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Johana habla del amor. Siempre repite el verbo amar. Lo deja en infinitivo cuando dice que estamos en el mundo para amar. Lo conjuga cuando habla de que podemos amarnos y no hacer la guerra. Lo menciona cuando piensa en que su lucha, toda su lucha como mujer, negra, transexual y defensora de derechos humanos, no hubiera sido posible sin el amor de su familia, sin todo el amor que tiene a su alrededor.
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Ahora es una mujer alta, de crespos rojos que no temen moverse. Camina erguida y sin miedo. Lo tuvo, sí, casi toda su vida, especialmente hasta los 19 años, cuando estuvo en el “clóset”.
Johana nació y vivió en Quibdó hasta que tuvo 15 años, edad que tenía cuando se mudó a Medellín. En ese momento pensaba que era un hombre gay y apenas pudo reconocer esa identidad cuando se enfrentó a la ciudad paisa, que mucho le llevaba en reconocimiento de diversidad sexual a su ciudad chocoana. Sin embargo, fue solo hasta los 19 años cuando pudo decir abiertamente que le gustaban los hombres. A partir de eso, los años siguientes fueron de travestirse, todavía sin la certeza de su identidad de género, sin la certeza de que era una mujer.
Lo descubrió y hace siete años hizo la gran transición: hormonas, una cirugía de reasignación de sexo y una mamoplastia de aumento. En esos días trabajaba como mesera, en Medellín. Como mesero, según su jefe, quien no pudo entender que Johana era una mujer. “Esa fue la primera vez que me sentí discriminada. Renuncié. Para mí eso fue durísimo. Me sentía presionada. No le estaba haciendo bien a mi salud mental y eso no lo podía permitir. Yo aprendí de mi mamá que primero yo tenía que estar bien”, dice. Una vez más, la familia.
Eso pasó hace siete años, y hace cinco decidió dejar Medellín y volver a Quibdó. “Allá causé un revuelo impresionante. Imagínate llegar una mujer diferente a un territorio donde nunca se había visto eso. Llegar operada, con otros conocimientos. Eso no ha sido fácil, pero hoy me siento amada por el Chocó”, dice en medio de una sonrisa.
Sin embargo, el camino no ha sido fácil. “Chocó es un territorio machista”, sentencia. Machista, homofóbico y transfóbico, así, completa, es Colombia. Y ella, una mujer transexual y negra, tenía que hacer algo. No se podía quedar callada.
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Entonces, después de la negación de un servicio de salud, de una pelea con una EPS, de una demanda para hacer el cambio de nombre y sexo en la cédula, Johana, por fin, pudo cambiar su género ante el Estado colombiano, porque su identidad la tenía más que clara. Ella era la primera en dar esa lucha en el departamento, pero podía pasarle a otra persona. Así que, animada por su prima Yulis Marina, decidió crear la Fundación Johana Maturana, para la defensa de los derechos humanos y la comunidad LGBTI+.
Ahora se dedica, junto con su equipo, conformado con un abogado, un psicólogo y un trabador social, a prestar asesoría en derechos humanos, acompañar a personas que viven con VIH, brindar pedagogía y respeto por la diferencia y capacitar instituciones en salud sexual y reproductiva.
Recalca, cada vez que lo siente necesario, que es fundamental construir sobre el respeto. Aclara siempre que los líderes sociales no son enemigos del Estado. Lo hace cuando ve que una conversación va hacia la criminalización de la defensa de los derechos humanos. Dice, como para pisar los estereotipos, que las mujeres trans no son solo generadoras de prostitución o peluqueras o peligrosas, sino que pueden “generar impactos en una sociedad que necesita cambios”.
Johana se ríe fuerte, camina erguida y está orgullosa de la lideresa que es. No soportará discriminación ni para ella ni para nadie. Ni por ser mujer ni trans, ni negra. Pero el miedo vuelve a ella cuando ve que matan a quienes luchan por los derechos humanos. “No nos van a matar a todos juntos. Si todos nos unimos por una misma causa, que es el amor y la paz, creo que podemos seguir construyendo”, dice, y esa primera palabra, una vez más, vuelve a su voz.
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