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Cuando Mayerly Díaz estaba pequeña, de apenas cuatro años, se la pasaba pegada a su papá, un hombre de 47 años. Lo perseguía por toda la casa, que él caminaba a tientas, y se quedaba a su lado. Incluso, ese año y el siguiente ella no fue a la escuela, porque sentía, a esa edad, que él la necesitaba, y su madre también lo pensaba así. Jorge, el padre, por el contrario, no quería nada de lo que había alrededor. La vida para él, desde que perdió la visión, estaba de más. Maye, como le dicen sus seres queridos, recuerda que su padre todos los días decía que se quería morir, que mejor se hubiera muerto en ese accidente con una mina antipersonal el 26 de enero 2006, en el que además un amigo perdió la audición y a otro se le afectaron las piernas, mientras andaban por una vereda de Samaniego (Nariño).
Ese año Mayerly se lo pasó escondiendo cualquier objeto con el que su padre pudiera hacerse daño.
Pero antes la vida fue muy distinta. Jorge Elías Díaz era negociante de ganado y agricultor. Tuvo siete hijos con su esposa Graciela Hernández, que, como él, quisieron el campo. Cultivaba café, maíz, fríjol y, a veces, papa. Sus hijos mayores trabajaban el campo y se fueron yendo de la casa. Las menores, que tenían 15, 14 y 4 años en 2006, también cultivaban, pero ahí en la finca, que queda a unos 40 minutos subiendo las empinadas montañas de Samaniego. Las mujeres se quedaban en la casa y los hombres trabajaban afuera y proveían el hogar, especialmente el padre.
Por eso, cuando Mayerly habla de ese año y de los que vinieron, en lo primero que piensa es en la desprotección absoluta, en el reto que asumió su madre, y ellas, como cuidadoras y proveedoras. Porque la verdad es que nunca se imaginaron que la vida que llevaban podía cambiar. De hecho, cuando ocurrió el accidente, Maye estaba pegada a las piernas de su madre y escucharon una explosión a lo lejos. Y ya se imaginaban qué había pasado, porque en Samaniego desde 2004 se empezaron a registrar víctimas de minas antipersonales. Ese año fue una. En 2005, tres. Y en 2006, 18. Y siguieron aumentando hasta 2009, según el Registro Único de Víctimas.
Samaniego (Nariño) está entre montañas, a 117 kilómetros al occidente de Pasto.
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“¿Quién pobre caería en ese artefacto?”, fue la frase que pronunció Graciela al escuchar el estruendo. “Y ese pobre había sido mi padre”, dice Mayerly. En medio de un aguacero lograron sacar a Jorge Elías de la vereda y llevarlo al pueblo, pero en el traslado a Cali para intentar salvarle la vista que habían afectado las esquirlas de la mina, ya no hubo nada que hacer. Sus compañeros, también afectados por el accidente, sí se fueron recuperando.
En Samaniego hubo presencia fuerte de guerrillas como las Farc y el Eln. En combates entre estos actores se plantaron minas. Luego, a partir de 2002, con la entrada de la política de Seguridad Democrática, el Ejército ingresó a lugares donde nunca había estado. Y también se registró incursión paramilitar. En medio de este contexto complejo se presentaron confinamientos en veredas y corregimientos enteros, lo que obligó a la población a moverse por otros caminos que presentaron nuevos accidentes con minas.
Mayerly, ya como una mujer de 18 años, que se reconoce enteramente campesina, hace el relato de su memoria desde otro lugar. La niña que decidió cuidar a su padre sigue con ella, pero ahora lo hace desde la prevención y el trabajo con las comunidades. Su fuerza, dice, viene de su familia. Su madre las sacó adelante sola, y su padre, poco más de un año después del accidente, salió de la casa. Se asomó a la cumbrera, tocó el pasto y reclamó. ¿Cómo así que ese monte estaba tan alto? ¿Cómo estaría entonces el ganado? Y poco a poco empezó a salir más. Mandó a hacer una pala pequeña y le adaptó un mango corto, porque así podía agacharse y trabajar.
“El volver de él al campo, tocar la tierra, volver a los animales, volver al río, fue como la curación para lo que a nosotros nos estaba pasando, tanto como familia como para él”, dice Mayerly. En medio de su recuperación y del proceso de volver a confiar en la tierra, junto con Porfidio Andrade y otros sobrevivientes de minas antipersonales, fundó la Asociación de Sobrevivientes de Map, Mse y Aei de la región (Asov-Abades). Eso es, minas antipersonales, municiones sin explotar y artefactos explosivos improvisados, respectivamente. Desde entonces, esta organización ha dado apoyo y orientación a las víctimas de estos accidentes en los municipios de Samaniego, Santacruz y Providencia, que es la región Abades, pero también tienen asociados en los municipios de La Llanada y Los Andes. Por este trabajo, el pasado 5 de diciembre ganaron el Premio Camina, que otorgan las embajadas de Bélgica y Canadá, junto con la Campaña Colombiana contra Minas, con el apoyo de Reconciliación Colombia y Gran Tierra Energy.
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Por la prevención
El año pasado Mayerly cumplió la mayoría de edad, justo antes de que la Asociación empezara a implementar un proyecto de prevención de accidentes de minas antipersonales. Estaba cursando los grados sexto y séptimo en jornada sabatina, a pesar de sus padres, que no querían que ella estudiara. ¿Para qué le va a servir eso en el campo?, le preguntaban. Aun así continuó por su cuenta, bajando al pueblo cada fin de semana. Un trayecto que, ida y vuelta, cuesta $60.000. Quedó incluida en el proceso, firmó el contrato con su nueva cédula y se dispuso a ser la coordinadora del proyecto de educación para el riesgo de minas antipersonales de un municipio. Le tocó Policarpa, el cuarto en Nariño con más reportes de accidentes con minas, asentado en la cordillera.
