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Unos dicen que a Julián se lo llevaron loma arriba a punta de patadas y empujones, de insultos y reclamos. Otros afirman que le vendaron los ojos y lo subieron a una moto, rumbo al cerro Quitasol. Lo cierto es que a Julián Velásquez, de 15 años, nadie lo volvió a ver en las calles de Bello y, cuando se pregunta por él, la respuesta es un silencio absoluto o demasiada cautela con las palabras. Desde un “no me pregunte por eso, hermano, que yo no sé nada”, hasta un “es mejor no hablar de ese pela’o”, frases que resumen la incertidumbre que reina en el municipio. Su desaparición sucedió el pasado 25 de febrero, el mismo día en que la gente de los Pachelly mató a Juan Esteban Berrío Grisales, alias Pecueca, integrante del Niquia Camacol, una de las nueve bandas delincuenciales que operan allí.
Para su mamá, Julián era solo un joven con discapacidad cognitiva permanente que lavaba carros y motos para ayudar económicamente en la casa. En contraste, según los comentarios en la calle, para la banda de los Pachelly se trataba de un jíbaro que entregaba bolsas de droga y que además era primo del abatido alias Pecueca. “Es un niño que tomaba Ritalina, por Dios, cómo va a entender de ese tipo de cosas”, reclama su mamá, Ángela Grisales, que no se guarda sus palabras a pesar de estar amenazada, de que le dijeron que si seguía hablando más de la cuenta la iban a matar, la iban a picar. Sí, porque “picar” se convirtió en un verbo usual en Bello y lo utilizan a menudo los victimarios para hacer de sus amenazas algo más certero, más cruel.
A la semana siguiente de la desaparición, Ángela subió al barrio Pachelly con un grupo del CTI de la Fiscalía, pero no encontró nada, nadie le dijo nada. “Que me lo devuelvan, es todo lo que pido. O que me digan dónde lo enterraron para ir a sacarlo”, expresa sin atender a quienes le piden prudencia. El pasado 13 de mayo, dos meses y 17 días después de la desaparición de Julián, la Policía capturó, en el barrio Sonora, a Alexander Uribe García, alias Banano, uno de los hombres fuertes de Pachelly. Aunque el delincuente intentó esconderse en un caño y ofreció a los patrulleros $30 millones para que lo dejaran ir, el arresto se hizo efectivo. Y ante las indagaciones por el paradero de Julián, manifestó no saber nada. “Es mentira. Ellos saben todo lo que pasa allá arriba, lo que les hacen a los pela’os”, insiste Ángela.
A la fecha, Julián Velásquez es el único desaparecido reportado en Bello, pero para José*, esa cifra refleja el desconocimiento de las autoridades ante lo que sucede. “Es que contar muertos es sencillo porque usted los ve tirados en las calles, pero ¿la gente que pican? ¿O los que estaban sentados en un andén y no se vuelven a ver? La comunidad no denuncia por desconfianza con las instituciones”.
José salió de la Comuna 6 hace tres meses por amenazas, pues se negó a pagar por la seguridad que ofrecen los Pachelly a los comerciantes. La primera vez, un joven que no pasaba de 20 años llegó a cobrarle y él se negó a pagar. La segunda, ya no fue uno sino tres. Él mantuvo su palabra con un toque de altanería, sin entrar en el juego del miedo. A la tercera encontró la reja de su negocio hecha una coladera por los impactos de bala y una nota que decía “los bamos [sic] a matar”.
Algo similar pasó con Ezequiel*, un taxista que abandonó Bello luego de que le hicieran saber, revólver en mano, que en las Comunas 5 y 6 no puede trabajar en carros con placas de otros municipios. “El taxi que manejaba era de Envigado y me dijeron que me fuera”. Un mes después, Ezequiel compró un auto particular y lo estacionó frente a su unidad residencial. Un domingo, un hombre alto, moreno, delgado, de ojos pequeños, pero esforzados en agrandarse, golpeó a su puerta. Se identificó como el Sombras. “Los de arriba necesitan ese carro para ponerlo a trabajar. Usted solo lo usa para llevar a su mamá al médico, de resto está quieto. O nos paga para que se lo cuidemos o nos lo da”. Ezequiel entregó el apartamento que tenía arrendado y se fue a vivir a Medellín.
