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Por debajo de las balas, las masacres, los desplazamientos y la carnicería del conflicto se tejió, durante mucho tiempo, una disputa alterna que ha enfrentado a quienes resultaron siendo víctimas de grupos armados ilegales y agentes del Estado en lugares a los que muy pocos voltean a mirar. Mientras en unos sitios se mataban hijos y esposos, se violaban mujeres y se despojaban territorios campesinos, en otros, los suelos se llenaban de minas antipersonales para romper las piernas de los enemigos. El éxodo obligado por el cerco de fuego llevó a unos a los territorios de los otros y hoy indígenas y campesinos están en bandos distintos en un pulso por las tierras, a pesar de que son varios los objetivos que los unen.
La situación se ha agravado, sobre todo, con la implementación del Acuerdo de Paz, como ya había sido advertido antes de la firma, pues el Gobierno, en el proceso de poner a andar lo pactado, tendrá que legalizar tierras, demarcar territorios y entregar y adecuar terrenos en los que deberían entrar en operación los proyectos productivos que garantizarán la seguridad alimentaria y la economía en las comunidades que, por ejemplo, entraron a hacer parte del programa de sustitución de cultivos de uso ilícito y han empezado a erradicar desde hace varios meses las plantaciones de coca de sus patios.
Lea la primera entrega: ¿Volver a la coca?: la paz que falta por llegar al suroriente de Colombia
Lo que hoy ocurre es como echar en una licuadora varios ingredientes: necesidades básicas insatisfechas, desplazamientos forzados, zonas de reserva campesinas y zonas de resguardos indígenas. Además se repite una y otra vez en las regiones en las que campesinos e indígenas son vecinos. En el Catatumbo la disputa por los territorios se inició en el 2011, con la intención de la Asociación Campesina del Catatumbo (Ascamcat) de crear su propia zona de reserva. Ahora, cuando el Gobierno se dispone a repartir tierras, han surgido las peticiones de parte y parte.
Al sur del Meta han llegado, por el desplazamiento forzado, miembros del pueblo indígena jiw. La guerra los ha ubicado más cerca de los centros poblados y ese factor ha llevado a los choques entre los campesinos, que piden soluciones para desarrollar sus formas de subsistencias, y los indígenas, que reclaman sus territorios ancestrales. Ambos grupos son conscientes del conflicto y aseguran que no quieren afectarse entre sí, pero es difícil dilucidar quién va a ceder. Desde el resguardo indígena Caño La Sal, Eliseo Castro acepta que hay un enfrentamiento con los que llaman “colonos”. “Hay robo de animales, de gallinas. No es culpa de nosotros, sino de los vecinos que están muy cerca a los resguardos”, dice.
Luis Rodríguez, uno de los médicos tradicionales de los jiw, expresa, con dificultad para hablar el español, que los colonos los han molestado. “Nos han quitado terreno y han frustrado nuestra cultura. Queremos que nos devuelvan las tierras, no queremos más problemas con los campesinos. Queremos vivir libres con los ancestros”, cuenta. Al respecto existe un fallo de tutela para que la Agencia Nacional de Tierras (ANT) lleve a cabo las labores de saneamiento y delimitación del resguardo como territorio colectivo del pueblo indígena jiw, pero, aunque ya transcurrieron los seis meses de plazo que determinó la decisión judicial, aún no se ha hecho la tarea.
“Este pueblo tiene condiciones mínimas de educación y salud, además del problema grave de saneamiento. Lo que debe hacer la ANT es determinar cuántos colonos hay en el resguardo y delimitar los terrenos. Todo debe ser coordinado con las comunidades campesinas, pero el pueblo jiw necesita que lo rodeemos. Viven en condiciones difíciles, sin un puesto de salud, hay más niños que adultos y a ellos, los niños, se les deben dar todas las garantías”, explicó el defensor del Pueblo, Carlos Alfonso Negret.
La situación de conflicto ha llegado a tal punto que las autoridades indígenas han denunciado la instalación de cercas eléctricas en sus territorios y advierten que, además de la dificultad para la movilidad, puede haber un posible despojo territorial. Los indígenas del resguardo Caño La Sal viven en un lugar remoto a donde se llega después de varias horas de recorrido por carreteras destapadas, casi trochas.
