Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Para el visitante inexperto, la vigorosa vegetación es lo primero que llama la atención del Valle del Guamuez, lugar que queda al descubierto después de dos horas de viaje desde Puerto Asís. Conforman el municipio cerca de ochenta veredas y tres centros urbanos: El Tigre, El Placer y La Hormiga, su cabecera, donde abunda el comercio. Las noches se viven en bares, comederos y prostíbulos y en el día los locales venden productos varios, como bicicletas y electrodomésticos.
Cuando la carretera deja de ser de asfalto, la trocha y el verde les dan la bienvenida a los forasteros al Valle del Guamuez, un territorio que hace mucho dejó de ser próspero, según cuentan sus habitantes. Como se expone en el museo del municipio, fue fundado en 1960 por colonos nariñenses. Pero, con apenas 69 años, no son ningún secreto las dificultades a las que se ha enfrentado su gente.
En 1980 llegó la coca a esta población campesina y, años más tarde, la bonanza marimbera. Pronto, paramilitares y guerrilleros se instauraron en la zona. Así, en la disputa por cobrar vacuna por kilogramo de droga, los enfrentamientos y las muertes no fueron pocas. Por el puño y la bala de los paramilitares se perpetró la masacre de El Placer, el 7 de noviembre de 1999, una tragedia que cobró la vida de más de 11 personas y de la cual la vereda no ha logrado recuperarse.
Cuando la paz fue llegando y los habitantes desplazados pudieron regresar, muchos campesinos, como Rosa Laudina Ibáñez, su hermana Blanca y su cuñado Miguel Rocero, decidieron alejarse del negocio cocalero, acogerse al programa de restitución de tierras y ser pioneros en la siembra de pimienta.
Con todo, el proceso no ha sido fácil. Los años de oro que prometió la coca no les dejó mucho a los moradores del Guamuez. Así lo recuerda Rosa Laudina Ibáñez: “Antes de la pimienta, nosotros cultivamos la coca por unos diez años. Pero puedo decir que tan bien no nos fue (...) si nos hubiera dado, tendríamos algo; pero no tenemos nada. Creo que siempre hemos sido de malas para los negocios, pero estamos agradecidos con la pimienta, porque nos ha dado la vida que tenemos hoy”.
Aparte de su testimonio, las imágenes del pueblo hablan por sí mismas. A la entrada se exhiben las piezas de un acueducto inacabado. Sin servicios públicos, muchas casas no cuentan con luz y ninguna de las carreteras está pavimentada. Las casas están alejadas unas de otras y aunque están pintadas con colores vivos, hace años que no se les “mete la mano”. Cuando llueve, el piso se inunda fácilmente y por eso varias de las viviendas que están construidas al ras del suelo muestran problemas de humedad. Se habla de que el Estado nunca ha llegado por esas tierras fértiles y, en palabras de habitantes como María Estela Guerrero, encargada del museo, “todo lo hemos hecho con las uñas”.
Desde que muchos se esfuerzan por sacar la pimienta adelante, han sido indispensables el acompañamiento y las capacitaciones de organizaciones como la Unidad de Restitución de Tierras (URT), la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación (FAO) y la Embajada de Suecia para llevar a buen término este cultivo. Pero, según los habitantes y los funcionarios de estas organizaciones, los esfuerzos deben ser más para ofrecer un producto certificado y de calidad que les dé para vivir y no solo para sobrevivir.
La pimienta como esperanza
Si le preguntan a Rosa Laudina Ibáñez qué es para ella la pimienta, dirá que representa esperanza. Tiene alrededor de sesenta años y, aunque es oriunda de Nariño, todo lo ha vivido en Valle del Guamuez: desde los años del enfrentamiento más sanguinario entre los paramilitares y las Farc, hasta la paz que hoy la deja dormir tranquila. Luego de ser desplazada en más de una ocasión por el conflicto armado, volvió en 2013 a su vereda La Esmeralda y con el apoyo de la URT recuperó el terreno que le fue despojado el 20 de julio del 2000.Ahora, con otras 66 familias de diferentes veredas del municipio, dejó la coca y hoy se dedica a cultivar algunas de las 115 hectáreas de pimienta negra, como parte del programa que les brinda la URT para reconstruir su vida en el campo.
