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Joaquín Caicedo* creció caminando las calles de la vereda La Loma, en el occidente de Medellín, y cuando salía a sus entrenamientos de fútbol encontraba los uniformes camuflados puestos sobre las aceras en una abierta invitación a unirse al grupo armado que operaba en el territorio. “Personas que decían ‘coja y ayúdenos, nos están matando, métase al combo, esto también es suyo, defienda el territorio”, cuenta que le decían. Para llegar a la escuela, que quedaba en el sector de La Centralidad, desde su casa, en Loma Hermosa, tenía que atravesar la frontera entre una zona de control de las milicias insurgentes y una de control paramilitar.
No todo el mundo sabe que fue en esta vereda, conocida como San Javier La Loma, donde comenzó el cerco de las operaciones militares y paramilitares sobre la comuna 13 de Medellín durante el año 2002. Unos y otros venían detrás de la hegemonía que habían logrado mantener hasta entonces las milicias populares, algunas filiales de las Farc o el Eln y otras autónomas. Fueron al menos 16 operaciones militares las que durante ese año se ejecutaron en esa zona, siendo las más reconocidas la Mariscal, en mayo, y la Orión, en octubre.
“La violencia venía desde el occidente, desde el Urabá. Los paramilitares venían arreando a las Farc, los venían trayendo y primero pasaron por acá antes de llegar a la comuna 13”, dice Joaquín Caicedo. Después de la Operación Orión, en octubre, se impuso un control total en el territorio por parte de los paramilitares, en particular del Bloque Cacique Nutibara, que según investigaciones llegó a tener la hegemonía de las organizaciones criminales en Medellín y estuvo comandado por Diego Fernando Murillo Bejarano, Don Berna.
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En esa hegemonía fue clave La Loma, por su posición geoestratégica. La vereda hace parte del corregimiento San Cristóbal, situado en el occidente de Medellín, y sirve de corredor para dos rutas de narcotráfico. La coca que se cultiva en el Bajo Cauca y se procesa en laboratorios del norte de Antioquia es transportada por el noroccidente del Valle de Aburrá, atravesando este corregimiento y esta vereda, hacia el Urabá antioqueño. O continúa por el suroccidente, hacia el departamento del Chocó, buscando el Pacífico. Igualmente, por el puerto de Urabá ingresan armas que vienen a parar en manos de las organizaciones armadas de esta zona.
Luego de la desmovilización del Bloque Cacique Nutibara, en diciembre de 2003, y aún más, de la extradición de su antiguo líder Don Berna, en mayo de 2008, en la zona se produjo una reconfiguración paramilitar que enfrentó a varias facciones herederas del paramilitarismo y de la estructura de La Oficina, que cobró muchas vidas en La Loma.
En ese escenario se produjeron los dos hechos que marcaron a los habitantes de la vereda y tienen eco hasta hoy. Primero, el desplazamiento en 2011 de al menos 24 familias que sumaban unas cien personas, por enfrentamientos entre los ya denominados combos armados. Y el segundo, el más grande, el desplazamiento, en mayo de 2013, de 83 familias, alrededor de 300 personas, de los sectores de El Cañón y San Gabriel. El domingo 5 de mayo de ese año, ocho jóvenes armados fueron puerta a puerta en esos sectores a ponerles un ultimátum a las familias: debían abandonar el territorio. La amenaza la hicieron tres días después de que dos integrantes de su grupo fueran abaleados por jóvenes de otro sector. Después de ese domingo, esos territorios quedaron casi vacíos.
Resistir, la mejor opción
Con el paso de los meses, muchas de esas familias regresaron y en sus casas izaron banderas blancas. Sin embargo, aún existen personas que no han vuelto o que regresaron, pero “caminan La Loma con miedo”, dicen algunos.
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Pero otros, jóvenes principalmente, optaron por la resistencia. “Volvimos al territorio, pero sentíamos que no lo habíamos recuperado, que no se había recuperado la tranquilidad, la movilidad de manera libre y que la violencia persistía con nosotros en el medio. La Loma era un territorio frío, oscuro, en la noche no se veían personas en las calles”, relata Ximena Acosta*, nacida aquí, quien sería una de las fundadoras de lo que se conocería después como Casa Loma.
Los jóvenes empezaron a juntarse y decidieron que dejarían claro que ellos estaban al margen de la violencia y que no querían caer en medio del fuego cruzado, por caminar el territorio equivocado. “Empezamos a hacer grafitis en los lugares donde estaban esas fronteras invisibles, que en realidad eran muy visibles. Proyectábamos una película en las calles en las que estaban esas fronteras; empezamos a apropiarnos de nuestro entorno”, agrega Ximena.
Entonces, en 2015 crearon Casa Loma, que tres años después, en mayo de 2018, se convertiría formalmente en fundación. El punto de partida: una casa ubicada en el área central de La Loma que habilitaron como un espacio para el arte y empezaron a traerse a más jóvenes de la vereda. Se lo tomaron en serio y más allá de brindar opciones para el tiempo libre hoy han consolidado varias líneas de trabajo, cuyo propósito es que puedan convertirse en alternativas reales de vida para los jóvenes de la vereda, de las que puedan derivar ingresos.