Estella* también quiere irse de Bello, pero no ha ahorrado lo suficiente para hacerlo. Vive en el sector de Buenos Aires, donde el 21 de mayo se presentó una balacera en la que murió Santiago Mena, de 14 años, primo del futbolista Yessy Mena que juega en la segunda división de Finlandia. Estella vio cómo tres personas cargaban al joven ensangrentado, para meterlo a un taxi y llevarlo a un centro médico, donde falleció horas después. “Eso asustó a todos y, por ende, se cancelaron las clases en el colegio Gilberto Echeverri, por miedo a que los pela’os se vieran expuestos”. Así se mantienen las gentes, inermes e indefensas ante el conflicto que protagoniza una parte minoritaria de la banda de Pachelly con la del Niquia Camacol y El Mesa, que delinquen en el municipio hace tres décadas. Dos estructuras criminales que se aliaron para contrarrestar los ataques en las comunas 7 y 8.
“Es una cuestión de traiciones, de disputas por puntos estratégicos del municipio entre los grupos armados. La Policía insiste en que la pelea de fondo es porque unos les robaron dinero a otros, pero las razones del incremento de la violencia son mayores”, asegura Luis Fernando Quijano, director de la Corporación para la Paz y el Desarrollo Social. El analista refiere que, por ahora, solo están involucrados tres grupos, pero cree que no demoran en entrar más, porque los intereses de unos se tocan con los de otros. “Todo podría empeorar, pues podrían participar en la confrontación urbana la mayoría de los Pachelly, además de las bandas de los Triana, los Peludos, los del Mirador, la Oficina de San Pablo y la del Doce, y los Chatas. Esto es un florero de Llorente a la espera de que alguien lo rompa. Por ahora, afortunadamente, el resto no está metido”.
Según la Secretaría de Gobierno de Bello, el pie de fuerza en el municipio ha aumentado en 350 hombres de la Policía (de cincuenta que había inicialmente) y 140 del Grupo Fénix del Ejército. Hoy, ambos desarrollan operativos conjuntos. Sin embargo, más allá de algunas incautaciones de armas (otra fuente confirmó a este diario que en la zona hay más de mil fusiles en manos privadas y que algunas organizaciones están comprando ametralladoras M60, que tienen cadencia de disparos de 550 balas por minuto), la situación no cambia. Todo lo contrario, empeora, al punto de que el Estado parece no tener control en sectores como el Puente de la Selva o la Avenida El Carretero. Allí decenas de ojos observan lo que pasa a diario, quién pasa y por qué pasa. Y eso llama la atención de organizaciones más complejas, como las Autodefensas Gaitanistas de Colombia o el Clan del Golfo.
“El 9 de mayo aparecieron unos grafitis en el Colegio Parroquial Nuestra Señora de Chiquinquirá y, cuatro días después, otros en el barrio Villa Sol. Llegaron para apoyar a uno de los bandos y empezar a tener injerencia en los distintos negocios de la zona. Ya se dieron cuenta de que en Bello se maneja mucho dinero en efectivo y no pueden quedarse sin su tajada. En medio del despelote, pueden meterse de lleno”, recalca Moisés*, un líder cultural del barrio Niquia que recientemente fue testigo de una caravana de 25 motos, con cincuenta hombres encapuchados, que extendió el toque de queda en febrero pasado, dejando un mensaje claro para la población: el que esté mal parado después de las siete de la noche será declarado objetivo militar. Esto sucedió tras la muerte de Mauricio Arias, alias Guerrero, un cabecilla de la banda de los Pachelly, acribillado por hombres del Niquia Camacol mientras departía con unos amigos.
Entre los entendidos, este conflicto, que suma 70 homicidios en lo que va corrido del año (en 2018 tuvo 78. Este domingo hubo tres más), representa la sucesión de la guerra urbana que se desató a principios de la década de los 80, con jóvenes que, gracias a los dineros de la droga, pasaron de la miseria a vestir ropa de marca, tener armas y ejercer poder. “Me siento como en la época de La Ramada, los Monjes y los Killers, que se consolidaron gracias a Toño Zapata, uno de los reclutadores de Pablo Escobar, que cambió el presente y futuro de muchas generaciones”, rememora Gabriel*, un hombre de unos 50 años que apenas murmura entre dientes para no decir mucho ni muy poco. También relata que cerca a la casa de su madre, en Playa Rica, los del Mesa cerraron un puente pequeño para que los de Pachelly no entren. Desde ese día, todas las noches ubican dos personas por cuadra, con armas de largo alcance, para vigilar el perímetro y las fronteras invisibles.
“El tema es tan complejo que las autoridades prefieren no meterse de lleno, pues al fin de cuentas es la comunidad la que paga si hay operativos, capturas y bajas. Las represalias son contra los civiles”, concluye Gabriel. El pasado 17 de abril, por orden del presidente Iván Duque, el ministro de Defensa, Guillermo Botero, lideró un consejo de seguridad en Bello con el alcalde César Suárez, la gobernadora encargada de Antioquia, Victoria Eugenia Ramírez, y los comandantes del Ejército y la Policía. El propósito fue tomar medidas urgentes para frenar el incremento de los homicidios (153 %), pues según el funcionario, las estructuras están conformadas por unas 540 personas. No obstante, en el municipio se habla de al menos 2.000 delincuentes, con cifras que, según la gente, van en aumento. Eso explica las órdenes de militarización de la zona.
