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“Cuidado, mami, que yo tengo una bala ahí”, dice constantemente Daniela*, una niña de tres años. Lo dice en el hospital de Ocaña, donde está internada desde el 31 de julio por un dolor de estómago. Sus papás se alarmaron y la llevaron. No era para menos: dos días antes había salido de ese mismo centro hospitalario, cuando fue dada de alta luego de que el 22 de julio le practicaran una cirugía de urgencia.
El procedimiento quirúrgico duró unas siete horas. La operación era compleja: una bala de fusil entró por debajo del ombligo, destruyó parte de su colon, su vejiga, su apéndice y su intestino. Luego salió por un glúteo.
Sus papás cuentan que se percataron una hora después. No fue negligencia. Diana (de nueve años), tía de Daniela, fue impactada por la misma bala en su pierna derecha. Diana lloró y sangró, por lo cual la familia que estaba reunida ese domingo se dio cuenta y la sacaron en una moto hacia el casco urbano de Convención. Daniela no lloró, no se quejó siquiera, tenía una pequeña mancha de sangre que pensaron que era de su tía. Una familiar la llevó a orinar y cuando le estaba quitando el pañal se dio cuenta del orificio de la bala.
Cuando empezó el combate, la abuela Trinidad les dio la orden a los niños de que se entraran del patio donde estaban jugando. Diana cogió a su sobrina pequeña, la acercó a sus piernas y caminaron hacia el interior de la casa cuando la bala le impactó el muslo y salió para luego entrar por el abdomen de Daniela.
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Tras percatarse de las heridas de Daniela, la subieron en una moto y cogieron por la trocha que comunica el casco urbano de Convención con la vereda Mesa Rica. Pasaron unos 40 minutos más hasta llegar al puesto de salud del municipio. “Entramos y de una vez la remitieron para Ocaña”, cuenta Yamile, la mamá que suspira dolorosamente en la cama del hospital.
Daniela llegó a Ocaña y entró a cirugía. Estuvo seis días en la unidad de cuidados intensivos y luego hospitalizada hasta el 29 de julio, cuando salió. Pero está otra vez en el hospital, en una sala con cinco niños más, debido a que tiene un coágulo en la vejiga. Está en una cama en la que duerme junto a su mamá, que no la deja sola ni un minuto. Al preguntarle si está comiendo bien en medio de las extensas jornadas de cuidado responde que come lo que deja la niña. La familia asegura que la atención médica que le han brindado a la niña ha sido óptima.
Tras los hechos, 20 miembros de la familia, entre los cuales hay siete niños, salieron de la vereda. Dejaron la finca sola porque el temor se apoderó de ellos. “Nosotros llegamos con los brazos cruzados”, cuenta Yamile. Incluso Daniela no tenía juguetes en el hospital hasta que una señora le dio un dinosaurio de peluche que le llegaba hasta la cintura y no lo quería soltar.
La familia no tiene entre sus planes volver a Mesa Rica. “Los combates son el pan de todos los días”, cuenta Déiver, el papá de Daniela, que tiene 24 años. Relata que cada noche había enfrentamientos entre el Ejército y la guerrilla del Eln. Los militares custodian el oleoducto Caño Limón-Coveñas y el Eln hostiga desde un cerro.
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La comunidad señala al Ejército de ser el responsable de las heridas de las niñas. Argumentan que la distancia a la que se encuentran los militares y el lugar donde se dieron los hechos no deja otra posibilidad. Es tan fuerte el convencimiento de que la bala provino de la Fuerza Pública que un grupo de habitantes del sector fue hasta donde estaban los militares y les reprochó la acción. Rechazan la versión que algunos medios difundieron, según la cual los hechos se dieron en medio de un enfrentamiento entre el Eln y el Epl.
A pesar de que buscamos declaraciones de la Fuerza de Tarea Vulcano del Ejército, no fue posible conocer su versión. Sin embargo, un comunicado de la Policía Nacional del 23 de julio señala que las heridas de Daniela y de Diana se dieron en medio de un enfrentamiento entre el Eln y los Pelusos, que es como el Estado llama al Epl.
Los padres de Daniela están preocupados por las condiciones para la recuperación de la niña. Por su parte, Diana ya corre por las calles del barrio a donde les tocó llegar. En Ocaña están durmiendo ocho personas en dos colchonetas. Las otras 12 duermen en el piso de la casa de un amigo. Según Yamile, los médicos le han dicho que Daniela tiene que estar durante tres meses con una dieta especial que incluye alimentos frescos.
Cuando estaban en la finca, la casa se sostenía del trabajo de ambos esposos en el campo. Déiver iba a jornalear por $40.000 el día y Yamile trabajaba en los cultivos de la casa. Sin embargo, en Ocaña no tienen dónde trabajar ni han tenido tiempo para buscar trabajo, por lo que no saben de dónde van a sacar para comer. También les preocupa la salud mental de Daniela. Afirman que durante la noche da saltos y se despierta. “Está traumatizada por lo que pasó”, enfatiza Déiver.