Pie de foto: Niños indígenas del resguardo Caño La Sal corren detrás del dron que registra la misión humanitaria en Guaviare y Meta.
Sin gente y sin tierras
Los frutos de una ceiba reciben a las lanchas que arriban a la vereda Puerto Alvira (Meta), conocida en la zona como Caño Jabón, a unas tres horas de recorrido por el río Guaviare desde San José. Tiene comercio a la entrada, pero, en general, es un pueblo en el que solo quedan fantasmas y las casas desocupadas se cuentan por decenas. En lo que en su tiempo fue un bar con tejo quedaron sobre una mesa las botellas vacías y rotas que alguna vez fueron, de verdad, las últimas de la noche. El contraste con sus mejores épocas es abismal, según la historia que cuenta Israel Rodríguez Aguirre, de 63 años, sentado en su bicicleta, en mitad de la calle y bajo un calor de 31 °C.
“Acá llegaban siete y ocho vuelos diarios y camionetas desde Villavicencio. Traían todo y se vendía todo. La droga tenía a este pueblo como un lugar próspero. Pero un día llegaron unos hombres y empezaron a sacar a la gente de las casas y la mataron. Luego quemaron a todo el mundo. Decían que éramos auxiliadores de la guerrilla, que les dijéramos a ellos que nos defendieran. Yo me salvé porque se descuidaron y me cambié de fila”, cuenta Rodríguez, quien se ufana de tener dos casas en medio de un mar de viviendas que ya nadie habita, que ya no son de nadie. Se refiere a la masacre que perpetró un comando de 200 paramilitares el 4 de mayo de 1998, a la cabeza de Manuel de Jesús Pirabán, alias Jorge Pirata, quien seguía órdenes de Carlos y Vicente Castaño, comandantes de las autodefensas.
En la jornada de terror, que duró unas tres horas, fueron degolladas varias personas, a las que luego rociaron con gasolina y les prendieron fuego en uno de los parques en donde hoy los frutos de la ceiba, parecidos a algodones, parecen flotar al ritmo de la brisa, como si se tratara de un lugar de culto donde vuelan los espíritus. A tres cuadras de allí, bajo la sombra de un árbol, la Defensoría instaló, el viernes 5 de abril pasado, la mesa para escuchar a la comunidad. Los campesinos hablan, de nuevo, de los conflictos que tienen con los indígenas. “Queremos llegar a un acuerdo con ellos, porque no queremos más sufrimiento. Aquí ha habido tres desplazamientos, hubo una masacre, no hay vías de penetración ni médicos ni acueducto ni alcantarillado”, relata Julio Escobar, presidente de la Junta de Acción Comunal (JAC) de esa vereda.
A su vez, Presidiano Cifuentes, presidente de la JAC de la vereda Buena Vista, le dice a Carlos Negret, defensor del Pueblo, que lo único que están pidiendo como colonos es que les legalicen los títulos de las tierras porque es la única forma de acceder a créditos para desarrollar proyectos agrícolas. En la misma reunión hay representación de los indígenas. Algunos se han desplazado de vereda en vereda para llegar a todas las reuniones en las que está el defensor del Pueblo y pelear por los territorios en donde se encuentran sus sitios sagrados y en los que viven según sus costumbres.
En la terraza de una casa cercana hay dos miembros de la Guardia Indígena, con sus arcos y sus flechas a las espaldas. A muchos indígenas del resguardo Caño Jabón (pueblo sikuani), ubicado a pocos kilómetros de Puerto Alvira, les toca dormir hoy en la vereda y compartir sus días con los campesinos. Lo que cuenta Juan Carlos Rodríguez, de 20 años y actual gobernador del resguardo, es que no pueden regresar a sus territorios porque las labores de desminado todavía no terminan. Las pretensiones de los indígenas, por supuesto, son de miles de hectáreas, con el argumento de que fueron las tierras que habitaron sus antepasados. No parece haber una solución a la vista y los linderos aún no están claros luego de que el conflicto arrinconara a ambas poblaciones que ahora tienen como primera tarea del día la lucha por su supervivencia.