Las vidas que cobra la erradicación forzada de coca

Desde 2006 hasta marzo de 2020, 457 erradicadores fueron víctimas de minas antipersonales, entre ellos 417 civiles. Naciones Unidas ya ha rechazado que Colombia utilice civiles para arrancar las matas de coca. En lo corrido del año, un campesino y un indígena awá murieron a manos de la fuerza pública en choques por la erradicación de sus cultivos de coca.

Sebastián Forero Rueda - @Sebastianforerr
03 de mayo de 2020 - 11:00 a. m.
Un grupo móvil de erradicación manual de coca está conformado por 21 civiles y 42 miembros de la fuerza pública.  / EFE
Un grupo móvil de erradicación manual de coca está conformado por 21 civiles y 42 miembros de la fuerza pública. / EFE

Alejandro Carvajal y Ángel Artemio Nastacuas no tenían mucho en común. El primero era un joven campesino del Catatumbo (Norte de Santander) y el segundo, un indígena awá de Nariño. Sin embargo, pese a estar a kilómetros de distancia, su contexto era el mismo: no tenían de otra que ganarse la vida en los cultivos de coca, en las dos regiones del país con más hectáreas sembradas de ese cultivo. Su destino terminó siendo el mismo: muertos a manos de la fuerza pública por participar en manifestaciones contra la erradicación forzada de coca. El uno por un disparo del Ejército, el pasado 26 de marzo, y el otro por una bala de la Policía Antinarcóticos un mes después, el 22 de abril. Pero los dos tenían además algo en común con quienes llegaron a erradicarles sus cultivos, en su mayoría campesinos de otras regiones contratados por el Gobierno que, así como estos no tuvieron otra opción que sembrar o raspar coca para comer, aquellos no tuvieron más oportunidad que ir a arrancarles el sustento de vida a otros a cambio de conseguir el suyo propio. Unos y otros se están jugando la vida en medio de la guerra que el Gobierno les declaró a los cultivos de coca, de los que viven miles de familias, y que no da tregua ni siquiera en medio de la pandemia.

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Antes de ser contratado como erradicador de cultivos de coca, Jaime Alirio Salazar vivía en Ibagué, alternando labores entre los cafetales y la construcción. Su esposa, Clara Elvia Agudelo, trabajaba haciendo el aseo en casas de familia. La situación era difícil y por eso cuando un amigo le habló de meterse de erradicador no dudó en aceptar la oferta, que además incluía ayudas para hacerse a una vivienda propia. Ni él ni su esposa tenían claro de qué se trataba eso de ir a erradicar ni pensaban que fuera peligroso.

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Se dieron cuenta después. A Jaime Alirio lo enviaban a algunas de las zonas donde el conflicto armado se siente con más fuerza: el Catatumbo, el departamento del Cauca, el Pacífico nariñense o el Putumayo. Cada fase, como se llaman oficialmente las salidas a territorio, duraba alrededor de cuarenta días en los que llegaban a esas zonas, acompañados por miembros del Ejército o de la Policía Antinarcóticos, a erradicar hectáreas de coca. Durante ese lapso era escaso el contacto que tenía con su esposa, quien después de las primeras salidas de su Jaime Alirio lo esperaba con miedo, pues entendió que en esa labor era probable que pisara una mina antipersonal instalada por los grupos armados que se lucran de esos cultivos o fuera atacado por esos grupos.

Un riesgo que vienen advirtiendo desde hace más de una década organizaciones como la Campaña Colombiana Contra las Minas (CCCM), que ha llevado el asunto incluso al plano internacional. “Que el Gobierno contrate campesinos desempleados para ir a hacer erradicación forzada viola dos normas internacionales: la primera, involucrar civiles en operaciones militares, que es en esencia lo que ocurre cuando se hace erradicación forzada en la que civiles son acompañados por la fuerza militar; y la segunda, el Gobierno se comprometió, cuando firmó la Convención de Ottawa, a hacer todos los esfuerzos posibles para impedir que sus ciudadanos ingresen a áreas minadas, y cuando manda campesinos a erradicar coca está haciendo todo lo contrario”, explica Álvaro Jiménez, director nacional de la CCCM.

Esa voz de protesta contra esa estrategia gubernamental ha sido respaldada al menos en dos ocasiones por instancias de Naciones Unidas. La primera, por el Comité de Derechos Humanos, en 2016, cuando escribió: “El Comité nota con preocupación los informes relativos a actividades de erradicación manual de cultivos de coca realizadas por campesinos pobres que no tienen otras oportunidades laborales, en zonas donde están expuestos a los riesgos generados por la existencia de minas terrestres y la presencia de grupos armados ilegales”. Y agregó: “El Estado debe interrumpir el uso de civiles en actividades de erradicación manual de cultivos de coca hasta que se verifique, de conformidad con los estándares internacionales para dicha verificación, que las áreas en las que se deban realizar tales actividades estén efectivamente libres de minas terrestres y se verifique también que esas áreas estén efectivamente libres de otros peligros que puedan poner en riesgo su vida o integridad”. Y la segunda, por el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, en 2017, que expresó lo mismo.