“El Estado no nos ha dado nada”, denuncia el papá de la niña. Dice que desde que llegaron no han contado con ayuda estatal. Los días que llevan en Ocaña han logrado sobrevivir gracias a la solidaridad de vecinos que les dan alimentos y les prestan enseres. Incluso, en la tarde del jueves uno de los niños más pequeños, de tres años, recibió de parte de una vecina un juguete que ella se había encontrado. Estaba maltrecho, pero el niño lo recibió con satisfacción. Otra preocupación pasa por la educación. Ninguno de los siete niños que llegaron está yendo al colegio.
La Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas le entregó una carta al secretario de Gobierno de Ocaña, Juan Pablo Bacca, pidiéndole “atención humanitaria, psicosocial y escolarización” para tres familias desplazadas en ese municipio, entre las cuales se encuentra la de Daniela y Diana. Al ser consultado por la falta de atención a la población desplazada, el funcionario argumenta que desde marzo han llegado unas 4.000 personas desplazadas y que el municipio vio desbordada su capacidad. Dice que desde mayo le habían advertido al departamento y a la nación que esa situación se iba a dar.
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Bacca cuenta que, en una reunión que sostuvieron el 6 de agosto, la administración local se comprometió a atender a las tres familias a las que se refiere la misiva. Dijo que Jéssica Marcela Ibáñez, coordinadora de víctimas de Ocaña, tenía la labor de llamarlas esta semana para dar inicio a la atención. Sin embargo, al hablar con dos de ellas afirmaron que no habían sido contactadas antes del viernes.
Cuando estábamos hablando con la familia de Daniela, una enfermera se percató del trabajo periodístico que estábamos realizando, se acercó y nos preguntó: “¿Cómo ven la situación de nuestra región?”, y agregó: “Esto nos toca a nosotros todos los días”. Después, en un pasillo, le pedí que hiciéramos una entrevista, y con los ojos aguados me dijo: “Hoy no, no voy a poder. Estoy muy sensible”. El dolor de la enfermera sumado a las lágrimas y los suspiros de Yamile, sentada en la camilla donde está Daniela, son la muestra del impacto que tiene la guerra en los niños y las familias del Catatumbo.
***
Ella está al frente de un pequeño pero ruidoso televisor. Ve muñecos animados, aunque dice que ya los ha visto “casi todos”. Tiene un protuberante pedazo de gasa en su brazo izquierdo. Vio cómo explotó una granada y cientos de balas llovieron sobre su casa. Ella es una niña colombiana, de la región del Catatumbo (Norte de Santander). A sus 12 años, no se puede agachar para buscar su chancleta rosada, por las heridas que tiene. Una bala atravesó su abdomen, le afectó un pulmón y el bazo. Esquirlas impactaron su brazo y una de sus piernas.
La mañana más terrorífica que su familia haya vivido se dio el 11 de julio del 2018. José Rivera se levantó, como siempre, antes de las seis de la mañana. Se sirvió su café y caminó hasta el alto donde le gustaba tomárselo acompañado con un cigarrillo y el paisaje del Catatumbo, al cual había llegado 13 meses atrás. “Nos fuimos porque pensábamos en la tranquilidad de vivir en el campo”, dice José.
Vio que afuera de la casa había dos hombres del Eln que saludaban a Mariela, su esposa, pues en la zona merodea esa guerrilla. Volvió la mirada y vio un grupo de unos 30 uniformados con el pecho en tierra y fusiles. Bajó y les preguntó a los guerrilleros que estaban en su casa si había un grupo de ellos hacia el otro lado, a lo que le respondieron que no. “Entonces ahí vienen los otros”, les dijo asustado. “Me hacen el favor y se van de acá porque nos van a hacer matar”, los increpó.
Los dos hombres intentaron huir, pero no pudieron hacerlo y se devolvieron a la casa. José, Mariela y la niña se aprestaron a salir corriendo ante la inminencia del combate. Sin embargo, los integrantes del Eln se lo impidieron argumentando que iban a quedar en el fuego cruzado. Fue cuando empezaron las detonaciones y el ametrallamiento.
José vio caer una granada en una canasta de ropa. Detonó. “Si no hubiera caído ahí…”, dice Mariela. Tras la explosión empezó a ver sangre. “Yo escuchaba que mi niña gritaba lejos”, relata ella, a quien el dolor no le permite hablar sin hacer largas pausas, suspiros. Fue cuando empezó a ver sangre en la casa. Ella se percató de que también estaba herida: una bala atravesó su muslo y otra destruyó su tibia. “El cirujano me dijo que fue una bala explosiva”, dice.
José tenía su celular en un bolsillo, pero no podía marcar debido a que tenía a la niña ensangrentada entre sus brazos. Logró alcanzárselo a Mariela. Llamó a un vecino que les contó a otros campesinos del sector lo que estaba sucediendo. En ese momento los integrantes del Epl entraron a la casa y les dijeron que iban a pagar los daños hechos. Esa organización armada y el Eln sostienen una guerra a muerte desde el 14 de marzo en la región.
