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El río Atrato corre paralelo a la frontera entre Chocó y Antioquia. Es, como lo ha dicho la Corte Constitucional en un histórico fallo, un “sujeto de derecho”. Una arteria viva de la historia de Colombia. Por este rincón, en el que se besan los océanos Atlántico y Pacífico, entraron los españoles al continente. Sus selvas refugiaron a los esclavos y enemigos del orden colonial. Por eso prohibieron su navegación y negaron su existencia por siglos.
Lea la primera parte de este reportaje: Atrato abajo, la arteria de la guerra
La guerras civiles del siglo XIX pasaron por sus aguas torrentosas y en esa batalla se perdió Panamá. Luego llegó el actual conflicto armado y hace un año y un mes, las Farc dejaron sus armas. Pero lejos de ser un alivio para las sufridas comunidades que habitan a lado y lado del río, se vive una alarmante pobreza, se transpira el miedo que ha antecedido el correr de la sangre, y su gente pide a gritos atención.
Así lo ha visto la Defensoría del Pueblo, que ha elevado alertas tempranas por riesgo de inminencia en los 30 municipios que componen el Chocó. La salida de las Farc del territorio ha significado el comienzo de una nueva guerra. El Eln, que aunque fue la primer guerrilla en llegar a estas selvas nunca tuvo mayor dominio, ha venido expandiendo su poder, y desde el San Juan avanza sobre las comunidades del bajo Atrato.
Las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC), que heredaron las rutas, los mandos y las armas del paramilitarismo, también quiere su parte del botín y han lanzado tres avanzadas militares: una en el Baudó, otra en el San Juan y una tercera en el Atrato. El resultado es dramático para la gente: amenazas, asesinatos, desplazamientos, confinamientos, siembra de minas antipersonal, reclutamiento forzado, extorsión y violencia sexual. Es decir, todas las formas de la guerra.
De Vidrí a Vigía del Fuerte, donde su ubican los cascos urbanos de Bellavista —la nueva y la vieja—, se gastan unas cuatro horas. Del Arquía se sale al Atrato, se pasa por Tagachí, El Tigre o La Boba, rumbo norte hacia la desembocadura del río Bojayá. Vigía y Bellavista fueron el epicentro de la guerra entre las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc) y las Farc, que se selló con uno de los crímenes más atroces del conflicto: el asesinato de 120 personas, de las cuales 75 eran niños, en la iglesia de Bojayá, el 2 de mayo de 2002.
La guerrilla asediaba a los paramilitares, que se apertrecharon en las casas de la gente. El combate arrancó en la mañana y se prolongó por un par de días. El sacerdote del pueblo quiso proteger a un grupo de niños, mujeres y ancianos, pero un cilindro lanzado por las Farc cayó en el techo de la iglesia. Por eso, en uno de los primeros actos de responsabilidad que hicieron las Farc tras la firma del Acuerdo de Paz, Pastor Alape lloró ante varios de los sobrevientes y muchos de los que perdieron a sus familiares, pidiéndoles perdón.
La gente abandonó el pueblo y fundó Bellavista la Nueva y, administrativamente, se trasladó del abandonado Chocó a la pujante Antioquia. En ese momento el país descubrió que existía Bojayá —aunque propiamente el lugar de la masacre es Bellavista—. Las organizaciones de derechos humanos pusieron sus ojos allí y ello atrajo una importante ayuda que sirvió para reconstruir el pueblo. Además, con la Ley de Víctimas y el proceso de paz con las Farc, la comunidad hizo conciencia de su condición de sobreviviente y que tienen derecho a la reparación. Pero el proceso no marcha a buen paso y uno de los reclamos más sentidos de las víctimas es que no se ven avances en esa reparación colectiva.
Lea: “La gente tiene miedo de que vuelvan a bombardear”: líder indígena de Chocó
El Gobierno les incumple las citas, las indemnizaciones individuales son gota a gota y la cooperación internacional se ha estado yendo. Otro reclamo que tiene que ver con esto es con el funcionamiento del Banco Agrario. “Antes teníamos banco, pero con la guerra se lo llevaron. Funciona una sucursal que es caja menor de la Alcaldía y allí la gente no puede reclamar sus pensiones, ni los subsidios, ni las indemnizaciones. Toca ir hasta Quibdó, en pasajes se nos van $160.000 y muchas veces lo que se va a reclamar son $200.000. No vale la pena”, expresa Temístocles, uno de los habitantes del pueblo.
Aún así, es uno de los municipios con mejores condiciones de los de la zona de influencia del Atrato. Hay comercio, el agua no les da al cuello y han logrado construir un reclamo como comunidad. Pero la vida tampoco es fácil allí. Les deben la conexión eléctrica desde 2008, cuando el entonces presidente Álvaro Uribe llegó y juró que la pondría antes de julio.
