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“Yo fui a buscar a mi hijo Jonathan hasta una vereda en el Cauca, donde desapareció. Fueron nueve horas de viaje; mi hija menor me acompañó. Como pude, averigüé, y me dijeron que los paramilitares se lo habían llevado porque mi hijo andaba con el DAS, que porque él era el ‘sapo’. Nos fuimos con mi hija hasta donde un tal ‘Pupis’ a preguntarle yo misma dónde estaba Jonathan. Le dije: ‘hágame un favor y me dice dónde está mi hijo porque cómo así que me lo iban a desaparecer’. Él me dijo que lo que a él le pasó fue por ponerse de sapo. Yo le gritaba y le lloraba ahí con mi hija. Él se reía, se burlaba de nosotras y decía que los sapos se mueren, y luego me decía: es que los sapos están por ahí cogiendo café, en cualquier momento le aparece. Yo le preguntaba si mi hijo estaba muerto y me decía “¿para qué quiere saber la mamá del sapo?”, que eso yo nunca lo iba a saber. Yo seguía preguntándoles y ellos nos apuntaban en la cabeza con armas. A mí no me importaba que me mataran, si ya me habían matado a mi hijo que me mataran a mí también. Yo les decía que me lo devolvieran así fuera muerto, que los iba a denunciar, pero ellos se reían y me decían: más se demora en empezar la investigación que nosotros en saber y matar a toda su familia. De todos modos yo les volví a decir lo mismo, pero me respondían ‘la ley está con nosotros’”. Edilia Payán, madre de Jonathan Uzcátegui, desaparecido en 2004 por los paramilitares del Bloque Calima de las Auc en el Cauca.
(Vea la primera parte de este especial aquí: Cicatrices sin sanar: cuerpos y mentes marcadas por la desaparición en Colombia)
La desaparición forzada es una de las formas más crueles de la violencia. Los familiares de quienes un día fueron retenidos y luego desaparecidos, viven sumidos es un sufrimiento permanente al no tener razón de su ser querido. Esta incertidumbre constante, el estrés que conlleva estar sin su familiar, y vivir con una especie de duelo congelado va dejando efectos en la salud mental y física de quienes buscan, en muchos casos, durante décadas y sin éxito.
Toda pérdida implica un nivel de afectación para quien la vive. Cuando se trata de familiares y seres queridos, necesariamente hay dolor y sufrimiento. Pero, en el caso de los desaparecidos, como explica el psicólogo Wilson López, profesor de la Universidad Javeriana y líder del Grupo de Investigación Lazos Sociales y Culturas de Paz, al tratarse de una pérdida que no es clara, los sentimientos de ansiedad, angustia o tristeza se presentan de manera exponencial: “La ansiedad de la pérdida que jamás se cierra es un tema crónico. Hay personas que no han tramitado este dolor y entonces aparecen distorsiones cognitivas en la forma como piensan las cosas, como evalúan las circunstancias, como las recuerdan y pueden reaccionar con tristeza repentina, ira o furia”.
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Vivir con esa herida sin cerrar, y las condiciones de estrés constante que genera, se manifiesta en el cuerpo. “La respuesta natural y fisiológica del organismo ante una situación angustiante es la liberación de adrenalina, pero cuando estas situaciones estresantes toman tiempo y se van haciendo crónicas, el organismo empieza a producir corticoides, que son los que bajan las defensas. El estrés altera todo el equilibrio de la persona y puede favorecer desde enfermedades agudas, hasta enfermedades crónicas”, explica la gastroenteróloga Patricia Álvarez, experta en el tratamiento de enfermedades del tracto gastrointestinal desde el abordaje de la conexión entre la mente y el cuerpo. En palabras de la médica, “se ha visto que el estrés psicológico y el sistema inmunológico tienen defensas recíprocas, es decir que uno actúa en el otro; de esta manera, estados de ansiedad y depresión pueden decantar estados inflamatorios crónicos, lo que predispone a muchas patologías”.
