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Carmen Elisa habla fuerte. Es negra, delgadita, crespa y en su voz se escucha el Pacífico. Nació y vive en Buenaventura. Estudia Sociología y dice que, si no se hubiera interesado en capacitarse en igualdad de género, no podría tener la conversación clara y libre de vergüenza que ahora sostiene. A su lado, Yésica la mira y la escucha cuando habla. Son muy distintas entre sí. Yésica nació en Chipatá (Santander), es blanca, tiene un largo pelo liso, lleva al hombro una guitarra que está aprendiendo a tocar y es más calmada. Pero empieza a hablar de feminicidios, del silencio y del desinterés de las chicas de su municipio por la violencia de género, y su discurso no se detiene. Ambas tienen 20 años, integran la Red de Mujeres Jóvenes Constructoras de Paz y están cansadas de la violencia que se ensaña contra ellas. No están dispuestas a aguantarla. A sus pocos años tienen clarísimo que su entorno no se transforma si ellas no lo transforman, y por eso lo están haciendo.
Carmen Elisa Sandoval y Yésica Bolívar son solo dos de las 140 jóvenes de Santa Marta (Magdalena), Villa de Leyva (Boyacá), Buenaventura y Palmira (Valle del Cauca) y de la provincia de Vélez (Santander) que se apuntaron hace ya tres años a un proyecto para impulsar los liderazgos femeninos que puso en marcha la Corporación Ciase en alianza con organizaciones de mujeres, colegios y la oenegé Oxfam. El proceso comenzó con una prueba piloto en varias instituciones educativas de estos territorios, se hizo una invitación pública para las niñas y la experiencia fue distinta de acuerdo con las realidades de cada lugar.
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En Buenaventura, por ejemplo, las niñas vivían presas del miedo causado por el control territorial que ejercen los actores armados y que extiende sobre los cuerpos de las mujeres. Así, cuando les dijeron que necesitaban 25 chicas para empezar un taller sobre sus derechos, fueron 60 las que acudieron al llamado. En Vélez fue distinto. Las niñas no entendían para qué asistir a un taller sobre sus derechos, si ellas no se sentían violentadas, si las armas no las agobiaban ni eran golpeadas. Y asistieron pocas a la primera reunión. Sin embargo, todas las que continuaron lograron evidenciar que sí estaban siendo violentadas, de una u otra manera. Y fue doloroso.
Sus experiencias parecen distantes, pero no lo son tanto. Sandoval y Bolívar se conocieron este mes de junio en Bogotá, cuando asistieron al segundo encuentro de Mujeres Jóvenes Constructoras de Paz. Se contaron sus historias y, a pesar de que sus contextos son muy diferentes, identificaron que todas están expuestas a la violencia, pero que lo que las une es el deseo de luchar contra ella.
En Chipatá “la mujer aún no tiene esa libertad de contar las cosas y denunciar, viven calladas. Dicen que las santandereanas somos berracas y todo, pero lamentablemente a muchas mujeres les da pena contar, por el qué dirán y les da pena expresar sus derechos”, dice Yésica Bolívar. Incluso, cuenta que hubo un hecho que despertó a las mujeres del municipio: un feminicidio de una mujer que recién había llegado al territorio. “En mis 20 años que llevo de vida, pensaba que eso no se presentaba y el temor que generó tanto en niñas como en grandes, el no poder salir a la calle con el temor de que pasar algo... y hasta el día de hoy el crimen sigue impune. Para mí este programa genera que podamos tener voz y voto, pedir que se investigue, que se tengan advertencias”, dice, respecto a su experiencia en la Red.
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Pero eso no fue lo único. Al asistir a los talleres en los que debían, entre otras cosas, ponerse en los zapatos de las otras, pudo conocer las realidades de más mujeres y también pudo reconocer que ella misma estaba siendo violentada, así como lo reconocieron otras chicas.
