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En Cúcuta, Villa del Rosario y Puerto Santander (Norte de Santander) hay cuatro pasos fronterizos autorizados, legales, para cruzar entre Venezuela y Colombia. En estos mismos municipios hay número indeterminado de trochas o pasos irregulares. Por cada uno de estos puntos en los últimos cinco años han cruzado miles de venezolanos y colombianos retornados a causa de la crisis en el país vecino. Estos sitios que durante décadas han sufrido la presencia de actores armados como las guerrillas de las Farc, el Eln y el Epl, y de paramilitares, de repente se vieron como receptores de personas, cuando no estaban acostumbrados.
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Sin embargo, la crisis ha dejado más que pérdidas materiales, pobreza e incertidumbre. En estos lugares fronterizos también ha traído una fractura profunda entre la gente. Se empezaron a escuchar comentarios xenófobos, un discurso de odio hacia las personas provenientes de venezuela. El daño, la rabia, la violencia que de palabras pasaba a actos, ya empezaba a permear a los jóvenes.
En ese ambiente tenso nació el proyecto De la frontera somos hijos, que pretendía mitigar las actitudes xenófobas y fomentar la convivencia, el respeto y la integración local. Esto en un contexto de violencia tan complejo como el que vive Norte de Santander, uno de los departamentos que, después del Acuerdo de Paz, se ha configurado como epicentro de conflicto y de cultivos de uso ilícito.
Este proceso lo ideó y ejecutó la Fundación Cultural 5ta con 5ta Crew, un grupo de jóvenes que desde hace varios años trabajan por la niñez, la adolescencia y la juventud de Norte de Santander y fue apoyado por Unicef.
En “la 5ta” todo se hace a través del arte, especialmente a través del Hip Hop, las audiovisuales y el tejido. Asimismo funcionó De la frontera somos hijos. Valentina Zapata, coordinadora del proyecto, explica que empezaron haciendo un diagnóstico sobre cuáles eran los entornos en los que se movían los chicos y chicas que se apuntaron. Encontraron que, por ejemplo, algunos no están escolarizados. Sin embargo, querían seguían ahí.
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“Empezamos a trabajar en que entendiéramos que todos somos sujetos de derecho y la importancia de convivir pacíficamente. Eso es lo que ellos más han manifestado que han aprendido en el proceso: el respeto, la confianza, la importancia de la convivencia. Y lo que esperamos es que ellos se vuelvan unos replicadores de esto”, dice Zapata.
En cada una de estas tres escuelas se dieron 16 talleres. Los primeros, explica Zapata, son de de diagnóstico: reconocerse, entenderse y entender de dónde viene cada uno. “Siempre nos gusta incluir la historia personal, que cuenten, que muestren cuál es el entorno en que se mueven, si viven en su familia o con amigos, porque también los chicos que han llegado de Venezuela están a cargo de una hermana, de un primo”.
En eso han encontrado también que “Siempre hay una dinámica de separación familiar respecto a los chicos que son venezolanos. También nos hemos encontrado, que es un porcentaje muy alto en la ciudad, que muchos tenemos familia venezolana. Además, la identificación de los entornos: muchos de ellos reconocen siempre sus padres, sus hermanos y algunos profesores. Por eso es importante que ellos reconozcan en los profesores una persona en la que confían. También les preguntábamos cuáles eran los canales de comunicación por los que se enteraban de las cosas y muchos identificaban las redes sociales como un lugar peligroso. Tenemos jóvenes entre los 15 y 17 años que ya dependen de ellos mismos. Era todo un reto para nosotros lograr que ellos siguieran interesados en estar en estos encuentros artísticos cuando al tiempo tenían unas necesidades básicas que se tenían que cubrir ellos mismos. Algunos no iban a veces porque tenían que trabajar”, dice la coordinadora del proyecto. Estos jóvenes, reflexiona Zapata, son blancos perfectos para los grupos armados que hacen presencia en la frontera y que reclutan personas, precisamente entre estas edades.
Sin embargo, todo el tiempo mantuvieron un promedio de 148 asistentes. Con ellos siguieron la etapa de la formación: trabajar en un producto artístico que reflejara lo que habían aprendido: tejidos, canciones que cuentan historias de sus comunidades o propias.
A esto se le suma otro componente. Cuidando al cuidador es el proceso mediante el cual acompañaron a 40 docentes para que estuvieran capacitados y su ayuda fuera pertinente para tratar casos de xenofobia y violencia al interior de las aulas.
A lo largo de este año han identificado cambios, pero no es fácil medirlo, dice Zapata. A través de una evaluación escrita al final de cada encuentro han podido ver avances. “Hemos identificado que todos llegan con ganas de aprender, pero también muy reservados, callados, con desconfianza, con dificultades para integrarse con los otros chicos, pero a medida que vamos viendo sus respuestas vemos que empiezan a apropiar palabras como confianza, respeto, tengo derecho, creo que deben mejorar esto. Esa generación de confianza y de una manera se empoderan más ellos, empiezan a decir "esto se lo voy a contar a mi familia", "yo creo que en mi barrio pasa eso y voy a ver cómo puedo arreglarlo"”, dice.