con el objetivo de dispersar a algunas personas que portaban armas cortopunzantes y que empezaron a lanzar objetos contundentes contra los uniformados, uno de los cuales terminó herido, por lo que tuvo que ser trasladado en helicóptero a un centro hospitalario de Tumaco”.
En un video grabado por la comunidad se escuchan disparos y se ve a los habitantes de la zona refugiándose detrás de los árboles. “Graben, graben con los celulares”, dicen algunos. En otro se ve el cuerpo de Ángel Artemio Nastacuas en el suelo, mientras otro de sus compañeros grita: “¡ayúdenlo, ayúdenlo que está herido, le dieron. No es mentira, agáchense que están disparando!”. Varios de los campesinos e indígenas awá que estaban allí levantan el cuerpo y tratan de auxiliarlo. Los esfuerzos fueron inútiles ante la herida que dejó la bala al ingresar por el costado izquierdo de su cuerpo, a la altura del tórax y que lo atravesó
Por el aislamiento preventivo obligatorio, Nastacuas fue enterrado en la zona donde murió, en el resguardo Inda Sabaleta, lejos de su esposa y sus dos hijos que lo esperaban en la lejana comunidad del Aguacate.