Por eso, el pasado 10 de mayo ella y varios campesinos más recibieron en sus fincas a representantes de la Unidad, la FAO, la Embajada de Suecia y a un grupo pequeño de periodistas, para recorrer los predios y conocer el estado de las siembras. Durante el encuentro, rememoraron sus historias como víctimas de la violencia y compartieron con estas entidades las necesidades que tienen los pimenteros del Putumayo a la hora de comercializar su producto.
Según cifras de la URT, a la fecha se encuentran vinculadas a esta estrategia 66 familias acogidas al Sistema de Restitución de Tierras y cien más que no hacen parte del programa, pero que vieron en este negocio una forma lícita de trabajo. Con la pimienta buscan una segunda oportunidad para construir una vida en paz y generar ingresos dignos.
Esta vez, visitar la siembra pimentera requería, primero, conocer la historia de los campesinos desde su propia voz. En su caso, Rosa Laudina Ibáñez se preparó para contar, ante la comitiva, su vida: una durante el conflicto armado y otra hoy. Desde antes de las 7:00 de la mañana del día de la visita ya estaba lista para recibir a las únicas personas que se movilizaban en carros en ese rincón de la selva putumayense, que limita con el Ecuador. Tomó una gran bocanada de aire y ,con las manos entrelazadas, empezó: “Nos tocó desplazarnos porque llegó un grupo armado a la vereda. Eran las 3:00 de la tarde y nos dijeron que teníamos hasta las 6:00 para que esto se quedara sin gente”. Y así sucedió.
Hizo una pausa y, como esperando alguna reacción o interacción del otro lado, miró con ojos inquietos a las más de diez personas que la escuchaban. Contó que volvió en 2011 a La Esmeralda, que pese a los comentarios negativos sobre la URT y su miedo de que les negaran la tierra, se presentó al programa y en 2014 empezó a cultivar pimienta.
Según recordaron algunos funcionarios de la misma Unidad durante el recorrido, muchas de las víctimas del conflicto querían escoger la ganadería como proyecto productivo, porque era de “salida fácil” en el mercado. Sin embargo, en 2015, la demanda de la pimienta se incrementó y por eso acogieron la recomendación y optaron por la especia oriental. En ese entonces, el mercado pagaba hasta $32.000 por un kilo de pimienta negra; ahora, esa misma cantidad cuesta $5.000 máximo.
Con tranquilidad, Ibáñez les dijo a los representantes de las entidades: “El cultivo nos ha dado para pagar la comida y los trabajadores, pero no da para nada más”. Por su parte, su cuñado, Miguel Rocero, explicó la relación actual entre el esfuerzo que requiere la siembra y las ventas. “Es un trabajo muy dispendioso, porque entonces la cosecha llega, toca recogerla, luego escoger los frutos cuando estén maduros, desgranarlos y escogerlos nuevamente. Todo a mano”.
Según explicó, el tiempo ideal de ese proceso es de ocho días. Sin embargo, casi nunca es así y entonces toma un mes para que los granos del condimento estén listos. “Además, por cien kilos de pimienta en verde quedan treinta kilos en seca. Si se vende a $5.000, la ganancia es de apenas $150.000. De pronto Dios nos ayuda a subir el precio y así la comercialización puede ser más”, manifestó.
La preocupación es generalizada. Para Sandra Milena Montero, miembro de la Asociación Agropimentera del municipio (Asapiv), organización de putumayenses que no son víctimas del conflicto armado, el respaldo institucional es muy importante para fomentar la comercialización del producto. “Necesitamos que haya más clientes, porque tenemos poquitos y la competencia y el contrabando nos afectan las ventas. Y si más entidades nos apoyan, mucho mejor. Así seremos más los que cultivamos esta especia”.
