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Rodeado y señalado por sus compañeros se encontró José Alarcón Navarro un día de 1994. Le decían que él era el culpable, el revoltoso que no quería que los campesinos prosperaran. Nada tenía que reclamar, antes debía agradecer y hacer lo que todos hacían: bajar la cabeza ante Sor Teresa Gómez, presidenta de la Fundación para la Paz de Córdoba (Funpazcor) y aceptar las decisiones que ella tomara sobre las tierras que le pertenecían a él y que habían sido entregadas cuatro años atrás en medio de la reforma rural inventada por Fidel Castaño en su pantomima de desmovilización paramilitar.
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Ese día desistió de luchar por su pedacito de tierra, decidió que lo mejor que podía hacer era irse. Y ahí dejó parte de sus animales y lo poco que tenía en su casa, que quedaba en la esquina más baja de la parcela. Le ofrecieron plata, pero estaba tan dolido que no la aceptó y se fue. Sin venderla, sin firmar un papel, supo que la tierra ya no era suya.
La finca donde sucedió la historia que recuerda Alarcón, casi 25 años después, se llama Cedro Cocido y queda en la vereda El Tronco, corregimiento Leticia, en zona rural de Montería (Córdoba). Hoy vive ahí, por fin le fue restituido el predio que había sido suyo. Esa parcela, de 1.410 hectáreas, fue adquirida por el grupo que se conoció como “Casa Castaño” en 1985, cuando Fidel empezaba el proyecto de aniquilar la izquierda en Colombia. El mismo año en que se conformaba la Unión Patriótica, el partido político creado a partir del proceso de paz del gobierno de Belisario Betancur con las Farc.
El primero de los hermanos Castaño, que estaba apoyado por Pablo Escobar, estaba poniendo en marcha los primeros grupos paramilitares, que luego serían las Autodefensas de Córdoba y Urabá y que luego se unirían con los demás “paras” para conformar las Autodefensas Unidas de Colombia. Su proyecto de expansión estaba en marcha y se ubicó en la cúspide de la violencia en 1988, cuando se dieron cuenta de que, con la primera elección popular de alcaldes, el poder local podría quedar en manos de esa izquierda que ganaba popularidad. Ese fue el año de las masacres.
Para 1990, cuando todo el país estaba volcado hacia Pablo Escobar, la “Casa Castaño” ya había acumulado tierras, conformado un ejército y se había aliado con el Estado. Fue entonces cuando Fidel, el comandante paramilitar, acordó la desmovilización con el gobierno de César Gaviria. Y le sumó una “reforma rural”, que se trataba de la entrega de 10.000 hectáreas para los campesinos de Córdoba y Urabá que no tenían tierra.
Ahí entraron José Alarcón, Róbinson Roberto Hoyos e Isael Borja, tres cordobeses que recibieron, de las manos de la recién creada Funpazcor, las escrituras de cinco hectáreas de tierra para cada uno. Pero con una salvedad: no podían hacer nada con sus tierras si no tenían permiso de la fundación. Es decir, no se podía vender o hipotecar, según decía el documento. Sin embargo, coinciden los tres campesinos, realmente no se podía siquiera sembrar una mata de yuca.
El acuerdo de palabra era el siguiente: los labriegos ponían su tierra, la fundación ponía el ganado y les pagaba una mensualidad por el arriendo de la tierra. La renta la pagaban a 38 mil pesos para cada uno, pero eso sí, sin derecho a vivir allí, a destinar un terreno para cultivos de pancoger o para criar animales propios.
Fue esto lo que empezó a exigir Alarcón en las asambleas que organizaba Funpazcor. Estas se hacían en el Liceo Villanueva, el colegio que fundó Fidel Castaño en el corregimiento Villanueva de Valencia (Córdoba). “En una asamblea se me vino un personal porque yo reclamé. Yo tuve que quedarme callado, aunque a los 8 días nos midieron un pedazo de tierra, pero en el pedazo más bajo, para que uno no prosperara”, dice.
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Isael Borja también lo recuerda, especialmente el silencio de los campesinos. “Estoy seguro de que aquí a ninguno le pusieron una pistola en la cabeza, pero las agresiones verbales y psicológicas eran más que suficientes, estaba uno atado”, recuerda.
Él se fue tres años después, en 1997, cuando los paramilitares se rearmaron, cuando Fidel Castaño ya había muerto y estaban uniendo a las autodefensas de toda Colombia. En ese momento Sor Teresa, que había sido cuñada de los hermanos Castaño, empezó a sacar a todo el mundo de las tierras. No fue una venta, pues la gente no podía decidir si quería irse o cuánto valía su terreno. Fue un despojo: los citaron, les dijeron que les iban a dar entre tres y cinco millones de pesos y los despacharon sin siquiera firmar un documento.