Recuerda que tenía miedo. Policarpa está al menos a nueve horas de camino de Samaniego, viajaba con uno de sus compañeros en condición de discapacidad y tenía que enfrentarse a un público adulto, o infantil, teniendo apenas 18 años.
“Fue un poquito duro, pero llegaba a una comunidad y por la edad mía me quedaban viendo. Iba con mis compañeros con discapacidad a mostrarles, a veces me dejaban sin voz, los niños se reían. Cuando mostrábamos la discapacidad, contábamos las historias, que siempre fueron fundamentales, dando lo mejor de nosotros. Empecé a manejar mejor el público, llegaba a las comunidades y me contaban historias, hechos que habían pasado. Policarpa es un municipio muy afectado, eso me llenaba y me daba más confianza”.
El proyecto buscaba prevenir los accidentes de minas a través de la educación. Explicaban, por ejemplo, que no debían ir por caminos pocos transitados donde antes hubiera combates o actores armados, que acortar camino para evitar confinamientos no era una práctica segura, o que donde hay una mina, hay otras. Para eso era vital, como lo dice, ir acompañada de alguno de sus compañeros con alguna condición de discapacidad.
Por ejemplo, Jesús Albeiro Urbano, sentado en su silla de ruedas, explicaba qué le pasó. Como cuando tenía 27 años, el 3 de julio de 2014, que fue a cortar unas guaduas cerca del río Mira, zona rural de Tumaco, cruzando caminos donde había habido acciones de erradicación de coca por parte del Ejército, lugares donde los actores armados ilegales sembraron minas estratégicamente para evitar estos operativos. Contaba cómo quedó tirado en el piso, el dolor y la pérdida de sus piernas, pero también la capacidad de recuperarse, retomar el estudio, graduarse de bachiller y empezar su primer semestre de administración pública territorial.
O la historia de Christian Melo, el representante legal de la Asociación, que por acortar camino a causa de un confinamiento en su corregimiento, tomó otra ruta y perdió sus ojos cuando tenía 16 años. También el relato de cómo está a punto de terminar una licenciatura en ciencias sociales en la Universidad de Nariño.
Porfirio Andrade, uno de los fundadores de la Asociación, junto con el padre de Mayerly, dice que utilizan esta estrategia porque en las comunidades rurales no le creen a un hombre encorbatado de Bogotá que va a explicarles cómo prevenir accidentes, cuando él nunca ha estado cerca de una mina ni ha trabajado el campo. En cambio, si van los sobrevivientes del mismo territorio y las víctimas indirectas, el mensaje sobre la seriedad del tema queda claro.
Durante ese proceso, que duró todo el segundo semestre de 2019, Mayerly tuvo que faltar algunas veces a clase el domingo, porque necesitaba todo el día para viajar a comunidades a varias horas del casco urbano de Policarpa. Sin embargo, nada de eso lo cuenta como si no quisiera repetirlo. Al contrario, ahí comprobó que lo que ella quería era servirle a la comunidad.
En Samaniego hay 45 sobrevivientes de minas que luchan por prevenir más accidentes.
(Vea: 'El Eln y el Clan del Golfo están instalando minas antipersonales': Miguel Ceballos)
Todo lo que hay por hacer
Después de que una persona es afectada por una mina antipersonal, no es solo el individuo el que sufre trastornos en su vida. En Asov-Abades son claros cuando hablan de núcleos familiares y no de víctimas directas solamente. Las familias y los sobrevivientes deben gestionar desde atención en salud y prótesis, hasta ayuda humanitaria o pensión.
Mayerly, por ejemplo, desde que tenía 15 años empezó a gestionar la ayuda humanitaria para su padre. Terminó por conocer al derecho y al revés las leyes, los documentos necesarios para lograr la pensión y a las personas y funcionarios a los que podía acudir. Llevó y trajo a Jorge hasta Pasto varias veces, aun cuando él no quería, porque desde que perdió la visión se marea en los carros. Después de más de un año de bregar, lo logró. Ahora cada mes baja al pueblo con su padre para reclamar el salario mínimo que le corresponde.
Porfidio Andrade dice que los retos son gigantes y que uno de los más grandes es que las instituciones confíen en las víctimas y sobrevivientes, como lo hicieron con el proyecto de prevención en el riesgo. De esa manera, además de tener un gran impacto en las comunidades, pueden garantizar la sostenibilidad económica de los sobrevivientes y sus familias. También Christian Melo dice que es necesario que la sociedad deje de discriminar y poner barreras para la inclusión.
Esas, coinciden todos, no existen si hay apoyo. Jorge, el papá de Mayerly, por ejemplo, volvió a trabajar el campo. Se mueve en su finca como si viera todo. De hecho, repite convencido: “Ya estoy igual que antes”. Usa su sombrero todos los días, por aquello del frío y del sol, y sigue cultivando. Su hija también sigue siendo una mujer campesina, tiene un cultivo de lulos que ya dio su primera cosecha. Se mueve con agilidad por la montaña usando sus tenis de tela y camina con su padre entre los cultivos. Dice con seguridad que detrás de su padre, un ejemplo para la vereda, siempre estará ella, su hija de 18 años que desde los cuatro lo ha cuidado.