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Los que votaron Sí en el plebiscito para definir si aprobábamos los acuerdos de paz entre el Gobierno y las Farc pensaban que los del No eran ignorantes. Los del No pensaban que los del Sí eran ingenuos y poco realistas. Unos eran enmermelados. Los otros eran borregos temiendo que Colombia se convertiría al castrochavismo. Y por ese camino de sospechas, insultos y acusaciones que inundaron las redes sociales, los chats de amigos y familias, casi todas conversaciones de sordos, el país quedó súbitamente dividido en dos grupos que llegaron a la urnas al borde de un ataque de nervios.
“Una gran parte de los conflictos, en el sentido sangriento y de campos de batalla pero también en la política, se derivan de no ser muy hábiles imaginando por qué la otra persona piensa lo que piensa”, reflexionaba recientemente Marika Landau-Wells, una estudiante de doctorado de ciencias políticas del MIT.
Ella y muchos otros científicos están intentando combinar el conocimiento en biología, psicología y neurociencias acumulado a lo largo de un siglo para aplicarlo en la política y la construcción de paz. Entender cómo opera la maquinaria neuronal, cómo interactúan nuestras emociones con nuestro lado más racional, cómo y por qué nos afiliamos a ciertos grupos y seguimos a ciertos líderes, es un conocimiento que podría ayudarnos a vivir en paz. Al menos a intentarlo, creen ellos.
Varios grupos de trabajo y organizaciones han nacido para impulsar la construcción de paz desde esta perspectiva. Beyond Conflict y Alliance for Peacebuilding son dos de ellas. El Banco Mundial, varias universidades en Estados Unidos y Europa e incluso organizaciones religiosas intentan aportar al debate.
El elefante y el jinete
La primera idea en la que existe cierto consenso es que somos menos racionales de lo que creemos. En nuestro caso, parece que tanto los del Sí como los del No se lanzaron a defender su posición impulsados por una emoción más que por la convicción racional de los argumentos, aunque a unos y a otros les cueste trabajo reconocerlo y crean que su posición fue el resultado de una profunda reflexión.
“Somos seres racionales que actuamos racionalmente sólo cuando nos sentimos seguros y validados”, planteó Timothy Phillips, cofundador de la organización Beyond Conflict, durante un encuentro en Washington, en enero de 2015, en el que varios expertos en la naciente área intentaron sacar algunas ideas en limpio.
Emile Bruneau, del Departamento de Ciencias Cognitivas y del Cerebro en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, argumentó en el mismo encuentro que los humanos somos ampliamente inconscientes sobre cómo opera nuestro propio cerebro.
Para explicar por qué nos comportamos como lo hacemos, recordó la metáfora del elefante y el jinete. “Una persona es como un pequeño jinete sentado sobre un poderoso elefante. El jinete representa las funciones racionales del cerebro de las cuales somos conscientes. El elefante, por otra parte, es más grande y representa la parte emocional del cerebro que no alcanza el pensamiento racional y domina la acción dependiendo del medio ambiente y las normas. El jinete cree que tiene el control del elefante, pero es una ilusión”.
Esa no es una idea muy novedosa. Lo nuevo es que los neurocientíficos ahora cuentan con herramientas para estudiar mejor las áreas del cerebro responsables de esta paradoja y entender qué tan maleables son. Y, lo mejor, demostrarnos con datos más precisos cómo se comporta el elefante en nuestras cabezas.
El conflicto en el cerebro
Landau-Wells en colaboración con Bruneau y Yoel Inbar de la Universidad de Toronto, utilizaron un Resonador Magnético Funcional (fMRI), que permite mostrar en imágenes de las regiones cerebrales que ejecutan una tarea determinada, para analizar cómo un grupo de voluntarios reaccionaba ante grupos de inmigrantes que les generaban rechazo y también ante las políticas diseñadas para esos grupos. La investigación también profundizó en la manera como se elaboran documentos políticos de alto nivel basados en esas percepciones y prejuicios.
