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En los inicios de enero superamos no sólo los picos de la pandemia del año anterior sino también y muy dolorosamente los del mismo período del 2020 por muertes y heridas con minas antipersonal y armas explosivas, abandonadas luego de combates.
En sólo 15 días estas armas afectaron la vida de cinco jóvenes: Cristian Camilo de 14; Joseph de 16; Eduardo* de 17. Todos ellos vivieron el horror en la vereda Peñas Blancas, de Policarpa en Nariño. Los tres habían viajado desde el municipio de Buesaco a “cosechar” que es como ahora denominan el proceso de raspar hojas de coca. Sólo sobrevive Eduardo.
William Alexander Roa, de 32 años, había llegado tres días antes a Tumaco desde el Meta. Perdió su pierna derecha mientras “cosechaba” en el resguardo del pueblo Awá, Inda Zabaleta, conocido por ser una de las zonas con mayores cultivos de coca en el país.
Por último, la niña Andrea* de 12 años, quien acompañaba a su madre en la tarea diaria de administrar una venta de chucherías por un salario diario de diez mil pesos en el parque de Saravena, Arauca. (Diez mil pesos no es mucho, pero da para hacer almuerzo dice Francinery, hermana mayor de Andrea). La familia había llegado hace 16 meses desde Miranda, Estado de Trujillo, de la vecina y socio económicamente destruida Venezuela. Acompañaba a su mamá en el trabajo el día de la explosión. Acababa de ingresar al sexto grado.
¿Denominadores comunes? La pobreza, la debilidad del Estado, la inoperancia de las fuerzas armadas en esos territorios, la ausencia de liderazgos audaces para profundizar la paz y la democracia.
Estos hechos se suman al asesinato de nueve líderes sociales, además de tres firmantes del acuerdo entre FARC y Estado Colombiano, todos ocurridos en sólo 15 días.
Enfrentar y detener esta situación va más allá de los discursos contra el Acuerdo de Paz, va mucho más allá de la defensa del “legado” de Uribe o de Santos.
Detener este desangre, esta ignominia, exige entre otras decisiones, recuperar el control territorial mediante una activa participación ciudadana, (como se contempló en el origen de los programas PDET), controlar la arrogancia de funcionarios que no creen en la articulación institucional como eje de la acción estatal, recuperar la moralidad de las Fuerzas Armadas e incorporar esas regiones a la economía mediante un esfuerzo empresarial que modernice las relaciones sociales y productivas de esas zonas.
Existen indicadores de avance impensables sin la firma del Acuerdo de Paz, un ejemplo de ello puede verse en esta declaración del Alto Comisionado para la Paz Miguel Ceballos.
Ver declaración: https://bit.ly/2XLlWmT
Los hechos descritos - a pesar que el Comisionado Ceballos se cuida de no reconocerlo - son posibles por dicho acuerdo. Sin embargo, hechos positivos no desaparecen realidades complejas con las que hemos de convivir más o menos tiempo, dependiendo de la vocación democrática, el liderazgo y la audacia de quienes gobiernan y gobernarán a Colombia. En esa ecuación reside que padezcamos o no, fenómenos de ausencia institucional y violencia armada.
El 2021 arrancó con el reto de la pandemia, pero no puede olvidarse que la cultura de violencia y las armas explosivas derivadas de la misma, se ensaña como antes con los más débiles de la estructura social y económica del país.
Es urgente recuperar la idea de construir paz y profundizar la democracia.
Quienes gobiernan deben abandonar el embeleso por el Trumpismo, que con suficiencia ha mostrado ser el embeleso de la estupidez.
*Los nombres de las víctimas fueron cambiados para proteger su identidad.
@alvarojimenezmi