Los vecinos de la vereda empezaron a organizarse para ir por la familia herida. Llegaron hasta el corregimiento de San Pablo, en Teorama, a pedir la compañía de algunos pobladores y ayuda. En ese momento había un equipo médico de la Cruz Roja en el lugar, y un grupo de unos 50 campesinos, con miembros de las juntas de acción comunal, emprendieron camino hacia la finca. Mientras tanto, llegaron refuerzos del Eln para sacar a los integrantes del Epl de la finca. Volvieron a combatir y les dijeron que iban a estar bien porque ya habían llegado ellos.
La finca donde estaban queda a una hora a pie de la carretera más cercana. Eso sumado a la hora que hay de San Pablo hasta Vijagual. El grupo de ayuda iba con banderas blancas y encontraron un cerco del Eln; les comentaron que había heridos en la zona y necesitaban sacarlos, pero los subversivos los desmintieron. Sin embargo, ante la insistencia de los integrantes de la caravana los dejaron seguir.
José también estaba herido, tuvo siete impactos de esquirlas. A pesar de las heridas, Mariela habla sobre la preocupación en ese momento. “Lo importante era la niña”, enfatiza. Llegaron hasta San Pablo, de donde fueron remitidas al hospital de Ocaña. La niña entró a cirugía inmediatamente.
Mariela luchó por ser atendida. Cuando recuerda el dolor que sintió no habla, exclama. Estuvo 12 días en una camilla sin que le realizaran los procedimientos que necesitaba. “La cirugía no la cubre la EPS”, le dijeron a la familia que había salido de su casa apenas con lo que tenían puesto. José interpuso una tutela. “Ahí sí fue rapidito”, cuenta.
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Las ganas y la esperanza de volver son nulas. Un amigo de José fue días después a la finca para echarles comida a unas gallinas. Encontró que miembros del Eln pernoctaban en el lugar; le dijeron que se habían comido algunas aves, pero que se las pagarían a la familia. El hombre hizo la diligencia rápido y se devolvió para salir. Le dijeron: “Váyase derechito por el camino sin desviarse porque está minado a lado y lado”. “Si voy ni siquiera puedo ir por un palo de leña porque la finca está minada”, reprocha José. Los animales de la finca no tienen quién los cuide.
En medio del desplazamiento que sufrieron les preocupa su salud mental, por los hechos que tuvieron que vivir. Tanto José como Mariela afirman necesitar atención psicológica. Ellos dicen tener miedo todo el tiempo. “A veces caen piedritas sobre las tejas y nosotros ahí mismo quedamos asustados”. Cuentan que a la niña le pasa igual.
Denuncian que la atención estatal ha sido nula. Lograron arrendar una casa con una plata que les dio la Cruz Roja, comen de lo que solidariamente les brindan sus conocidos y vecinos, y en el lavaplatos tienen varios desechables a los cuales José les dice, entre risas, “nuestra vajilla”. El miércoles, José sólo contaba con $18.000 y no tiene de dónde sacar más recursos porque dedica sus días y sus noches a cuidar a Mariela y a la niña.
Su caso también estaba consignado en la misiva que la ONU le envió a la administración distrital. José dice que el viernes fue a la Alcaldía y habló con un funcionario. Llegó a la entidad porque tenía que hacer una diligencia en el mismo edificio y aprovechó para ir. Sin embargo, al preguntarle si la entidad se contactó con él dice: “Si uno se queda esperando a que lo llamen se muere de hambre”.
Ella ve televisión junto a su mamá. Encima del televisor están las pastillas que deben tomar ambas. A ella va a venir a recogerla su papá para llevarla a una cita a Cúcuta, ubicada a cuatro horas de Ocaña. Ellas no quieren volver al campo. José tampoco. Se fueron buscando tranquilidad y se les atravesó la guerra.
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Pedidos de diálogo
Todas las personas que están citadas en este artículo le piden al presidente Iván Duque que pare la guerra en el Catatumbo. En la región hacen presencia la Fuerza Pública, una disidencia del frente 33 de las Farc, el Eln y el Epl. Desde el 14 de marzo, las dos últimas organizaciones armadas están en una guerra que ha agravado la situación de derechos humanos. Los municipios más afectados han sido Teorama, San Calixto y Hacarí.
El pasado jueves se conoció un pronunciamiento de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en el que condena la masacre de El Tarra, ocurrida el 30 de julio. En el hecho perdieron la vida 10 personas en pleno casco urbano de ese municipio.
“Con una intervención militar habría más muertos”, opina José, quien hace un notorio esfuerzo por no llorar. “Le pedimos al presidente que dialogue con los grupos armados”, dice Mariela, tendida en la cama con su pierna estirada. “Siempre los que más sufren en medio de la guerra son los niños”, concluye Trinidad, quien ha vivido más de cinco décadas en una región en la cual ni ella ni sus nietos han conocido la paz.