Sobre la violencia psicológica no sabía nada, pero el tema llegó y ella se vio en a sí misma como encerrada en una cajita. Su pareja de entonces la manipulaba y ella no lo notaba. Mientras cuenta esto, llora, y lo hace porque darse cuenta duele. “Para mí estaba mal salir, irme de fiesta, que (mi pareja) viera que estuviera hablando con otros, yo me encerré en un círculo, dejé mi vida, me alejé de mis amigos, y yo decía, cuando empecé a ver los talleres, “siempre he sido de temperamento muy fuerte y este man me vino a opacar en todo”. Al empezar los talleres ya uno dice "no, hijuepuerca, yo soy berraca y voy a poner mi voz y decir no, esto no es amor". Y poder tener amor propio”.
Carmen Elisa Sandoval, por el contrario, no había sido violentada de esa manera, pero sí se reconocía llena de miedo a causa de los actores armados que están en su territorio, Buenaventura, el puerto del Pacífico, un punto estratégico para el narcotráfico. Las niñas están a merced de los deseos de los violentos, y negarse a ellos no era una posibilidad. “El mayor obstáculo es el conflicto. Todas vivimos en barrios diferentes, regadas por muchas partes de la ciudad, entonces es un poco complicado focalizarnos en un solo lugar central donde esté todo calmado. Incluso, una vez estábamos en plena reunión de planificación de actividades para el 8 de marzo y se formó una balacera. Nosotras trabajábamos en un lugar muy cerca de la vía para que quede más fácil tomar vehículos para nuestras casas. Pero nos paniqueamos porque ¿qué hacemos? ¿Cómo mandamos a las niñas para las casas? ¿Y si les pasa algo?”, dice.
Sin embargo, esos obstáculos que señalan, el desinterés por un lado y el conflicto por el otro, en vez de detenerlas, las impulsa. Esas “pelaitas”, como dice Sandoval, no se van a callar. “Si hay violencias, vamos a estar ahí al frente para combatirlas. Sería triste que existiendo las violencias nos acorralaran, porque eso es lo que quiere hacer el actor armado o el violentador, que cuando esté efectuando la violencia, las personas tengan temor. Claro que podemos poner nuestra vida en riesgo, porque en el territorio siguen estando los grupos armados, viéndonos, pero se trata de romper el silencio”.
Bolívar piensa lo mismo, por eso ella y sus compañeras plantearon debates abiertos en su territorio, transmitidos por radio, en vivo, para hablar sobre la violencia machista, los derechos de las mujeres y las rutas para denunciar. Esa, dice Bolívar, fue una de las experiencias más duras, pero también más gratificantes. Porque había mujeres que llamaban, con nombre y apellido, y contaban qué les estaba pasando, cómo estaban siendo violentadas y pedían ayuda. Y ellas estaban en la capacidad de asesorarlas con la ruta para exigir derechos y justicia.
Y en Buenaventura, lo mismo. Esas veinteañeras no se quedaron calladas. De hecho, ya han tenido espacios concertados con la Alcaldía para hablarle a la gente sobre la violencia de género, y empezaron a extender su red y a conectarse con las chicas de Palmira. Se reúnen y planean cómo se van a movilizar, porque el camino que sigue es el de incidir políticamente en la forma en que se trata la violencia de género.
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Este encuentro les permitió darse cuenta de que no están solas en la lucha, aunque sea difícil. Son muchas, y por eso están construyendo su agenda, buscando mecanismos para ser escuchadas. De hecho, en este viaje a Bogotá se reunieron con organismos de cooperación internacional, Comisión de la Verdad, senadoras, Procuraduría y Defensoría, y también marcharon para rechazar la violencia.
“Pudimos ver que no somos poquitas. 140 pelaitas empoderadas, luchando por sus derechos, eso nos motiva”, dice Sandoval. Y remata hablando del liderazgo que están preparándose para ejercer: “Así nos toque pelear, no sé cuántos siglos, pero estamos dispuestas a continuar porque queremos erradicar las violencias de este país”.