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Todos los días los cuatro hermanos salían de la casa de madrugada, bajaban de la cima de la montaña, sin compañía de un adulto, durante dos horas, hasta la escuela que llevaba el nombre de la vereda: Partidas, situada en la convergencia de dos departamentos, Caldas y Risaralda, y de tres municipios: Villamaría, Chinchiná y Santa Rosa de Cabal. Asistían a las clases —su favorita era la de agropecuaria— sin relacionarse con otros niños, ni mucho menos con las niñas; respondían sin pronunciar palabra a los profesores y pasado el mediodía volvían a casa, esta vez corriendo, camino arriba, robando una que otra guayaba de los árboles de los barrancos; almorzaban frío para salir después, corriendo aún más, a acompañar en sus labores a la mamá al cafetal, quien los saludaba con un beso y una sonrisa ancha cada día, como si hubiera tardado en verlos años enteros.
En eso consistía su vida, en esa rutina de camino, silencio, sol y café. Una vida sencilla, tranquila, que se desmoronó por completo en un solo día.
El primer domingo de marzo de 2003 su mamá los despertó antes del desayuno y les indicó que debían ir a la escuela. Los cuatro, que dormían en la misma cama, se miraron sorprendidos, al tiempo que oían que alguien hablaba con voz baja en la cocina, alguien que vieron irse a caballo cuando salieron al corredor. Se bañaron a toda prisa y se pusieron su ropa dominguera sin atreverse a hacerle preguntas a su mamá, una muchacha vestida de negro que lloraba y en el pelo se había puesto flores blancas de caña agria.
Había muchas personas en la escuela. Tantas como cuando convocaban a una entrega de boletines. Pero al escabullirse entre la gente que estaba en el amplio patio y llegar adelante, los hermanos no vieron la mesa con el mantel azul y el arreglo floral que preparaba la profesora cuando se iba a dirigir a los padres de familia, sino que, sobre la misma mesa, cubierto por una modesta sábana, se hallaba un cadáver. A cada lado de este había un hombre vestido de militar, con el fusil en actitud vigilante. Al fondo había más hombres así, mirando a la multitud arremolinada y sollozante, como con desprecio.
Los niños creyeron ver en la persona muerta a la profesora y empezaron a gritar y a llorar, sin consuelo; la madre llegó a ellos como pudo y los arropó con sus brazos, como a sus polluelos, a fin de calmarlos, al menos mientras salían de allí, pero a su llanto se unieron otros niños como a un concierto fúnebre hasta que uno de los hombres armados salió del montón y se hizo al frente. Todos callaron de inmediato. El hombre se identificó como integrante de las Autodefensas. Le pidió disculpas a la comunidad por haber matado en la noche anterior al cuidandero de la escuela, con el fin de que la mayor parte de la gente fuera a su velorio y así poderse presentar y dejar claras sus intenciones.
Dijeron que iban a cuidar a la gente, pero la gente entendió otra cosa cuando empezaron a extorsionarla, a obligarla a organizar grandes fiestas para ellos y a hacerse la de la vista gorda cuando, avanzada la noche, exigían llevarse contra su voluntad a las muchachas a los cafetales. Tampoco nadie entendió a qué se referían por protección cuando empezaron a matar a los muchachos que venían tarde a casa, o cuando encontraron a Mauricio, un joven que aseguraba que oía voces en la cañada, pasado a tiros en una cuneta de la carretera.
Las AUC se empezaron a desmovilizar al poco tiempo de su llegada a Partidas. Cuando empezaron a hacerlo, el mayor número de familias se había ido lo más lejos posible, para no volver, incluyendo los cuatro niños de quienes empecé hablando en esta bagatela. Ninguno supo nunca si el cadáver que vio sobre la mesa era verdaderamente el del cuidandero de la escuela o el de la profesora. Yo era el mayor de ellos, y tampoco recuerdo mi infancia.
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