“Desde el día que desapareció mi hijo estoy enferma. A mi me dio cáncer en la matriz. Me dijeron que era por angustia que me había dado, porque yo entré en una depresión muy fuerte, no sabía dónde estaba, no sé cómo sobreviví a todo lo que me sucedió en ese tiempo. No comía, me enfermé mucho, me dio depresión severa y todavía la tengo. Yo ya no pensaba ni en mis hijos, ni en mi marido, ni en nada más sino en Jonathan. Estoy muy enferma, una doctora me dio una incapacidad. Ahí dice que tengo enfermedades múltiples. También me salieron unos granos en la cara, el cuerpo, las piernas, los brazos. Los doctores me dicen que el dolor me salió por la piel”. Edilia Payán, madre de Jonathan Uzcátegui Payán, desaparecido en 2004 por los paramilitares del Bloque Calima en el Cauca.
El estrés constante que provoca un duelo no resuelto se vuelve físico porque, como explica Miguel Ronderos, cardiólogo de la Fundación Cardioinfantil, genera una situación de aumento en el “tono simpático”. “Este es el que nos permite afrontar dificultades, a través de reacciones automáticas de lucha o de huída. Estar sometidos a una tensión psicológica permanente va a generar un aumento en el tono simpático sobre el tono parasimpático, que es el que nos permite descansar”. Por eso, en estas víctimas es común el insomnio y la falta de descanso. “La pérdida de sueño, con el tiempo, facilita el aumento de la tensión arterial, colesterol, triglicéridos, ácido úrico, obesidad, problemas de metabolismo, estados diabéticos o prediabéticos”, complementa Ronderos.
Si esos niveles altos de estrés y ansiedad no se manejan, las víctimas que tienen a sus familiares desaparecidos terminan pasando sus días con una calidad de vida deficiente por cuenta de alguna enfermedad física. “No nos podemos romper y separar la salud mental de la salud física, porque los organismos no pueden vivir permanentemente en condiciones de estrés y ansiedad, pues lo que va a pasar es que seguramente la esperanza de vida de esa persona va a disminuir”, dice López.
“El dolor y el miedo que llevo por dentro por la pérdida de Edgar me ha hecho padecer mucho. En mi casa no puedo hablar con mi esposo o mis hijas sobre mi hijo desaparecido porque ellos se afectan mucho. Entonces, me he guardado todo ese dolor, por eso se me subió la presión y estuve hospitalizada varios días”. Manuela Sidray, madre de Edgar Sierra Sidray, desaparecido en la masacre del 28 de febrero en Barrancabermeja, en la que hubo ocho muertos y dos desaparecidos, perpetrada por las Autodefensas Campesinas de Santander y el sur del César.
En el ámbito emocional, el manejo clínico de las implicaciones de vivir bajo estrés constante se hace más complejo, pues se trata de heridas que no se ven y que muchas veces, quienes las sienten, no saben explicar. Todo esto, además de las secuelas en la salud integral, provoca un desequilibrio duradero en la vida personal y social de estas víctimas, que se enfocan en tratar de encontrar respuestas y no dejar que se olvide el nombre de sus desaparecidos.
La existencia de quienes viven estas pérdidas ambiguas se transforma en una experiencia altamente dolorosa, su modo de vida queda basado en la búsqueda y esa falta de respuestas hace que el duelo, y sus implicaciones físicas y mentales, esté presente de manera constante. “La gente me dice que yo tengo problemas de loquera por lo de mi hijo, y yo les digo que no, que es angustia, dolor, tristeza de haberlo perdido. El psiquiatra me dijo que yo tengo un trauma de estrés por eso. A mí me llevaron al hospital psiquiátrico, me iban a internar, pero no quise porque si me internan no puedo seguir buscando a mi hijo, ¿quién pregunta si no estoy yo para saber qué fue lo que le sucedió?”, relata Edilia.