Sin embargo, según la mirada de la Unidad de Restitución de Tierras, las ganancias aumentarán a medida que haya un mejor producto. Por eso, personas como Rosa Laudina Ibáñez y el resto de las familias agricultoras están en el proceso de certificar su pimienta con el sello de Buenas Prácticas Agrícolas (BPA).
“Nuestro mercado principal es Bogotá y tenemos clientes como Crepes & Waffles. Pero las expectativas de los cultivadores es vender pimienta especial, orgánica. Eso mejorará los precios, aunque se necesita la certificación BPA. Por el momento, la del Valle del Guamuez es de producción limpia, casi orgánica. Es decir, no se cultiva con agroquímicos”, comentó Humberto Ricalde, técnico productivo en pimienta de la FAO.
Y añadió, además, que son madres cabezas de hogar y víctimas del conflicto las que están intentando sacar este emprendimiento a flote. Por su enfoque social, Alan Bojanic, representante de la FAO para Colombia, aseguró que es total su compromiso con los campesinos del Putumayo y con el fomento de la paz.
“La adaptación del cultivo es realmente excepcional. Se puede mejorar con la producción orgánica para encontrar nichos de mercado y posicionar el producto, pero todo es un proceso. Creo que hay empeño de los productores para sacar adelante esta iniciativa y nosotros estamos comprometidos, porque vemos que van a tener éxito”, dijo. En esa misma medida, Bojanic aseguró que si bien el acompañamiento de la FAO concluiría en noviembre de este año, están gestionando para obtener más recursos y así alargar su incidencia en el proyecto.
Sobre esto, voces de todos los sectores expresaron que el apoyo gubernamental es fundamental para que los campesinos hagan del cultivo de pimienta su vida. Y no es para menos. Esta comunidad ha manifestado que uno de los problemas para distribuir cualquier alimento es la falta de buenas vías. Por eso, la visita de dichas entidades es vital: son su altavoz frente al Gobierno y el mundo.
Además, según explicó Ricalde, quien trabaja hace un año con la sociedad del Valle del Guamuez, lograr la certificación de la pimienta es un proceso particularmente lento para esta zona y todo tiene que ver con un factor: la cultura local. De los sesenta años que tiene el municipio, los campesinos han estado inmersos toda su vida en la producción de coca y en ese mercado los químicos los utilizan un ciento por ciento. “Ellos están acostumbrados a otro tipo de manejos y transformar eso es un proceso lento que toma aproximadamente un año. A pesar de eso, hemos logrado que, con sesiones de capacitación, los agricultores organicen sus cultivos de pimienta en un lapso de mes y medio”, dijo el técnico.
“Nosotros erradicamos voluntariamente la coca. Uno piensa que así como fue muy buena, también nos trajo mucho dolor con los grupos armados”, manifiesta con una voz delicada y serena María Estela Guerrero. Pero también con cierta congoja de su pasado y su presente: “Nos ilusionamos con lo que nos ofrecen para salir adelante. Y nos apoyan, pero necesitamos más porque somos muchos”.
Y sí, recorrer el Valle del Guamuez y conocer de primera mano la realidad de esta población localizada al sur del país es un contraste manifiesto en cada historia de sus habitantes. Los 871 kilómetros cuadrados que componen el territorio gozan de árboles altos y frondosos, palmeras y arbustos tupidos que cubren extensiones planas y que solo encuentran su fin en otros árboles altos y frondosos, palmeras y arbustos tupidos. Su tierra es lo suficientemente fértil para cosechar cacao, plátano, palmitos, sacha inchi y, desde hace cuatro años, una enredadera llena de pepitas llamada pimienta.
Por ello, a partir de unas prácticas orgánicas y conscientes, quieren que las personas vean en su producto toda la potencia de la selva tropical. Según expresó Fray Jorge Giral Cuarán, representante legal de la Asociación Agropimentera del Valle del Guamuez: “Con las instituciones hemos logrado que ya algunas fincas estén certificadas en buenas prácticas. Si lo logramos con todo el Valle, seremos más competitivos en el mercado nacional e internacional y podremos hacer convenios con empresas. Nosotros sí podemos hacer una pimienta de calidad y saludable”.