“Yo me desentendí de eso”, dice Borja. Pero hubo una mujer que no lo hizo. Yolanda Izquierdo empezó a liderar la restitución de tierras en el marco de la Ley de Justicia y Paz, en 2005, en medio de otro proceso de desmovilización, esta vez el de las Autodefensas Unidas de Colombia, que fue liderado por Carlos Castaño, hasta que murió asesinado por orden de su otro hermano, Vicente.
Borja la recuerda. De hecho, dice que asistió a varias reuniones de las que ella organizaba, “pero no creía”, dice refiriéndose a la desconfianza que le generaba el proceso: “fíjese cómo terminó ella”. A Yolanda Izquierdo la asesinaron en enero de 2007 por órdenes de Sor Teresa Gómez, quien está condenada a 40 años de prisión por este crimen.
Otra vez dejaron la cosa quieta, no volvieron a preguntar por las tierras. En 2011, con la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, vieron viable volver al lugar del que habían salido 20 años atrás. En Colombia, según explica Ricardo Sabogal, director de la Unidad de Restitución de Tierras, son 22.000 los casos que quedaron en manos de los jueces.
El sueño de volver al campo
Róbinson Roberto Hoyos no había completado dos años desde que sufrió una isquemia cerebral, una trombosis y, producto de los tratamientos médicos, una úlcera gástrica. No podía caminar, estaba delgadísimo y apenas tenía fuerzas. Aun así, no dudó en postularse para que le restituyeran las cinco hectáreas que había perdido de la misma manera que Alarcón y Borja. Y cuando salió su resolución, a finales de 2013, apenas esperó el nuevo año para volver al predio.
“Él volvió solo. Yo le decía que a qué venía, si no tenía nada que cuidar. Pero él insistió, se hizo un cambuche y vino”, así recuerda Marcolfa Merlano, su esposa, ese primer momento. Y Róbinson también lo recuerda y sonríe porque está totalmente aliviado y porque lograron recuperar su tierrita.
La historia de esta pareja es un poco diferente, ellos no alcanzaron a vivir en Cedro Cocido, pues nunca los dejaron. Marcolfa, por eso, no había sido una mujer del campo, por lo que le dio vueltas y vueltas a la idea de irse a vivir en una vereda con su esposo. Finalmente se decidió y ocho meses después de la partida de Róbinson, ella también dejó la ciudad de Montería.
No se arrepiente ni un momento. Se ríe cuando piensa en todo lo que han conseguido desde entonces: la casa, construida por el Banco Agrario, y sus animales, con los que tiene una conexión especial. A todos les tiene nombres, a sus 22 vacas, a la yegua que monta sin miedo y a su potranco y, por supuesto, a “Carlos Vives”, su ternero criado a mano, cuenta.
El mismo arraigo siente Isael Borja. “Esta es mi pensión”, dice refiriéndose a su finca La Chichigua. ¿Por qué se llama así?, simple: esa parcelita puede significar poca cosa para muchos, “una chichigua”, pero para él lo es todo. Es donde está tranquilo, donde duerme bien.
José Alarcón, por su parte, también lo valora, a pesar de que en el último invierno se le haya inundado el predio. Para él fue el alivio más grande, porque recuerda bien los meses posteriores al despojo y todas las necesidades que tuvo que pasar. “Cuando me fui de aquí, vendí todo para sobrevivir. Entonces, después me metía de madrugada en una finca y les ordeñaba para que me regalaran un poquito de leche. En la mañana tomaba café con leche con la yuca o el plátano que conseguía, la señora hacía un suero ‘atollabuey’ y nos lo comíamos con plátano o arroz, y el pedacito de queso duro lo dejábamos para la tarde”, así relata que se mantuvo su familia durante un tiempo.
Afortunadamente, dice Alarcón, ahora la cosa es muy distinta. Todas estas personas, al igual que 60 campesinos restituidos al predio, ahora son productores de leche. Cada uno tiene sus vacas, sus salas de ordeño y, para todos, un tanque frío para almacenar y conservar el producto. Esto fue entregado por la Embajada de Suecia, la FAO y la Unidad de Restitución de Tierras, como un proyecto productivo que garantice el éxito de la restitución.
No obstante, para poner a andar el proyecto, necesitan servicio de energía permanente, que apenas está empezando a ser instalado, y una buena vía, de modo que la empresa compradora, en este caso la Cooperativa Lechera de Córdoba (Codelac), pueda recoger la leche. En verano es posible, pero cuando empiezan las lluvias ya no se puede entrar a la vereda. Sus justos reclamos están en manos de la Alcaldía de Montería y demás instituciones que deben actuar una vez la Unidad de Restitución de Tierras haga su parte.
Esta vez ya no están condicionados, ahora sí son dueños de su tierra y por eso no paran de gestionar. Ahora están esperanzados en que en su tierra puedan ver crecer a sus nietos. Ahí se quedan.
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