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Pavas, un pueblo fantasma
Las lágrimas no se pueden contener. Resulta estremecedor tan solo recordar esas noches en que la tranquilidad se rompía con el sonido de los cartuchos de bala de las AK-47 atravesando de lado a lado las paredes de su casa. Tan solo pensar en volver a escuchar la detonación de los ‘tatucos’, esos potentes cilindros de gas rellenos con explosivos y metralla, hace que se doblegue. Impotencia, dolor y llanto. Ya perdió la cuenta de las veces que ha tenido que empacar sus cosas, alzar a sus hijos y salir corriendo de su hogar.
Tras nueve horas de viaje en lancha desde Ríosucio, Chocó, por la cuenca del río Truandó, que se llena de empalizadas por la sedimentación de arena, la caída de troncos y las malas prácticas en la explotación maderera, aparece Pavas. Es un pequeño pueblo con 45 casas en perfecto estado, pero con una característica distinta a lo común: solo tiene tres habitantes. Caminar por sus calles da la sensación de que es un pueblo fantasma. Luz Amira Guzmán da pasos lentos, se limpia las lágrimas y maldice el momento en que la violencia se tomó el lugar. “Esto es lo peor que me ha pasado en la vida. Tener que salir huyendo con mis hijos cargados al hombro me duele mucho. Me rompe el alma”, dice mientras llega a la entrada de su casa, una de las únicas que está habitada en la zona.
Pavas está en la parte alta del río Truandó, en pleno Tapón del Darién. El pueblo es un enclave estratégico para mantener el control de los corredores de narcotráfico en el Bajo Atrato. Su ubicación hace parte de la ruta que utilizan los grupos armados para transportar droga hacia Panamá por la selva chocoana y continuar su camino por Centroamérica. Tiene conexiones fluviales con el río Atrato y el río Salaquí. Los enfrentamientos por Pavas entre las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) y el Eln hacen que habitar la zona sea casi imposible.
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El panorama es desolador. Desde 2015, el conflicto ha obligado a 40 familias a abandonar sus casas. Los constantes enfrentamientos entre grupos armados hicieron que Pavas se convirtiera en un pueblo abandonado: puertas abiertas, muebles con polvo y fotografías que no se alcanzaron a despegar. “Esto era una comunidad muy bonita. Todas estas casas estaban llenas de gente, hoy en día esto está totalmente abandonado. Lo que más quisiera es regresar a mi comunidad. Estamos en Riosucio aguantando hambre, no tengo cómo darles comida a mis hijos. Acá tenía todo, me duele mucho ver esto así, pero no puedo dejar a mi familia en medio de la guerra”, cuenta, con la voz entrecortada, Luz Amira Guzmán*.
En Pavas no hay comercio. No hay policía. No hay alcalde. Pareciera que mandan los grupos armados. Por lo menos 43 casas están abandonadas y solo dos se encuentran habitadas por Luz Amira, su hermana y su cuñado, que se cansaron de no tener oportunidades laborales y decidieron regresar a su comunidad para retomar cultivos de plátano y transportar madera. Por seguridad, dejaron a sus hijos en Riosucio donde se refugian cerca de 120 personas que fueron desplazadas de Pavas y que viven en un albergue instalado por la alcaldía de la zona. Al municipio han llegado, además, personas de muchas otras comunidades del Bajo Atrato, y el fenómeno de confinamiento se ha convertido en una problemática clara.
Una muerte anunciada
Riosucio, 12 de abril de 2019. Era casi media noche cuando tres disparos rompieron el silencio. Dos hombres armados sacaron de su casa al líder indígena Aquileo Mecheche perteneciente al Resguardo Río Chintadó y, frente a su familia, le dispararon en el rostro. Tenía 52 años y ocho hijos. Su muerte ya había sido anunciada por los paramilitares de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) en medio de la Minga indígena que se realizó en noviembre del 2018, cuando Mecheche lideraba las movilizaciones en las que, entre otras cosas, se exigían garantías en seguridad para los territorios del Bajo Atrato. Aquella noche se convirtió en una pesadilla. El aterrador llanto de la familia del líder indígena no paró por horas.
Hoy, cuatro meses después de la tragedia, el panorama no ha mejorado. Todo lo contrario. La crisis social y humanitaria del Bajo Atrato se sigue agudizando como consecuencia del conflicto armado en la zona y la disputa de los ilegales por mantener el control de corredores claves para el tráfico de drogas, armas y migrantes.
El Darién bajo fuego
Después de siete horas de travesía por el caudaloso rio Truandó, desde Riosucio, aparece Clavellinos, una pequeña comunidad afro del Bajo Atrato que también ha sido carne de cañón para guerrilleros y paramilitares. Las lanchas son los únicos medios de transporte en la zona: nunca se viaja sin un palo de casi tres metros de largo para desatascar la lancha por si se queda atorada. Tampoco hace falta un machete para que cuando caigan troncos por el camino se puedan cortar. Los pocos senderos transitables que tenía la selva chocoana han sido minados, por lo que los ríos son parte fundamental de la vida de las comunidades del Bajo Atrato.