Con argumentos técnicos, siempre proclives a la corrupción, se decidió comprar unas ruidosas plantas eléctricas que funcionan con acpm. El pueblo vibra con el rugido sostenido del progreso. De manera que, cuando hay silencio, es que se acabó la gasolina, y cuando la hay, los potentes equipos de sonido y la máquina que trajo el siglo XXI lo abarcan todo.
A la gente el ruido no le molesta, les fastidia que en estos tiempos la luz se vaya continuamente, que la tengan determinadas horas al día, que los funcionarios públicos vendan la gasolina como si fuera un negocio particular, que le empresa operadora —Ipse— no responda por los daños. Por ejemplo, en estos momentos llevan desde el 29 de diciembre sin luz. Tampoco funciona el acueducto. Las bombas se dañaron y funcionan con las de la electricidad. Si no hay luz, tampoco agua.
“A pesar de que todo el mundo habla de este municipio, seguimos olvidados. Nuestros jóvenes, por falta de trabajo y educación superior, se están metiendo a la droga, a consumir y trabajar con la coca, o se van para el Eln o los ‘paras’ que se disputan el control de la población desde la cuenca del río Pogadó. Tenemos una población de cerca de 12.000 personas, el 45% son comunidades indígenas que están en 10 resguardos. Así que imagínese, si así estamos en el casco urbano, cómo será en el área rural”, detalla un miembro de la administración local. Sobre los ríos Murrí y Arquía, la Defensoría del Pueblo ha identificado minería ilegal, corredores de tráfico de droga y graves problemas causados por las inundaciones.
Pobreza y política en Murindó
De Vigía del Fuerte a Murindó hay cerca de dos horas bajando por el Atrato. Es el Medio Atrato, donde la minería y la explotación de maderas finas ha atraído a propios y extraños desde hace décadas. Murindó tiene poco más de 5.000 habitantes, las calles y casas están construidas sobre andamios a dos metros de la ganancia del río. La basura se amontona entre la vegetación sumergida, las aguas se estancan y la pobreza resalta. El municipio se lo disputan Antioquia y el Chocó, por lo que en estas épocas de votos, los candidatos se acuerdan de este rincón.
Un grupo de 10 niños recorre las calles con publicidad política de distintos partidos y aspirantes al Congreso. Las coleccionan para luego utilizarlas como un juego de cartas. Los más grandes pegan afiches de los candidatos: Sofía Gaviria, Germán Vargas Lleras, Horacio Gallón, del Partido Conservador. La política convertida en un juego de niños. “En Murindó hay más candidatos que habitantes”, señala con picardía un líder que fue alcalde hace más de una década.
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Murindó, como casi todo el Chocó, apareció en el mapa de Colombia tras una tragedia. Entre el 17 y el 19 de octubre de 1992, dos terremotos destruyeron el 80% de los palafitos que componían el pueblo. La gente se desplazó y “transitoriamente” se estableció un asentamiento en lo que fue el campamento de Maderas del Darién, una compañía maderera que llegó hacia 1940 a saquear la selva. El pueblo es aserrador y desde 2010 empezó a moverse con fuerza la coca.
“Aquí el conflicto ha sido bravo desde finales de los 70, cuando aparecieron las Farc. Las Auc llegaron en el 97 con la Operación Génesis, comandada por el general (r) Rito Alejo del Río, de la mano con Fredy Rendón Herrera, alias el Alemán. Tras la desmovilización de las autodefensas, parte de sus milicianos se transformaron en los Gaitanistas. En la mitad del proceso de paz con las Farc, hace como dos o tres años, empezó a entrar el Eln. Todos han venido detrás de la coca”, agrega el exalcalde.
A la población de Murindó le ha tocado el fuego cruzado. Los asesinatos y amenazas de líderes sociales por parte de las guerrillas y los paramilitares han sido una constante. La participación de la Fuerza Pública en los negocios y la guerra les ha quitado la confianza en el Estado. La coca hoy no sólo se siembra allí, sino que se procesa para convertirla en base y pasarla hacia Panamá, la Defensoría del Pueblo ha identificado 500 hectáreas sembradas en este territorio.
El colegio se pudre sobre las aguas negras, el parque para que jueguen los niños son unas ruinas sin columpios, ni rodaderos, ni nada. El hospital está metido en un charco y tuvieron que levantar el piso con tablones. A los médicos no les pagan. “Le da a uno más miedo ir al hospital que morirse de lo que le duele”, se queja otro murindeño indignado. Es la cara del Chocó olvidado y pobre. Los pueblos afros e indígenas que se refugiaron en estas selvas quedan perfectamente ilustrados en Murindó. Y su gente espera desde hace más de 20 años la reubicación de la cabecera municipal, a ver si así pueden sacar la cabeza de las fangosas aguas donde la guerra y la naturaleza los dejó.