Excombatientes de Farc en La Julia (Meta) buscan una vivienda digna

Un grupo de 60 excombatientes salieron del espacio territorial de Colinas en el Guaviare y se asentaron en la Uribe, Meta, buscando a sus familias y un terreno donde desarrollar su vocación campesina. Piden al Gobierno que les compre un predio de 36 hectáreas y un programa de vivienda.

Gloria Castrillón / @glocastri
28 de mayo de 2018 - 11:00 a. m.
Gladys tiene 37 años, espera su segundo hijo, pero el primero después de dejar las armas.  / Cristian Garavito
Gladys tiene 37 años, espera su segundo hijo, pero el primero después de dejar las armas. / Cristian Garavito
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Cuenta la historia que en enero de 1989 debía llegar a Colombia un cargamento de armas desde Kingston, capital de Jamaica. Los compradores se habían hecho pasar por funcionarios del Ministerio de Defensa colombiano y habían logrado engañar al gobierno de Portugal para comprar mil fusiles, 250 ametralladoras, 10 morteros y 600 granadas, entre otros pertrechos. En su momento, semejante arsenal costaba cerca de US$4 millones. La operación debía culminar con el aterrizaje de un avión DC-6 en una pista ubicada en el departamento del Meta, donde un grupo de guerrilleros de las Farc (destinatario final) esperaban las armas.

El avión nunca llegó. Los tres guerrilleros encargados de cargarlo con las armas fueron capturados en un hotel de Kingston antes de lograr su objetivo, mientras Jacobo Arenas, su jefe, negaba en Colombia la autoría de las Farc en semejante “novelón”. Hoy, 29 años después, dos cabos de esta historia siguen vigentes: uno de los capturados en Jamaica fue Hernán Darío Velásquez, más conocido como el Paisa, jefe de la columna móvil Teófilo Forero y acusado de varios de los crímenes más graves que ha cometido esa guerrilla.

El segundo, es que la pista donde debía aterrizar el avión con las armas terminaría prestándole su nombre a una vereda de la inspección de La Julia, en el municipio de la Uribe, que se creó tres años después. Los campesinos dan cuenta de muchas historias que transcurrieron en esa pista: que allí quedaban los campamentos de los jefes guerrilleros, que vieron al Mono Jojoy aprendiendo a pilotar aviones, que llegaban aeronaves cargadas de armas, que allí tuvo lugar un aterrador asalto de la Fuerza Pública contra un guerrillero conocido como Kunta Kinte.

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Lo cierto es que en esa vereda y a pocos metros donde aún se ven los vestigios de la famosa pista (hoy convertida en trocha usada por los campesinos), cerca de 60 excombatientes de las Farc intentan ingresar de manera definitiva a la vida civil. Viven en unas casuchas elaboradas con madera y plástico, que se dispersan a lado y lado de la carretera que esta guerrilla construyó durante la vigencia de la zona de distensión (1998-2002) y que conduce desde el poblado de La Julia hacia el departamento de Caquetá.

El grupo inicial, integrado por 44 excombatientes, salió del Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación (ETCR), de Colinas, ubicado a hora y media por carretera de San José del Guaviare, y llegó aquí el pasado 28 de agosto. Todos, con sus camas y ropas, cupieron en un bus y en un camión. Traían remesa (comida) para 10 días.

El líder del grupo es Juan de Jesús Monroy Ayala, un santandereano de 44 años (nació en Suaita, pero creció en el Guaviare) que ingresó al frente Séptimo de las Farc cerca de San José en el Guaviare, a los 17 años, tras varios atentados en su contra cuando asomaba su liderazgo en la naciente Unión Patriótica.

Albeiro Suárez fue el nombre que usó en la guerra. Su paso por la insurgencia armada se resume así: 10 años en los que se llamaron unidades disponibles para orden público (combates directos contra la Fuerza Pública) y 16 años en la escolta personal de Manuel Marulanda, del Mono Jojoy y de Mauricio Jaramillo, el Médico. En ese trasegar conoció estas tierras colonizadas por campesinos y combatientes de las nacientes Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, por allá en 1965.

Dice que quedó enamorado de este territorio por su importancia estratégica, por la belleza del paisaje que brindan los ríos Duda y Guayabero, que surcan estos terrenos ondulados, rodeados por cuatro parques naturales: el Tinigua, La Macarena, Sumapaz y Los Picachos, y por la historia de resistencia campesina que se escribió durante estos cincuenta años.

Juan de Jesús habla con nostalgia de esta tierra que Marulanda eligió como su gran centro estratégico, tras el bombardeo a Marquetalia. “Él sabía que este era el lugar ideal para dirigir el movimiento guerrillero, tenía corredores hacia Huila, Tolima, Caquetá, Meta y Guaviare. Era el punto céntrico para dominar mucho territorio”, recuerda.

Desde el Estado, La Julia fue calificada como el búnker de las Farc, la cuna de las Farc, la retaguardia estratégica de las Farc, el corazón de la guerra.

Lo cierto es que las historias que guardan los pobladores de La Julia le causan mucha fascinación a Albeiro, quien ahora participa con entusiasmo en la Junta de Acción Comunal de la vereda e interactúa con solvencia con las agencias internacionales y de Naciones Unidas que escucharon sus peticiones y las de los excombatientes que lo acompañan.