“Considere un diálogo entre israelíes y palestinos diseñado para promover una mentalidad más abierta”, explicaba Landau en una entrevista, “Si se pregunta a los participantes: ¿Está abierto de mente?, estarán motivados para decir que sí, porque quieren una buena imagen de sí mismos. Pero eso sólo lo dice la parte de su cerebro a la que tienen acceso. En realidad, pueden no saber en absoluto qué tan abierto o cerrado de mente son. Un resonador magnético sí puede”.
Primero: el otro es tonto
Andy Waytz, de la U. de Northwestern, ha planteado que la deshumanización y humanización son aspectos centrales para entender nuestra capacidad de empatía . El proceso de deshumanización comienza por ver a la otra persona como alguien menos inteligente. Justamente una de las trampas en las que cayeron los colombianos de ambos bandos en las semanas previas al plebiscito. Un comportamiento que puede ser rastreado en prácticamente todos los conflictos en que nos vemos envueltos.
Esa deshumanización parece tener una explicación sencilla relacionada con nuestro cerebro y la percepción de la realidad. “Nunca experimentamos las emociones y pensamientos de los otros tan profundamente como las propias, un proceso que inevitablemente lleva a deshumanizar cuando pensamos en el otro”, ha insistido Waytz.
El enemigo de mi amigo es mi enemigo
La forma como los seres humanos construimos identidades y nos afiliamos a ciertos grupos es también una de las raíces del conflicto y, por lo tanto, de las soluciones para construir la paz en una comunidad.
La psicología experimental ha demostrado ampliamente que las personas tienden a “mentalizar” mucho más a los individuos que perciben como amenazas que a los que pertenecen a grupos que no perciben como competencia. Mentalizar, en psicología, se refiere a interpretar el comportamiento propio o el de otros a través de la atribución de estados mentales basados en nuestras creencias y percepciones.
Linda Tropp, de la Universidad de Massachusetts, en Amherst, cree que en la medida en que alguien se siente parte de un grupo, tiende naturalmente a exagerar las diferencias y crea límites más rígidos con otros grupos.
Una revisión de 515 estudios llevados a cabo entre 1940 y 2000 le demostró a Tropp que a medida que aumenta el contacto directo entre miembros de grupos antagónicos se reducen los prejuicios: “Menos ansiedad y menor sentido de amenaza conduce a menor prejuicio, lo que aumenta la empatía. Porque el prejuicio se basa más en procesos emocionales que en un pensamiento racional”.
Esta sencilla idea ha llevado a organizaciones como la Universidad de San Diego, al Instituto Fred J. Hansen para la Paz Mundial, al Centro de Investigación Agrícola de Palestina y al Centro Peres para la Paz en Israel a trabajar juntos por la paz.
Uno de sus programas, “Cultivos de paz”, intenta poner en contacto a agricultores y empresarios de ambos países con compradores de otras naciones. Mientras Israel ocupa el puesto 19 en el índice de Desarrollo Humano de la ONU, Palestina figura en el 107. Estas organizaciones confían en que una forma de borrar las diferencias, los prejuicios y el conflicto es trabajando juntos por un mismo objetivo.
Un puesto para la religión
En el intento por tender puentes entre las ciencias políticas y las neurociencias, un esfuerzo importante lo han puesto grupos religiosos y espirituales. Entre ellos se destacan los budistas. En 1987, el dalai lama Tenzin Gyatso, junto al abogado Adam Engle y el neurocientífico Francisco Varela, establecieron un diálogo para hacer converger la ciencia y el budismo. Durante casi tres décadas, científicos del cerebro se han reunido periódicamente con monjes budistas para discutir temas como la adicción, la ecología, la ética, la neuroplasticidad, el altruismo, la economía y también las emociones destructivas y el origen del conflicto en nuestras mentes.
“La mejor manera de activar los circuitos de emoción positiva en el cerebro es a través de la generosidad”, argumentó Richard Davidson, fundador del Centro de Investigación de Mentes Saludables en la Universidad de Wisconsin, a través de la revista The Atlantic. “Este es un hallazgo neurocientífico emocionante, porque hay perlas de sabiduría en la tradición contemplativa. El dalai lama con frecuencia habla de esto, que la mejor manera de ser feliz es ser generoso con los demás. Y, de hecho, la evidencia científica muestra que hay cambios sistemáticos en el cerebro que están asociadas con actos de generosidad”.