En el campo de la Psicología se suele trabajar las pérdidas desde la visión del duelo. “En este tema puede haber unos elementos regulares: primero, la negación, que es el ‘esto no me puede estar pasando”; luego la culpa, que es el ‘pude haber hecho algo y no lo hice’; después la ira y la molestia intensa; finalmente, la aceptación del tema”, explica el profesor López. En el caso de los familiares de los desaparecidos, ante la incertidumbre de si están vivos o no, ese ciclo no se puede culminar y entonces el duelo se congela.
Algunas de las personas que han padecido la pérdida de un familiar a causa de una desaparición no encuentran cómo tramitar su dolor y se quedan estancadas en una de las etapas del duelo, comúnmente en la negación. Por ejemplo, la Comisión de la Verdad ha documentado casos como el de una mujer que sigue sirviendo el plato de su hijo desaparecido o el de una madre que lleva muchos años sin salir de su casa porque espera la llamada de su hijo al teléfono fijo, que era el que tenían al momento de su desaparición. Esos rituales de mantener todo en el mismo sitio -porque si se altera aparece la culpa-, mantienen activo el dolor. Muchas de estas víctimas aprender a vivir con la incertidumbre y esto puede empezar a limitar a estas personas que ya no sonríen o disfrutan de espacios sociales, porque la culpa aparece y permanece.
Para los terapeutas es retador el manejo del dolor con familiares de desaparecidos, pues no pueden tratarlo completamente desde el punto de vista del duelo y sus etapas, ya que al no haber certeza sobre la muerte de la persona, la aceptación de la pérdida no se puede dar. “Se hace un duelo sobre algo que ya no está; la vida de esa persona que se fue deja un vacío y el duelo es el proceso de resolver ese vacío”, explica Miguel Gutiérrez, doctor en Psicología, profesor e investigador de la Universidad del Rosario, quien agrega que una forma acertada de los expertos es acompañar a la persona, no pidiéndole que haga un cierre o se despida, sino en la búsqueda de sus propias soluciones.
Esta incapacidad de establecer si el desaparecido está vivo o muerto, además de dificultar el inicio del duelo, genera una frustración que desgasta la salud. El sentimiento profundo de culpa conduce a estados depresivos, así como a la exacerbación de patologías crónicas, al no poder ofrecer ni siquiera un ritual de despedida ante la incógnita sobre la existencia de quien está ausente.”Yo el otro día, cuando fui donde el padre a pagarle una misa a mi hijo, él me dijo que no podía porque como no sabía si estaba muerto, no podía hacerle la misa. Yo necesito que me den un papel o algo para yo poderlo presentar y hacer una misa por mi hijo”, cuenta Edilia.
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No hay una manera estandarizada de intervenir, aseguran los expertos, ni un grupo de protocolos unificados que se puedan aplicar en estas poblaciones que están viviendo el duelo congelado, porque la pérdida no se vive igual desde el punto de vista de una madre, un padre, un niño o entre comunidades culturalmente diferentes entre sí. El dolor también varía de acuerdo a la historia de vida de cada persona, lo que hace que algunas incluso sean más resilientes o cuenten con herramientas que les permitan afrontar la pérdida de maneras distintas. “Se debe trabajar en un escenario multidimensional y diferencial, puesto que cada grupo tiene formas distintas de vivir el duelo, pero lo que sí hay en común es que ese trámite de la pérdida debe darse y el problema con la desaparición es que no se da”, explica López.
No hacer ese trámite implica alteraciones en la manera como se relacionan estas víctimas con su entorno, pues muchos de ellos suelen sentir culpa si continúan con sus proyectos de vida, aún sin saber qué ha pasado con su ser querido. “Con la desaparición, los hogares deben reconfigurarse y establecerse nuevas relaciones. Tenemos que reestructurar, llevarlos a organizar los nuevos roles en esa familia porque, por ejemplo, muchas mujeres quedan como jefas de hogar, entonces hay que ayudarles a reestructurar toda la reorganización del sistema familiar”, dice Nohelia Hewitt Ramírez, doctora en Psicología Clínica y de la Salud y docente de la Universidad de San Buenaventura. Según cifras del Centro Nacional de Memoria Histórica, CNMH, el 85% de los desaparecidos en Colombia son hombres, muchos de ellos tenían el rol de proveedor del hogar.
