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El actual estallido social es la suma de exclusiones con los diferentes sectores sociales y una actitud represiva y militarista para resolver los diferentes conflictos, acentuada por el actual gobierno que asumió en 2018 en contra de un proceso de paz.
Un Estado débil, un gobierno incapaz, partidos anclados en más de un siglo preocupados por una batalla electoral y sus luchas intestinas, pero no por las urgencias de quienes les votan, formas de lucha que pasaron su cuarto de hora; no es una presentación optimista. No lo es. El pasado no siempre fue mejor, llega lo nuevo que irrumpe.
La falta de una fuerza potente en Colombia en la industrialización no alcanzó para tener burguesía que cumpliese una etapa de avances económicos y políticos y sí dejó una oligarquía que se fue sucediendo cual monarquía europea, un híbrido que ni con la progresista Constitución de 1991 se ha logrado enterrar.
La Revolución burguesa no llegó, la proletaria tampoco y la socialdemocracia enterró sus intereses sociales, la defensa de lo público y se quedó en su amor por lo privado, es decir que se han cerrado los ciclos y sus procesos. Estas propuestas ya cumplieron su cometido ¿y ahora qué? Los caminos están abiertos.
El mundo tiene los ojos puestos en nuestro país por las grandes movilizaciones en todo el territorio y la aterradora violencia con la que el gobierno ha respondido a la demanda del Paro Nacional que empezó el 28 de abril y que hoy tiene paralizado el país: retirar su reforma tributaria que asfixiaba a los más vulnerables mientras que a los poderosos no les tocaba un pelo. La Unión Europea, Congreso de EEUU, gobiernos de la región, organizaciones de derechos humanos, compatriotas en el exterior levantan un S.O.S Colombia.
La reforma se retiró tras la fuerza del paro, pero este continuó porque salió no solo inconformidad sino rabia de sectores organizados, de espontáneos y vándalos como expresión descontrolada que sale de las vísceras o por infiltración selectiva para descalificar las marchas, pero el Estado y el Gobierno no asumen una actitud de escucha y caen en lo absurdo, la miopía política, arrogancia y menosprecio por la ciudadanía. Incapacidad.
Este estallido social también ha mostrado una parte de lo que hay en el inconsciente y en el consciente de la élite y en la de quienes asumen su pensamiento. Aparecen manifestaciones de racismo hacia los pueblos indígenas: “Ciudadanos e indígenas se enfrentaron” (Noticias Caracol); las descalificaciones para los manifestantes “Un gamín, bien muerto” (Felipe Cadavid, gerente de un hospital y militante del Centro Democrático); además de una rancia lectura que interpreta todo movimiento social o a quienes aparecen al frente como una “fachada para disfrazar actos terroristas” (Luis Guillermo Echeverri Vélez).
Un comunicado sobre el Paro Nacional del Programa de Antropología de la Universidad Externado de Colombia puntualizó: “Vándalos”, “salvajes”, “hordas”, “bandoleros”, “perturbadores del orden” y “terroristas” han sido algunos de los calificativos que aparecen en distintos discursos y que persisten en tornar como minoritarias posiciones y mandatos de mayorías. Todos ellos vuelven anónimos a los sujetos, los despojan de su condición política, los convierten en masas amorfas sin sentidos de pertenencia colectiva ni identificación. Además, estos epítetos contribuyen a exponerlos, aumentando su inseguridad en el presente y generando amenazas futuras. Hoy no podemos menos que advertir el peligro del aniquilamiento social y etnocidio que se esconde amenazante tras estas nociones”.
A esos “vándalos” “terroristas” se les ha respondido con balas, asesinatos, desapariciones, detenciones arbitrarias, violencia sexual y ensañamiento con las mujeres. Cuánto odio y rabia de policías y soldados que son de esos mismos sectores populares y que han recibido una formación para defender intereses ajenos a su origen, cuánta misoginia y patriarcado.
A Colombia la han querido mantener en “la Guerra Fría”; siguen levantando el fantasma de las guerrillas para justificar un enemigo interno, justificar la compra de aviones de guerra en plena pandemia, para seguir matando con impunidad. La guerra les da poder, territorios y subsuelo para sus enormes ganancias.
Frente a un Estado débil con instituciones cooptadas por el presidente en la búsqueda de una falsa legitimidad, un gobierno incapaz, un congreso con mayorías clientelistas, totalmente ausente en esta crisis, empresarios y bancos que buscan mantener sus ganancias con sangre, sudor y fuego a la sombra de los poderosos, una economía ortodoxa con manga ancha para las multinacionales, afectación extrema del medio ambiente, etc. ¿Qué nos queda?
Esas mayorías olvidadas, una juventud que se plantó porque tiene propuestas que no han sido escuchadas, estudiantes, maestros, comunidades afro, negras, raizales, territorios que solo existen para explotar sus riquezas naturales con una población en la miseria, esas mayorías están mostrando un camino frente al que los dinosaurios quieren cerrar los ojos. No es un simple estallido, es un grito de esperanza; no es solo resistencia, es el inicio de un despertar.
El país necesita un nuevo modelo participativo, nuevas formas orgánicas para ejercer la política sin estructuras piramidales y sí con estructuras simples; abrir una verdadera participación al ejercicio de ciudadanía, a la diversidad y la pluralidad, es lo que hoy vemos en las calles. ¿Por qué aferrarnos al pasado? Perdamos el miedo por lo nuevo, es hora de despedir a los tiranos y pichones de tiranos y a ese pequeño tirano que llevamos dentro, ese patriarca acomodado.
Necesitamos darle una interpretación de búsqueda, utopía y realidad a las nuevas formas de protesta que van más allá de la esperanza. Me quedo con dos palabras que aparecen en la entrada de la Facultad de Ciencias Políticas y sociología de la Universidad Complutense de Madrid: Fuerza Colombia.