Elkin Barbosa, miembro del Consejo Comunitario de Bocas de Taparal, lleva años luchando para que el Gobierno tome medidas ante la crisis humanitaria que se vive en la zona. Con impotencia y resignación cuenta que la guerra nunca se fue del Bajo Atrato. Con la firma del acuerdo de paz y la desmovilización de la guerrilla de las Farc, la compañía ‘Néstor Tulio Durán’ del Eln y el bloque ‘Juan de Dios Úsuga’ de las AGC agudizaron su disputa por los territorios del Darién.
La subregión del Bajo Atrato tiene una posición privilegiada: está ubicada en la esquina noroeste de Colombia por lo que posee costas en los océanos Atlántico y Pacífico. Además, en la zona confluyen los ríos Domingodó, Curvaradó, Cacarica, Salaquí, Pedaguita, La Larga, Truandó y Jiguamiandó, lo que la convierte en un gran corredor fluvial. De ahí el interés de los grupos armados por tomar el control de la región.
Las disputas territoriales y la guerra por el acaparamiento de economías ilícitas han derivado en afectaciones directas a la población civil que en algunos casos vive confinada y, en otros, ha tenido que huir de sus territorios. Una dinámica en la que incluso ha influido, en ciertos momentos de la historia, la intensa presencia de la Fuerza Pública.
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Aunque el desplazamiento en la región ha sido masivo, no se trata de un fenómeno nuevo. Según cifras de la ONG Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento (CODHES), durante los últimos 20 años han sido desplazadoas alrededor de 262.500 personas que habitaban los 50 municipios pertenecientes a la región del Pacífico. En 2017, la Defensoría del Pueblo señaló que de un total de 19 eventos de desplazamientos masivos que se presentaron ese año en el Chocó, uno de cada tres se registró en la zona de Riosucio y el Bajo Atrato.
Un punto clave en la historia del desplazamiento forzado en esta región fue febrero de 1997. El Ejército realizó la operación Génesis en el Bajo Atrato con el objetivo de atacar al Frente 57 del Bloque José María Córdoba de las Farc en las zonas fluviales de Truandó, Salaquí, Cacarica y Perancho. Los resultados de estas acciones, en términos humanitarios, fueron devastadores: 3.500 personas de las comunidades aledañas desplazadas de forma masiva.
Para Eliécer Chávez, líder comunitario de Riosucio, fue precisamente la operación Génesis el punto de partida para que el paramilitarismo tomara fuerza en la zona y empezara a controlar el narcotráfico: “Con esto, el desplazamiento aumentó. El Estado nos tiene a la deriva, acá matan mucha gente desde hace tiempo y parece que a nadie le importara. Acá nadie puede hablar”.
Se agudiza la crisis
El miedo se tomó la región. Tan solo hablar del conflicto armado en la zona genera pánico en los habitantes. Las preguntas sobre los grupos ilícitos se responden con murmullos y siempre mirando quién está detrás. Acá cuentan que las paredes tienen oídos. Aunque sea común, resulta imposible acostumbrarse a los estruendos de los fusiles y la explosión de minas antipersonal en medio de la selva chocoana. La guerra ha cohibido el sueño de afros e indígenas de ver crecer sus cultivos de plátano y arroz. El sueño de tener una buena pesca en la subienda de los ríos. Ha cohibido el sueño de preparar una gran fiesta para la celebración de la Virgen del Carmen.
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La Defensoría del Pueblo advierte que alrededor de 3.200 personas en la cuenca del Río Truandó están expuestas a los hechos violentos que se presentan en la zona. De ellas, 1.190 hacen parte de los pueblos indígenas Embera y Wounáan de los resguardos Río Quiparadó, Jagual Chintadó y Peña Blanca Truandó. Las restantes 2.010 personas, en situación de desplazamiento desde finales de 2015 y asentadas en Riosucio, pertenecen a las comunidades afrodescendientes de consejos comunitarios como La Nueva, Clavellinos y Bocas de Taparal
Jhoan Mosquera Salas, Secretario General y de Gobierno de la Alcadía de Ríosucio, dice que en el Bajo Atrato “pareciera que los grupos armados le estuvieran ganando la batalla al Ejército. Las medidas que se están tomando en conjunto con las instituciones nacionales son inefectivas e insuficientes. La violencia en la zona es constante. El Ejército, por su parte, cubre algunas zonas pero no tiene la capacidad de controlar las comunidades más alejadas”.
La Defensoría del Pueblo, mediante dos alertas tempranas, aseguró que la crisis humanitaria en el Bajo Atrato está empeorando por varios factores: “señalamientos en contra de líderes, lideresas y autoridades tradicionales de pueblos indígenas, la utilización de niños, niñas adolescentes y jóvenes en el reclutamiento forzado, el confinamiento, artefactos explosivos y combates en medio de la población civil”. A pesar de las advertencias de organizaciones sociales, comunitarias e, incluso, instituciones internacionales, el panorama de la crisis humanitaria que se vive en el Bajo Atrato parece empeorar.