“Siempre he dicho que nos mataron en vida, porque todo cambió. Al ya no estar mi esposo me tocó tomar el rol de papá de la casa y a mi hija también le tocó cuidar a sus hermanos como una mamá. Prácticamente se criaron solos en la casa. Yo tenía hasta dos o tres trabajos al mismo tiempo, entonces llegaba a las 9 de la noche y a mis hijos los encontraba durmiendo. No tuve la dicha de ver gatear a mi hijo o cuidar al otro, se criaron en las guarderías, mi hija los llevaba y los buscaba a la guardería”. Alix Vélez, esposa de Miguel Cifuentes, desaparecido en la masacre del 18 de febrero en Barrancabermeja, perpetrada por las Autodefensas Campesinas de Santander y el sur del César.
Todos estos sentimientos de tristeza, rabia, ira, decepción, abandono o depresión, además pueden generar o acentuar conflictos a nivel familiar y también comunitario, que llevan a que la persona que está buscando se aísle y se encierre en su dolor. Por eso, explica Hewitt Ramírez, estas intervenciones con víctimas deben hacerse en diferentes niveles: en uno individual, en uno familiar y en uno que facilite la inserción a la comunidad. De esa forma, se intenta involucralos en redes de apoyo que les ayude a recuperar sus proyectos de vida sin que sientan culpa por ello.
En situaciones de violencia derivadas de la guerra, como las que aún se viven en Colombia, la falta de apoyo de las autoridades y la situación económica de quienes buscan, los hace afrontar la ausencia obligada de su ser querido en soledad y con muchas dificultades. Por ello, las redes comunitarias son clave en el tratamiento y ayuda a estas víctimas. Contar con espacios donde se les escucha, entiende y ayuda a enfrentar la injusticia se puede convertir en una forma efectiva de convivir con la desaparición, pero sin sacrificar su calidad de vida, sus proyectos personales y metas.
Un país con dolor emocional que no tiene quién lo trate
“Yo tenía un loro y el loro llamaba a mi hijo. Decía, “Jonathan, Jonathan”, lo aprendió porque yo lloraba mucho y siempre lo nombraba con esas palabras, entonces el lorito empezó a decir así: “Jonathan, Jonathan….”.Un psicólogo me dijo deshágase de ese loro porque lo que hace es llamarlo a él y usted vive más angustiada. También me dijo que cogiera las fotos de mi hijo y las quemara, porque así no iba a tener nada de recuerdos. Yo tuve disgusto con él porque le dije: ‘¿Cómo así?, si es lo único que me queda -las fotos y los recuerdos de mi hijo-, ¿quién me va a quitar los recuerdos de cuando lo tuve en la barriga, cuando lo iba criando? Todo lo que mi hijo hacía… ¿quién me va a quitar esos recuerdos?’, le dije: ‘Nadie, ni la muerte’”. Edilia Payán, madre de Jonathan Uzcátegui, desaparecido en 2004 por los paramilitares del Bloque Calima en el Cauca.
La pretensión de intervenir de un modo estandarizado o con un mismo modelo a estas víctimas ha hecho que muchas de ellas tengan experiencias revictimizantes con sus terapeutas. “La sola idea de sugerirle o de plantearle a una persona que supere en el sentido que deje de esperar a esa persona o que asuma que está muerta, es de una violencia terrible”, dice el doctor Gutiérrez, quien aclara que si en algún momento la víctima guarda o tira las fotos, debe ser por su propia decisión: “No puede pensarse que sea el proceder, que es lo que tienen que hacer familiares de personas desaparecidas para superar su dolor”, asegura.
En Colombia, la atención psicosocial para las víctimas está incluída en la Ley de Víctimas y se presta a través del Programa de Atención Psicosocial a Víctimas (Papsivi), manejado por el Ministerio de Salud. En teoría, el Papsivi ofrece sesiones a nivel individual, familiar y comunitario a las víctimas en el país; una vez termina el programa, las personas pasan a ser atendidas por el sistema de salud (las Empresas Prestadoras de Salud), que deberá reconocer su estatus de víctima y otorgarle una atención diferencial.