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Desde que se empezó a utilizar la erradicación forzada de coca en Colombia, en 2006, con la Operación Colombia Verde en la región de La Macarena, hasta el 31 de marzo de 2020, 457 personas que desarrollaban actividades de erradicación forzada fueron víctimas de minas antipersonales, de las cuales 417 (el 91 %) eran civiles, según cifras de la Acción Integral contra Minas Antipersonal (Aicma), adscrita a la Oficina del Alto Comisionado para la Paz. De esos 417 civiles víctimas murieron 43.

Jaime Alirio es una de las víctimas que sobrevivió. El 19 de febrero de 2013 fue enviado en un grupo móvil de erradicación a Tibú (Norte de Santander), en la que sería ya su décima fase como erradicador. Era la última vez que pensaba hacerlo, pues había acordado con su esposa salirse de ese trabajo ante los riesgos que implicaba, pues ya había visto compañeros caer en minas antipersonales y otros artefactos explosivos. Sin embargo, la ilusión de tener la vivienda que le ofrecían lo mantenía ahí.

Ese día, estaba arrancando matas de coca con su compañero Leandro Cárdenas. Este último iba clavando el palinazo en la raíz de la mata y Jaime Alirio la abrazaba para arrancarla. En una de esas, luego de halar la mata dio un paso atrás y terminó pisando una mina antipersonal. Los dos volaron por los aires y otro compañero que estaba cerca también recibió el impacto.

Jaime Alirio Salazar fue el más afectado. Fractura de tibia y peroné. La mina le destrozó el pie izquierdo y la explosión le dañó el oído izquierdo para siempre. A Clara Elvia la llamaron y le avisaron que su esposo estaba grave en el hospital Erasmo Meoz, de Cúcuta. Para llegar de Ibagué hasta allá le tocó recolectar dinero en su barrio. La mayoría de los gastos que les tocó asumir desde el accidente corrió por cuenta de ellos, pues fue mínimo lo que cubrió la aseguradora Positiva, a la que lo había afiliado Empleamos S.A., empresa encargada en ese momento de la contratación de los erradicadores civiles.

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Un año en silla de ruedas, otros meses más con caminador y hasta hace muy poco fue capaz de dejar las muletas. La prometida ayuda para vivienda nunca llegó. Durante todo ese tiempo, Clara Elvia asumió la manutención de los dos y de dos hijas de ella, trabajando en casas de familia. Además, asumió el liderazgo de un puñado de erradicadores de Ibagué que resultaron víctimas de minas y otros artefactos explosivos. Por eso ha conocido las historias de varios de ellos, cuyos casos ha ayudado a gestionar con organizaciones como la CCCM. Hoy lo dice con seguridad: no solo son las afectaciones físicas con las que quedan las víctimas. “En esas vidas hasta el hogar se transforma porque en algunos casos los matrimonios se rompen y se terminan separando. Ya esas personas no vuelven a ser las mismas que eran antes de ir a erradicar”.

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Jaime Alirio y Clara Elvia hace ya dos años que se separaron. Ya no viven juntos y tampoco tienen contacto. Ambos dicen que fue el accidente el que terminó causando su separación. Él no pudo volver a trabajar y sus planes juntos se derrumbaron. La posición de ella frente a los civiles contratados para hacer erradicación forzada sigue siendo la misma: “Es mucha irresponsabilidad del Estado poner personas civiles, personas que dejan a su familia sin saber cómo les vaya a ir a ellos por allá, de pronto terminan dejando a sus familias solas”.

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El pasado viernes 1° de mayo, empezó el despliegue en el país de la segunda fase de erradicación en 2020. Serán repartidos por distintas regiones, según el Ministerio de Defensa, 76 grupos móviles de erradicación, compuestos cada uno por 21 civiles y 42 miembros de la fuerza pública. Ello implica que alrededor de 1.600 civiles estarán erradicando cultivos de coca durante las próximas semanas, recibiendo un salario de $1’800.000 al mes, según ese ministerio.

Esos grupos móviles erradicaron durante la primera fase, que inició el 28 de enero, 6.030 hectáreas, en regiones como Putumayo, Caquetá, el sur de Córdoba y el Catatumbo. Pero más de la mitad de esa coca que los erradicadores arrancaron, exponiendo su vida, será sembrada de nuevo. El cálculo obedece a las propias cifras oficiales, que ha entregado el alto comisionado para la Paz, Miguel Ceballos, quien ha señalado que la resiembra de cultivos de coca puede estar entre el 50 % y el 67 %, cuando se aplica la erradicación forzada. En cambio, en esas regiones los campesinos que viven de la mata de coca reclaman el cumplimiento del programa de sustitución voluntaria de cultivos de uso ilícito, pactado en el Acuerdo de Paz, al que hoy están vinculadas 99.097 familias y con el que la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito ha certificado una resiembra de apenas el 0,4 %.

Por Sebastián Forero Rueda - @Sebastianforerr

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