Hoy son por lo menos cinco líneas artísticas y culturales en Casa Loma: fotografía y video, grafiti y dibujo, baile, teatro y música; que incluye vocalización y canto, percusión, vientos y producción musical. David Bermúdez, por ejemplo, uno de los fundadores del proceso, hace parte del grupo de rap Talla de Reyes. “Lo que queremos con esto es transmitirles a los pelados que el arte y la cultura pueden ser un medio de vida. Que ellos vivan de eso, que les guste y que les apasione, y que sean acá lo que en otros lugares no pueden ser”, dice.
Uno de los últimos censos que hicieron arrojó que a Casa Loma están vinculadas alrededor de 200 personas, una cifra baja en comparación con el tiempo en que no había pandemia, cuando llegaron a tener entre 300 y 400 jóvenes vinculados al proceso. Sin duda, las medidas de confinamiento por el COVID-19, dice Santiago Aguirre, coordinador de la fundación, hicieron que muchos abandonaran el proceso. “Tuvimos que dar pasos atrás. Muchos pelados que ya vivían del arte, de cantar, volvieron a la construcción”, cuenta.
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Ese precisamente es uno de los caminos más comunes para quienes habitan la vereda: ser albañil. Los otros dos: trabajar en brocha gorda o meterse al combo armado. Varios de quienes hacen parte del proceso hoy coinciden en que si no estuvieran en Casa Loma, estarían seguramente ejerciendo una de esas alternativas. En el caso de las mujeres, estarían trabajando en casas de familia o posiblemente ejerciendo la prostitución.
Uno de los casos que más resaltan por estos días en Casa Loma es el de una de sus integrantes, de quince años, que logró una beca en la Escuela Superior de Artes Débora Arango para iniciarse en la fotografía.
En este camino han contado con varios apoyos, tanto de instituciones del Estado como de organizaciones internacionales. Es el caso de ACNUR, la Agencia de la ONU para los Refugiados, que llegó a la vereda luego de los desplazamientos de 2013. Desde entonces ha acompañado el proceso de lo que se constituyó después como Casa Loma.
“Nosotros los apoyamos en los procesos de formación, acompañamiento a los líderes del territorio, a los jóvenes; hacemos un acompañamiento en el que ellos son los principales protagonistas, los que gestionan cada detalle para lograr estabilizarse en sus territorios. Lo que hacemos es apoyar para que sigan resistiendo y creando una cultura de paz en la vereda”, explica Margarita Vivas, de la oficina de Antioquia y Chocó de ACNUR.
Asimismo, a mediados de 2019, la Unidad de Víctimas, con apoyo de USAID y la OIM, le entregó a la fundación un apoyo en equipos audiovisuales y de fotografía, elementos para el estudio de grabación, insumos para grafiti y uniformes para los colectivos de danzas y teatro.
Por una Medellín sin xenofobia
Desde hace unos meses, a la vereda y a las zonas aledañas han ido llegando jóvenes migrantes y refugiados de Venezuela, que también han encontrado un lugar en Casa Loma. Jeison Medina vivía en el estado de Carabobo y allá se estaba formando en clases de música.
“Cuando llegué a Colombia empecé a trabajar vendiendo frutas en carreta, luego vendiendo bebidas energéticas, trabajando de mesero en restaurantes, vendiendo bolsas de basura; después trabajé en una finca, me regalaron una guitarra y como sabía de música me puse a trabajar en las calles de Medellín, entrando a los restaurantes”, cuenta.
Mientras él se iba para los restaurantes, Reynder, quien había llegado del estado de Aragua, donde estudiaba música y administración, se subía a los buses a cantar. Ellos no se conocían. Luego supieron del proceso en Casa Loma y se vincularon. Hoy ambos integran un colectivo de canto que se llama Reynder y Jovin y compusieron juntos la canción Mi tierra, para todos los migrantes de su país que como ellos están en tierra ajena: en Colombia, en Perú, en Ecuador o en España. Desde Casa Loma contribuyen en campañas contra la xenofobia y la estigmatización, a pesar de que desde otros lugares y sectores se promueva esa discriminación.
Acá, por el contrario, los desplazados de La Loma entienden lo que es salir despojados de su tierra. “La población desplazada ha entendido que la población que viene de otros países, refugiada y migrante no sale porque quiere, sino porque tiene unos factores que hacen que ellos tengan que salir y entienden que esa salida es lo mismo que les ocurrió al tener que desplazarse de manera interna. Ese es uno de los factores que los une: haber tenido que salir de sus hogares”, relata Margarita Vivas, de ACNUR. Ximena Acosta lo resume así: “Acoger a la población venezolana le quita un joven más a la violencia y esa es nuestra apuesta”.