Los analistas del conflicto urbano en el Valle de Aburrá tienen explicaciones adicionales. “El primo mayor que está metido en la guerra invita al menor, este a su vez al amigo, y así sucesivamente en una cadena que parece no tener fin. Son familias enteras que hoy se ven inmersas en esta problemática”, manifiesta una fuente consultada. Si bien es cierto que una de las razones de la pelea es el control del microtráfico o el dominio territorial, es evidente que se trata de grupos criminales que, a punta de extorsiones, amenazas y crímenes, buscan posicionarse entre los vasos comunicantes del delito, y también para poder chantajear a quienes se mueven en el mundo legal. “Por eso insistimos en que un joven con un instrumento musical en la mano nunca va a empuñar un arma”, afirma Félix*, director de un grupo de teatro que en su juventud hizo parte de La Ramada.
Mientras explica sus razones nunca mira fijamente a los ojos y se mantiene en alerta. “Son secuelas, que llaman. Eso ya no se quita”, comenta al tiempo que insiste en que la única forma de enfrentar la crítica situación que se vive en Bello es con la educación. La promoción de la cultura es un buen camino, pero el Estado sigue atendiendo el tema solo como un asunto de seguridad o de orden público, de militarización, que para algunos puede aportar soluciones transitorias, pero para la mayoría no va a ayudar a superar la crisis, pues una vez todo vuelva a la normalidad, como sucede cíclicamente desde hace más de treinta años (desde los tiempos de Pablo Escobar, el cartel de Medellín, los bloques del paramilitarismo o las milicias guerrilleras), regresarán los armados a ajustar cuentas entre los civiles.
En Bello siguen siendo sanguinarios
En uno de los videos que manejan los organismos de seguridad se vio cómo, desde un mototaxi, arrojaron una bolsa verde. Horas después, se confirmó que se trataba del cuerpo sin vida de un hombre, entre 30 y 34 años, envuelto en costales, con señales de tortura y golpes en el rostro y las piernas. Sucedió el pasado 27 de mayo en el barrio Niquia. Y no fue la primera vez. El 19 de marzo ya había pasado algo similar: un hombre de 22 años fue hallado en una bolsa por el sector de Cacique, con las mismas evidencias: moretones en la cara y en las piernas. Diagonal al hospital Marco Fidel Suárez apareció también el cuerpo de un hombre en una nevera abandonada. Según el comandante de la Policía del Valle de Aburrá, general Eliécer Camacho, estos homicidios son formas de amedrentamiento para mostrarse poderosos ante otros y hacerles ver lo que les puede pasar.
“Los rumores en las calles replican que un sujeto conocido como Gustavo Adolfo Pérez, apodado el Montañero, es quien está detrás de estos crímenes. Es un tipo sanguinario, que hace cosas macabras con sus enemigos”, sostiene Isaías*, un líder comunal del barrio El Prado. La fuente asegura, además, que los combos delincuenciales están implementando cambuches para aplicar torturas, y que estos sitios ya existen en la zona rural del municipio. También hay casas de pique, pues esta gente tiene claro que un muerto genera dolor y enterrarlo permite hacer un luto, pero la desaparición, mucho más si es forzada, conlleva a una pena incesante, pues si no hay cuerpo nadie da por hecho que su ser querido esté muerto, de ahí que esta práctica violatoria de los derechos humanos sea más eficaz en términos de ejercer control, sin dejar pistas.
En síntesis, sin que el asunto prevalezca en el foco nacional, es dramático lo que hoy sucede en Bello, en pleno Valle de Aburrá, no muy lejos de las autoridades de Medellín y Antioquia, un suspenso taladrante como el que vive la mamá de Julián Velásquez, pues tiene un hijo al que todavía no puede llorar. Son lágrimas que quedan en un limbo que se extiende en el tormento de imaginar lo que pasó, las dudas de lo que será y la esperanza de que regrese algún día. “Perdóneme la palabra, son unos hijueputas”, expresa otra fuente, no sin antes concluir con una frase certera: “Esas son prácticas heredadas de Pablo Escobar Gaviria. Y mientras muchos crean que pueden ser como él, esta vaina no va a parar, por más que llenen a Bello de militares y policías”.
*Los nombres de las personas entrevistadas fueron cambiados por seguridad.
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