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Por Camila Esguerra Muelle.
Desde el 22 de septiembre, cerca de 50 trabajadoras lideresas del Sindicato de trabajadoras Comunitarias de Hogares de Bienestar (Sintracihobi), de distintos lugares del país, conocidas comúnmente como “madres comunitarias”, se tomaron la Catedral Primada con una huelga de hambre, ante la negativa del Estado colombiano de reconocer sus derechos laborales. Hoy ya varias de ellas, extenuadas y enfermas, han tenido que salir de la huelga, que además ha estado en permanente asedio de la Policía.
Estas trabajadoras del cuidado, que en la actualidad son casi 70.000, llevan laborando en Colombia por más de 30 años pero sólo desde febrero de 2014 se les empezó a reconocer el pago de un salario mínimo; cuidan y educan de 12 a 14 niñas y niños hijos de otras trabajadoras y trabajadores quienes, enfrentando difíciles condiciones de desigualdad, confían a quienes son sus vecinas el bienestar de estos niñas y niñas. Muchos de ellos son hijos de la guerra.
Recientemente, la Sala Plena de la Corte en su sentencia SU-079, con ponencia del magistrado José Fernando Reyes Cuartas, "concluyó que por el carácter solidario de su labor, las madres comunitarias no tienen derecho a una pensión que dignifique su vejez y las condena a la indigencia”, según el comunicado de las trabajadoras, yendo en contravía con lo que la misma Corte había reconocido en la sentencia T-480 de 2016. Esto es un reversazo, sin retrovisor, que va en contra del principio de progresividad en el reconocimiento y exigibilidad de derechos. La sentencia T-480, que hoy sigue al borde del abismo, estipulaba que el ICBF incurrió un trato discriminatorio público, compuesto, continuado, sistemático y de relevancia constitucional: público “por cuanto quien lo ejecutó fue una entidad del Estado” el ICBF; compuesto, “toda vez que no se trata de sólo una manifestación de discriminación sino que comprende varios actos discriminatorios”; continuado, “en la medida que duró por un lapso amplio, tres o cuatro décadas”, sistemático, “ya que se materializó con la ejecución ordenada de múltiples actos y manifestaciones que contenían o se ajustaron a una ideología diferenciada en razón de género” y de relevancia constitucional, “por cuanto se produjo contra 106 mujeres (…) sujetos de especial protección constitucional”. Sin embargo, el ICBF solicitó la anulación de este fallo, concedida por el Auto 186 de 2017. Y el asunto se encuentra en revisión por parte de la Corte.
Por eso desde febrero de 2016, estas trabajadoras piden con sus arengas que han llenado la Plaza de Bolívar y otras plazas y calles en todo el país “que la Corte se mantenga en su primera decisión”.
La Corte ahora se alinea con la visión del ICBF que asegura que el trabajo de estas trabajadoras es solidario y una forma de voluntariado. ¿Voluntariado? Detrás de esta idea no hay otra cosa que una naturalización de la idea opresiva de que las mujeres nacieron para cuidar, eso es misoginia estructural. ¿A quién se le ocurre que un trabajo tan demandante en términos emocionales, de conocimientos y de tiempo, un trabajo enfermante por la cantidad de riesgos laborales no reconocidos que implica y que va en detrimento del cuidado de las mismas trabajadoras y de otros seres a cargo de estas mujeres pueda ser un voluntariado?, más cuando ha sido una de las pocas opciones para lograr unos ingresos de subsistencia. Único margen posible en un país que mantiene en desempleo a las mujeres, que las desplaza y las destierra, que las somete a su racismo estructural y a todo tipo de desigualdades.
En el marco de nuestra investigación llevada a cabo en Cali, Cartagena, Bogotá y Medellín desde el año 2016, hecha con el Centro Interdisciplinario de Estudios sobre Desarrollo (Cider), de la Universidad de Los Andes, estas trabajadoras, muchas de ellas desplazadas y desterradas por la guerra, nos contaban que su jornada de trabajo de cuidado empezaba a las 4 de la mañana, pues tienen que alternar el cuidado de sus propios entornos con su trabajo como cuidadoras de bienestar, y no termina a las 4 de la tarde, como lo establecen los reglamentos del ICBF que se niega a reconocer el vínculo laboral pero sí hace inspección del trabajo de estas mujeres. Termina cuando la última madre o acudiente puede llegar a recoger a la niña o niño y no tiene fines de semana. Nos contaron de la cantidad de riesgos laborales que enfrentan en este trabajo y cómo, para subsistir, han tenido que dedicarse a distintos trabajos de cuidado en entornos de maltrato y explotación, como el trabajo doméstico. El cuidado es una rama laboral devaluada y mal remunerada que siempre ha sido el destino de las mujeres.
La paz positiva y el posacuerdo requieren repensar cómo el cuidado, es decir, el trabajo de reproducir material y simbólicamente la sociedad, es un trabajo no reconocido, no remunerado o mal remunerado que se carga en las espaldas de mujeres, en particular obreras, campesinas, afrocolombianas e indígenas, todas empobrecidas, muchas de ellas víctimas del conflicto social y armado. También implica pensar cómo la guerra ha generado una fuga de cuidados que afecta en particular a los segmentos que afrontan la ignominia de las desigualdades, este déficit de cuidado profundiza estas desigualdades y así, el sustrato de la guerra.