Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
¿Cómo los maestros y sus métodos de cátedra se involucran en la educación para la paz? Colombia tiene un largo trecho que recorrer, teniendo en cuenta que persisten estigmas y daños que la guerra deja en la academia y sus educadores que abordan estas temáticas. Conocer la historia de nuestras violencias no es suficiente, pero sí es un paso necesario para que dejemos de repetirlas, con respeto hacia quienes hablan sobre ellas.
En vez de reforzar estigmas y avivar cacerías de brujas desde los micrófonos y las redes sociales, deberíamos debatir cómo incluir en la educación de los adolescentes y jóvenes las certezas que ya tenemos sobre esta cruenta guerra.
Desde hace cuatro años soy profesor de la asignatura Periodismo de Paz en una universidad en Bogotá. Parte de la clase se centra en explicar el desarrollo del conflicto armado en los últimos sesenta años y los actores responsables, entre los que se encuentran las guerrillas y los paramilitares, pero también los agentes del Estado, actores políticos y económicos. En palabras de un sector político y algunos colegas, básicamente, me dedico a ‘adoctrinar’ a mis estudiantes.
Mi clase, digamos, no tiene un contenido novedoso. Cualquier colombiano que quiera investigar por su cuenta, puede encontrar gran cantidad de material periodístico, académico y sentencias judiciales que dibujan la evolución del conflicto, y la clara participación de actores del establecimiento en violaciones a los derechos humanos. Pero es información que apenas circula en una burbuja muy limitada: muchísimos colombianos no tienen la menor idea de las responsabilidades probadas detrás de la violencia.
La ‘verdad’ que se asume ampliamente está llena de estigmas y tiene pocos matices. Una ‘verdad’ hegemónica que insiste en señalar hechos comprobados por la justicia o por serios trabajos académicos que han recogido miles de testimonios de víctimas del conflicto, como simples opiniones políticas. Una ‘verdad’ que se ha construido a partir de un real y disimulado adoctrinamiento basado en el silencio.
Gran parte de los estudiantes se sorprende en la clase. Casi todos tienen cerca de 20 años y muchos no han hablado nunca con una víctima del conflicto armado, en un país con más de siete millones de víctimas. No han tenido un espacio en sus colegios o en sus tempranos años de universidad en el que puedan comprender la forma en que este conflicto ha cambiado durante tantas décadas.
Por ejemplo, nadie les contó cómo a principio de los ochenta confluyeron en el Magdalena Medio los intereses de militares y ganaderos; de narcotraficantes del Cartel de Medellín; de políticos tradicionales que veían amenazados sus feudos por movimientos de izquierda; de algunos campesinos víctimas de las extorsiones de las guerrillas de las Farc o el ELN. Tampoco les contaron cómo todos terminaron creando la máquina de guerra del paramilitarismo que se exportó a varios lugares del país en los ochenta. No son opiniones políticas. Han pasado ya cuarenta años y mucha gente ha contado esta historia, pero pocos la han escuchado.
Yo soy un afortunado. Mis estudiantes son jóvenes con una enorme conciencia social y una gran capacidad de investigación. En cuestión de meses proponen grandes reportajes con focos innovadores, que le aportan a la construcción de una verdad más incluyente. Muchos se han graduado y se han convertido en agudos periodistas de investigación del conflicto armado en diferentes medios.
También soy afortunado porque el estigma del “adoctrinamiento” no me ha representado ningún peligro, hasta ahora. En cambio, esa marca ha justificado la violencia en contra de profesores de colegios y universidades desde hace décadas en casi todo el país.
Al menos 1.579 maestros han sido víctimas dentro del conflicto armado desde finales de los cincuenta, según un estudio de la investigadora Marcela Bautista, para la Fundación Compartir, con información del Centro Nacional de Memoria Histórica. Este informe señala que al menos 200 fueron desaparecidos y 1.063 fueron asesinados.
Un rostro detrás de estas cifras es el de Blanca Adelaida Ortiz, profesora indígena awá, asesinada en una masacre el 9 de agosto de 2006, junto a otros cuatro miembros de su comunidad, en Barbacoas, Nariño. Militares los presentaron como guerrilleros, muertos en combate.
En vez de reforzar estigmas y avivar cacerías de brujas desde los micrófonos y las redes sociales, deberíamos debatir cómo incluir en la educación de los adolescentes y jóvenes las certezas que ya tenemos sobre esta cruenta guerra. Conocer la historia de nuestras violencias no es suficiente, pero sí es un paso necesario para que dejemos de repetirlas.
* Director de Rutas del Conflicto