Sin embargo, la implementación del programa en algunos casos no ha sido exitosa y las víctimas terminan por abandonarlo sin completar su ciclo de atención. En otros, el problema aparece cuando la responsabilidad del tratamiento llega a la EPS. “Yo llevé a mi hijo porque un día me dijo, ‘mami, ¿para qué vivir?’ Eso me asustó, entonces me mandaron para Bucaramanga a donde un psicólogo que le preguntó a mi hijo que cómo se veía en cinco años y él le respondió que no sabía. Entonces, el doctor me dijo: ‘Señora, ponga a su hijo a estudiar en el SENA algo de pegar tubos porque su hijo no sirve para ser ingeniero’. Eso me destruyó y lo dijo sin saber del dolor de mi hijo. Hoy en dia mi hijo está estudiando ingeniería de sistemas”, cuenta Alix Vélez.
El problema en común, según cuentan las víctimas, es que los profesionales no saben cómo atenderlas y terminan afectándolas aún más. “Hay unas demandas puntuales de poblaciones que necesitan profesionales bien formados para intervenir a nivel emocional y psicológico, pero desafortunadamente no los hay”, asegura Gutiérrez. Precisamente, en un país con un número importante de desaparecidos como Colombia, hay muy pocos programas de especialización o maestría que aborden el tema de la atención a víctimas.
La Universidad de San Buenaventura es la única en el país en ofrecer programas específicos en atención psicosocial a víctimas del conflicto: una Especialización en Atención Psicosocial a Víctimas y Sobrevivientes, y una Especialización en Intervención Psicológica en Situaciones de Crisis. “Tenemos sede en los departamentos de Bolívar, Valle del Cauca, Antioquia y Cundinamarca, en donde atendimos un número grande de víctimas. Por eso, vimos la necesidad que crear programas de formación en donde se estudie sobre la caracterización de la víctima, qué es lo que pasa con ellos y se desarrolle en los psicólogos las habilidades clínicas específicas para atenderlas”, dice la doctora Hewitt Ramírez.
La docente explica que esas habilidades en las que es necesario entrenar a los psicólogos son: “Escucha activa, evaluación e identificación de procesos emocionales, aplicación de estrategias para que las personas puedan desarrollar habilidades de afrontamiento positivo, entre otros”. Pero también, dice, “es importante enseñarles a los psicólogos a crear programas de atención de carácter intersectorial para asegurarse que en todos los sectores a las víctimas se les dé la atención adecuada”.
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Otra falla en la formación en psicología clínica en Colombia, y que afecta directamente la rehabilitación de sus pacientes, tiene que ver con la falta de prácticas en los aspirantes a profesionales. “De 140 programas de psicología que hay en el país, dos o tres que ofrecen educación virtual gradúan el 60% de los psicólogos anualmente, y a ellos no se les exige práctica”, asegura Óscar Utria, miembro de la Asociación Colombiana de Facultades de Psicología (Ascofapsi) y decano de la Facultad de Psicología de la Universidad de San Buenaventura. El experto cuenta que la Asociación ha insistido en que este tipo de atención tan específica no la haga un profesional que solo cuente con el pregrado. “Lo ideal sería que la atención en salud mental sea dada u ofertada por profesionales con posgrado”, dice.
Que el encuentro con una víctima sea la primera consulta en la práctica de un psicólogo es una situación que los perjudica a los dos. Por un lado, el paciente puede sentirse agredido ante la falta de experiencia del terapeuta, y por su parte, el profesional se puede agotar muy rápido si no cuenta con las herramientas para hacer su trabajo.
“Uno va a un psicólogo y sale más mal que como uno entra, porque son unos muchachos que tienen 25 años, y ellos salen más tristes que uno que es la víctima. Había un jovencito y una vez yo fui a una cita con él y se quedaba asombrado de cómo he vivido esto y he podido evolucionar en mi estado sola, sin ninguna ayuda psicosocial”. Manuela Sidray, madre de Edgar Sierra Sidray, desaparecido en la masacre del 28 de febrero en Barrancabermeja, perpetrada por las Autodefensas Campesinas de Santander y el sur del César .