Las primeras 44 personas que llegaron formaron parte de los 582 excombatientes que hicieron dejación de armas en Colinas, pero al ver que era muy difícil producir sus cultivos en esas selvas, y más difícil aún tratar de sacar una cosecha desde allí, decidieron crear una cooperativa y regresaron a La Julia, buscando estar cerca de sus familias.

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Juan de Jesús salió en avanzada buscando un terreno para arrendar. Consiguió este predio de 36 hectáreas en el que ya tienen sembrados de yuca, plátano, cebolla, hierbas aromáticas, algunas cabezas de ganado, gallinas y cerdos. Esta iniciativas de autoabastecimiento están apoyadas por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y el Gobierno de Suecia, las primeras entidades que decidieron apoyar este nuevo asentamiento, en esa dinámica que surgió fuera de los ETCR.

Al otro lado de la vía construyeron un vivero con 500 plántulas de cacao y otras 500 con especies para reforestación, en desarrollo de un proyecto enmarcado en el Plan Nacional de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito.

Están orgullosos de sus avances. Saben que son pocos, pero sienten que han logrado mucho en cinco meses. Ya van 114 personas afiliadas en una cooperativa con la que presentaron un proyecto para acceder a un tractor para trabajar la tierra, crear un fondo rotatorio de ganadería en especies menores y en siembra de alevinos, canalizando los recursos de la reincorporación ($8 millones por excombatiente). Y se inscribieron en el programa Ambientes para la Paz, al que presentan un proyecto turístico.

Reynel Silva es un indígena que ingresó a las Farc también en Guaviare. Es el vicepresidente de la cooperativa que bautizaron JE, en honor a la firma que usó durante sus últimos años Manuel Marulanda. “Después de la ruptura de los diálogos del Caguán, el camarada firmaba sus comunicaciones con esas letras, y lo hacía porque decía que nos habían arrebatado todo, que parecíamos un Judío Errante”.

Mientras muestra con orgullo la casa que está construyendo con sus propias manos, dice que el éxito del asentamiento radica en que en todos los excombatientes tienen claro el horizonte: trabajar para vincularse a las comunidades, tener proyectos autosostenibles, vivir tranquilos.

“Nos falta la solución de vivienda”, dice Gladys, quien dentro de poco dará a luz su segundo hijo, el primero después de la firma del Acuerdo. En el cambuche que tiene con su pareja logró acomodar hace poco a sus papás y a un sobrino que le hacen compañía mientras nace el bebé. Su padre se está quedando ciego y está pendiente de una cirugía.

El liderazgo de Albeiro es notorio. Mientras organiza las actividades del día, está pendiente del acto de reconciliación que se realizará al día siguiente y en el que viene trabajando con empeño desde que llegó a la zona.

“Soñamos con ver este municipio desarrollado a 10 años. Estamos participando en la formulación de los Planes de Desarrollo Territorial, queremos plantear soluciones al municipio y estar articulando ese proceso”, dice con ánimo, mientras ordena cuál vaca deben sacrificar para el bazar y celebración del Día de la Madre que convocó después del acto de reconciliación.

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“Planteamos arreglar la escuelita de La Pista, vamos a pintarla y hacer un acto que nos permita integrarnos con los campesinos”. El evento se realizó el pasado 19 de mayo. Los niños de la vereda bailaron música llanera, reguetón y bachata. El párroco hizo una oración, los excombatientes y la comunidad jugaron un torneo relámpago de fútbol, Albeiro sembró árboles y estuvo detrás de la organización del acto.

No hubo pedidos de perdón ni abrazos, pero sí actos simbólicos. Los niños les entregaron mensajes de paz escritos por ellos mismos a los excombatientes, al sacerdote, a los representantes de Naciones Unidas, al secretario de Gobierno del municipio y a un representante de las comunidades indígenas. Les dieron además rodillos y palas para que se unieran a la jornada de embellecimiento. Esta escuela, que hoy alberga 25 estudiantes, sirvió durante décadas como refugio a los pobladores, en medio de los bombardeos y ametrallamientos.

La comunidad ve con buenos ojos la llegada de los excombatientes. Diane Valero, vicepresidenta de la junta comunal, dice que ahora ya ven a las instituciones del Estado que durante años los tuvieron abandonados. Varios campesinos están estudiando bachillerato al lado de los hombres y mujeres que dejaron las armas. Otros están participando de proyectos que ha traído la cooperación internacional.

“Tenemos tranquilidad. Ya no estamos huyendo de las balas como nos tocó tanto tiempo”, dice Diane, quien incluso fue víctima de las Farc que en su momento le impidieron predicar (es evangélica). “Ellos entendieron que nosotros no éramos níngún peligro”, recuerda. Al final del acto, los habitantes se unieron al bazar que Albeiro organizó. Hubo rifas, música, carne asada, carreras de cerdos enjabonados, una fiesta de la que participaron todos hasta el amanecer. Pero en medio de la fiesta, Albeiro hace un llamado. “Le estamos pidiendo al Gobierno que nos ayude comprando estas 36 hectáreas, valen $125 millones”. Todos sueñan con quedarse aquí, cerca de sus familias, tener un pedacito de tierra para sembrar e ir levantando con sus propias manos una vivienda digna.

Por Gloria Castrillón / @glocastri

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