En Colombia, aseguran los docentes, la Psicología es una profesión mal remunerada y poco valorada. Por eso, no hay demanda por especializaciones, y mucho más complicado si tienen que ver con la atención a víctimas, pues además de que ello implica trabajo en regiones apartadas del país, en algunas incluso hay un fuerte resurgimiento de la guerra, donde se pone en riesgo su propia seguridad. “Las tarifas de salud con las cuales el sistema paga a los psicólogos y profesionales son muy bajas, entonces la atención se precariza fácilmente porque nos obliga a tener consultas de 15 o 20 minutos, y eso para una persona con un familiar desaparecido es insuficiente”, señala Utria.
Atender pacientes de forma tan rápida no permite ni un manejo adecuado de lo que este requiere, ni la satisfacción del psicólogo con su trabajo. “Los procesos de duelo patológico que estas personas llevan no se manejan con actividades de pintar, quemar una foto o estrategias que no tienen ningún tipo de evidencia científica. Esto me indica que los profesionales que sugieren estas actividades no han tenido la formación adecuada, no conocen de la evidencia que muestra la literatura que funciona en temas de estrés postraumático y, por lo tanto, se inventan cualquier estrategia que creen que puede funcionar para un tema tan complejo como el que tienen los familiares de los desaparecidos”, concluye Utria.
Otras propuestas de alivio
Desde la desaparición de Yesid en la masacre del 16 de mayo de 1999 en Barrancabermeja, Jaime Peña se ha vuelto un actor activo en su comunidad, hace parte de colectivos de víctimas que como él buscan respuestas y justicia. En su casa, mantiene intacto el cuarto de su hijo porque esa es su manera de guardar su recuerdo, pero también se ha dedicado a contarle a otros su historia. Incluso, algunas pinturas de Yesid, porque él era un artista, han sido expuestas en eventos relacionados con la reconciliación.
Jaime ha podido tramitar su duelo a través de otras estrategias diferentes al apoyo terapéutico psicológico. “No todo el mundo necesita un psicólogo. Uno ve personas que por sus propias disposiciones personales, recursos psicológicos, el entorno o alguna práctica deportiva o artística, por ejemplo, pueden resolverlo. Esto no significa que no le duela la ausencia, pero sale adelante a pesar del sufrimiento y lo resuelve”, dice el profesor Gutiérrez.
Frente a la insuficiencia de la atención estatal, las falencias en la formación de psicólogos, así como la falta de profesionales especializados en atención a víctimas, las organizaciones no gubernamentales (ONG) se han convertido en la gran ayuda y apoyo para estas personas. Por ejemplo, la que ocurre desde la Asociación de Familiares Detenidos Desaparecidos (Asfaddes), quienes durante más de 39 años han brindando acompañamiento y asesoría a miles de familiares de desaparecidos. Para hacer sus intervenciones, esta organización lleva a cabo estrategias que reconocen el entorno, las creencias, los propios mecanismos de las personas y las comunidades para hacer un tratamiento diferencial.
“Nos importa dar un acompañamiento permanente, entonces todos nos volvemos muy cercanos. A la par del apoyo terapéutico, nosotros también vemos a las víctimas como un sujeto político que se debe empoderar para que exija sus derechos. Los acompañamos en todo este proceso”, explica Alejandro Álvarez, psicólogo de Asfaddes.
Si bien, como explica el doctor Gutiérrez, el psicólogo no puede resolver la pregunta de si el desaparecido está vivo o no, si hace un buen acompañamiento terapéutico puede producirle un gran alivio a la víctima. “El tema de la culpa, -el por qué no estuve, por qué lo dejé ir, si me siento mal, porque hoy no pensé en él-, si se hace un buen trabajo sobre eso se produce un alivio enorme, que es en últimas acompañar al otro, ayudarlo a poder descifrar ese universo emocional que se moviliza ahí”, concluye.